El 11-S de Europa

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La crisis migratoria ha sido el 11-S de Europa y no nos hemos dado cuenta todavía. Lo sostiene desde hace tiempo el politólogo Ivan Krastev y lo van (lo vamos) aceptando cada vez más los escépticos, los “buenistas” y los lentos de reflejos. El 11-S fue brutal, salvaje y criminal. También completamente inesperado pese a las pistas y precedentes. Simbólico y con repercusiones inmediatas y duraderas sobre la geopolítica mundial. Evidentemente, la crisis migratoria que arrancó en 2015 ha sido muy diferente. Traumática y destructiva, aunque a otro nivel. De muy lenta gestación, recorrido y aplicación. Un goteo constante de naufragios, traiciones, chantajes, desprecios, mercadeos y fracasos que fue minando la confianza entre vecinos y aliados, las formas, los procedimientos de toma de decisiones, los canales de comunicación. Ha sido, es aún, un fenómeno que alteró completamente el libro de jugadas europeo y cuyas consecuencias se percibirán durante décadas mucho más allá de las fronteras.

Lo que antes era impensable pasó a ser lo cotidiano. Líderes que fueron héroes de las revoluciones liberales contra el comunismo, como Viktor Orbán, se han convertido en “autócratas electos”, en palabras de Jean Pisani-Ferry. Con el mensaje simple “no queremos inmigrantes, no queremos musulmanes” no solo arrasan en las elecciones, sino que se constituyen en torno a una difusa entente populista e iliberal que desafía abiertamente lo que ha sido y lo que en teoría aspira a ser la UE. Su historia, sus principios, su propio lema de “unidos en la diversidad”.

Partidos políticos que en buena parte del continente eran marginales, secundarios en el mejor de los casos, empezaron a marcar la agenda, a dominar el debate. No hacían falta diputados, bastaba con boutades, barbaridades, cualquier ocurrencia que se replicara en telediarios y tuits. En los parlamentos, en los medios y en las calles se hablaba de “invasiones”. De llegadas masivas, inexistentes más allá del Mediterráneo. De la pérdida de los valores europeos, de la amenaza a la esencia cristiana del continente. Y nadie fue una excepción.

En Dinamarca, el Parlamento aprobó en enero de 2016, con el apoyo de fuerzas que sumaban tres cuartos de los escaños, un paquete de medidas sobre asilo que incluía una ley que permitía la confiscación de dinero y objetos de valor a los refugiados. La llamada “ley de las joyas”, que también tienen algunas regiones alemanas, para “no poner en riesgo el sistema de bienestar”. Allí también, otrora paraíso socialdemócrata y referente multicultural en el imaginario continental, han institucionalizado los “guetos”, en expresión oficial, y los “niños del gueto”, hijos de inmigrantes musulmanes, deben estar separados de sus familias al menos veinticinco horas por semana para ser instruidos, desde que tienen un año, en “valores daneses”. Si no, se arriesgan a que sus familias dejen de percibir prestaciones sociales.

En Letonia, el ministro de Justicia Dzintars Rasnačs (de la Alianza Nacional, un partido antiinmigración) logró convertir en prioridad y en el tema principal de debate una ley para prohibir el uso del niqab por razones de seguridad. En todo el país, de dos millones de habitantes, habían identificado a tres mujeres que lo usaban. Tres, literalmente. En República Checa, donde se clamaba al cielo contra “invasiones islámicas”, acogieron veintiocho refugiados. Veintiocho.

Hay más ejemplos, todos los que queramos. El canciller austriaco Sebastian Kurz, en el Gobierno junto al ultraderechista fpö, lo resumía muy bien hace apenas unos meses desde su cargo de presidente rotatorio de la UE: “lo que hasta antes de ayer era considerado de extrema derecha hoy es lo normal”. Y qué mejor ejemplo que el suyo.

En el año 2000, cuando la extrema derecha de Jörg Haider ultimaba un acuerdo para entrar en el Gobierno austriaco, la reacción de la UE fue tajante. Los quince enviaron una carta oficial a Viena avisando al entonces responsable, Wolfgang Schüssel, de que “suspenderían todos los contactos políticos bilaterales” si el partido de Haider entraba en la coalición de gobierno. Ocurrió, y acto seguido llegó el bloqueo político, el cese inmediato y total de contactos bilaterales oficiales o el veto a todo candidato del país para cualquier puesto internacional. “Haider tiene ideas fascistas, cargadas de odio, xenofobia y revisionismo, escondidas tras una capa de barniz democrático […] no hay por qué mantener a Austria a cualquier precio en la UE, nos puede ir bien sin ellos”, dijo entonces el belga Louis Michel, padre del actual primer ministro.

En cambio, ahora, dieciocho años después, Bruselas ha acogido con palmadas en la espalda y chanzas la coalición de Kurz. Juncker, azote de algunos populistas, quita hierro siempre que puede al tema, presumiendo de un “Gobierno europeísta”. Austria, así, ha presidido la UE en el último semestre de 2018, jugando con los asuntos esenciales para sus votantes, entre felicitaciones por la gestión eficiente. Y ni siquiera el hecho de que una de sus ministras invitara a Vladimir Putin a su boda tuvo consecuencias políticas o diplomáticas. No hablemos ya de Italia y de Mateo Salvini. O de vox y el discurso improvisado sobre los 52.000 “inmigrantes ilegales” a expulsar.

“De la misma manera que el 11-S obligó a los norteamericanos a cambiar la lente a través de la que veían el mundo que América había modelado, la crisis migratoria ha forzado a los europeos a cuestionar alguna de las asunciones fundamentales y sus actitudes previas hacia la globalización”, explica Krastev. Y lleva razón. Pero no solo eso. La crisis de 2015, circunscrita en el tiempo y en espacio, sirvió para desencadenar fuerzas que no van a ser aplacadas. Al revés. Cuando un límite se rompe, nadie retrocede. Se busca el siguiente, se empuja, se fuerza.

En la UE, los códigos, el lenguaje de los embajadores, ha servido durante décadas para contener las emociones, las rivalidades. El aburrimiento y los laberintos técnicos como amortiguadores de pasiones, algo difícil de vender y emocionar, pero fantástico para cooperar y avanzar, por despacio que sea. Algo, claro, que no casa con la retórica incendiaria, con la viralidad, con la cultura agresiva del zasca, el troleo y Facebook Live. ¿Les suena?

Durante meses, en 2015, la crisis migratoria estuvo en las primeras páginas (es un decir) en toda la UE por su dimensión humana y trágica, por los miles de personas que morían en el mar, por las colas de decenas de miles más caminando en los arcenes de las autopistas, por la imagen de Aylan Kurdi, el niño kurdo ahogado y retratado en las playas turcas. Por las broncas diplomáticas y la incapacidad de lograr soluciones a nivel político. Por gobiernos que regateaban unas decenas de personas en las cuotas de acogida amparándose en su alto paro. Por lo cerca que estuvo Schengen, el espacio de libre circulación, de romperse definitivamente. Grecia e Italia no daban más de sí, con un flujo de llegadas que superaba sus medios, y mientras sus vecinos, antaño conocidos como socios, miraban para otro lado.

El debate, entonces y en algunos sitios incluso ahora, se partió en dos dimensiones. Por un lado, en veintiocho Estados miembros incapaces de coordinarse. En mayo de 2015, la Comisión Europea hizo pública su propuesta para una Agenda de Inmigración “más justa y eficaz” con dos ejes: por un lado, un sistema de cuotas para repartir entre todos los Estados a los cientos de miles de solicitantes de asilo ya llegados a las costas europeas y, además, veinte mil que todavía no habían cruzado. Una medida que fue llamativa, pero que estaba contemplada dentro del protocolo de emergencias recogido en el artículo 78 de los tratados de la UE.

Para los solicitantes de asilo que ya estaban en Europa, Bruselas proponía una fórmula de reparto teniendo en cuenta el PIB, la población, la tasa de paro y los esfuerzos previos de cada país. Así, por ejemplo, Alemania debería asumir el 18,42% de una cantidad entonces no determinada. Francia, el 14,17%; Italia, el 11,85%; España, el 9,1%, etc. La propuesta encontró reticencias inmediatamente. España, por ejemplo, objetaba, regateando por unas decenas de personas, que la fórmula debía ponderar más la tasa de desempleo de los países. Los del Este, por razones puramente ideológicas, se negaban a que fuera la Comisión la que tuviese la última palabra sobre quién tiene derecho a ir a un país. Hubo choque, pero en julio, al final y sin consenso, los ministros dieron el ok.

En verano la situación fue a peor. Las llegadas se multiplicaron y a pesar de las objeciones, del enconamiento político, el equipo de Jean-Claude Juncker redobló su apuesta: de 60.000 personas pasó a proponer cuotas para 120.000. La UE quería consenso y hubo división. Quería solidaridad y encontró un enquistamiento. Sin unanimidad, teniendo que votar en un tema crítico, y con la posición en contra de Hungría, Rumanía, República Checa y Eslovaquia, se logró sacar adelante la idea, pero a un precio muy alto.

Europa nunca se ha recuperado de aquello. La crisis griega, también en 2015, había dejado sus cicatrices. Quedó claro en julio de ese año que el euro no era sagrado. Las fórmulas y los códigos tradicionales entre colegas se vieron afectados. Alemania, por ejemplo, azuzó a los países pequeños, a los del Este y a los bálticos contra Atenas, para no ser siempre ella la mala de la película. Berlín midió mal. Cuando poco después Angela Merkel impulsó sus ideas migratorias primero, y quiso imponerlas después, no pudo. Salió escaldada porque aquellos a los que poco antes su ministro de Economía había convencido de que eran importantes, de que tenían que ser escuchados, que su voz contaba y debía ser respetada, se lo habían creído de verdad.

Simultáneamente, y ante unas instituciones europeas que no comprendían ni por asomo el fenómeno que se estaba produciendo, se iba cociendo una transformación sin precedentes por todo el continente. En la mentalidad, en la sociedad civil, en los votantes. El miedo, el recelo y el rechazo se impusieron y la cuestión migratoria, identitaria y nacional pasó a ser la principal. Ante el inmovilismo y la impotencia de quienes vagamente percibían una deriva pero, parapetados en las etiquetas y demasiado ocupados en definir y poco en desmontar, no acertaban a perfilar una estrategia, una defensa o un contraataque.

En lugares como España, sin representación parlamentaria de la extrema derecha, sin partidos o voces euroescépticas, sin analistas en los medios de comunicación con ideas “extremistas” para nuestros estándares, permanecimos ajenos durante años, ciegos, ante un debate poderosísimo, e intenso, que ha transformado Europa y que ha definido la campaña electoral en más de quince países. En Francia, Alemania, Países Bajos, Estonia, Italia, Eslovenia, República Checa, Eslovaquia y hasta en Suecia, último oasis de un modelo que se extingue. Sin embargo, ahora, en unas pocas semanas, los españoles lo hemos comprendido rápidamente.

La crisis migratoria no caía en un vacío histórico, económico ni ideológico. Hace diez años nadie se planteaba la posibilidad de que la UE pudiera desintegrarse. Hoy, con el auge de los extremos, las vergüenzas de una imperfecta integración al aire y el desafío abierto al modelo de democracia liberal, la cuestión de la ruptura está cada día encima de la mesa. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, París ha llamado a consultas a su embajador en Roma por los constantes ataques de Cinque Stelle y La Lega a Emmanuel Macron. Lo inimaginable como trending topic cada hora.

La Europa de hoy no es ya la de hace tres años. Cuanto más tardemos en entenderlo y aceptarlo, más costará dar el siguiente paso. Igual que Donald Trump ha roto para siempre las reglas de la política, lo que antes se daba por hecho hoy no está garantizado. Timothy Garton Ash, periodista, historiador, viajero y uno de los mejores conocedores de la Europa del Este y de las revoluciones en busca de libertad de hace tres décadas, ha sintetizado muy bien una situación difícilmente comprensible. “Si me hubieran criogenizado en enero de 2005, me habría ido al descanso provisional como un europeo feliz”, decía. “Si me hubieran despertado en enero de 2017, me habría muerto del shock.” El Viejo Continente de 2005 era una arcadia feliz, con una ue que acababa de concluir la ampliación al Este e integrado a los huérfanos de 1945 haciendo realidad los sueños y peleas de los Havel o Wałęsa. La UE se encaminaba hacia su primera constitución, tenía el euro en pleno funcionamiento, había eliminado las fronteras interiores y la luz brillaba en todos “los antiguos oscuros palacios”, desde Madrid a Lisboa pasando por Varsovia o Budapest. En Ucrania, la Revolución Naranja acercaba al país y hasta Reino Unido, el Scrooge comunitario, tenía un líder, Tony Blair, razonablemente entusiasta.

Doce años después, poco quedaba de aquello. La crisis económica no solo se llevó millones de puestos de trabajo, miles de millones de euros y la confianza y salud de los europeos, sino que dejó sin esperanzas, sin fe y sin guía al continente. La eurozona pasó de golpe a ser un ejemplo de disfuncionalidad, un fracaso institucional de unos fundadores incapaces de prever o evitar los daños de unir la política monetaria pero no la fiscal. Atenas, Madrid, Nicosia o Lisboa quedaron gravemente heridas por la recesión, la depresión, los rescates y la deuda. “Doctores haciendo de camareros en Londres o Berlín y los hijos de mis amigos portugueses buscando trabajo en Angola o Brasil”, seguía Garton Ash. Ni rastro de una constitución rechazada. Ni rastro de ese entusiasmo en el Este. Reino Unido, partido por un referéndum lleno de mentiras y camino de la primera ruptura en el seno de la Unión.

El pasado ya no vale. Europa, un “proyecto de paz” sin equivalentes en la historia contemporánea, no puede vivir de las rentas, porque la generación que vivió, sobrevivió y superó la guerra se apaga poco a poco. Y las nuevas cohortes no se conforman con relatos. El espíritu de 1968, con las revoluciones del Este y la mirada a Occidente en busca de luz, ayuda y referencias, tampoco, dice Krastev.

La combinación de “pocos nacimientos, envejecimiento de la población y llegada de inmigrantes” causa miedo y es un arma cómoda, útil y efectiva para quienes saben explotarlo. ¿Les suena?

Hace unos meses, hablando con Jean-Claude Juncker, le pregunté si ahora, con perspectiva, se arrepentía de lo que hizo en 2015. Muchos en la UE le reprochan el haber redoblado su apuesta cuando encontró una feroz oposición. Tenía el apoyo de la mayoría, tenía los tratados, tenía argumentos de mucho peso moral (igual que Pedro Sánchez cuando improvisó con el Aquarius). Pero tres años después sabía también que toda acción trae una reacción, y que la provocada en aquel enfrentamiento había sido brutal y les había superado por falta de planificación, de discurso, de consenso.

Juncker, fiel a sus principios y completamente ajeno al mundo de la calle, respondió que, aunque pudiera, no volvería atrás ni haría nada de forma muy diferente. El presidente sostiene que su plan, su estrategia, no fue un fracaso, porque las llegadas de demandantes de asilo se han reducido un 97% en el Mediterráneo oriental y un 80% en el central desde entonces. “Honestamente, no me arrepiento, no creo que lo hubiera hecho diferente sabiendo lo que sé. Mi propuesta fue adoptada por una mayoría cualificada de Estados miembros, así que dejó de ser una disputada entre Hungría y Polonia u otros y la comisión. Así que no, no lo habría hecho diferente, pero quizás cambiaría los métodos que usamos entonces, porque la propuesta pilló por sorpresa para algunos países”, dijo en una entrevista publicada en El Mundo.

En uno de sus mejores ensayos, Krastev escribe que “la característica que define la política de las mayorías amenazadas es que cuando votan, lo hacen imaginando un futuro en el que serán un grupo minoritario en sus propios países, donde su cultura y estilos de vida estarán en peligro. Será un gran error político si los liberales simplemente ignoran o ridiculizan estos temores”. La crisis migratoria avivó esos temores y a quienes ahora viven de ellos. Los números, los hechos, los contextos no sirven de casi nada. “En la política democrática, las percepciones son la única realidad que importa.” Trump, Bolsonaro, Duterte, Salvini y Orbán lo han comprendido a la perfección. Es hora de que el resto lo empiece a entender también. ~

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es periodista y corresponsal en Bruselas de El Mundo.


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