El día 18 del mes brumario del año VIII del nuevo calendario establecido por la Revolución (9 de noviembre de 1799), el joven general revolucionario Napoleón Bonaparte llega al poder por un golpe de Estado. Poco después se hace nombrar cónsul vitalicio y luego emperador. Todo, naturalmente, por voluntad del pueblo, confirmada a través del plebiscito. Medio siglo después, su sobrino Luis Bonaparte, primer presidente electo por votación directa de la historia, al no obtener de los legisladores una reforma constitucional que le permitiera reelegirse, los manda a su casa, da un golpe de Estado a su propio régimen y obtiene de la voluntad popular una presidencia dictatorial y luego el nombramiento del emperador (Napoleón III).
Sobre este nuevo 18 brumario, que lleva la revolución a la autocracia por segunda vez, Marx escribe un libro (El 18 brumario de Luis Bonaparte) subrayando el paralelo y las diferencias: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.”
Pero cabe hacer una crítica a quienes, con razón, han visto semejanzas entre Luis Bonaparte y Luis Echeverría. La misma que hace Marx a quienes, atacando a Napoleón el Pequeño, acabaron engrandeciéndolo: atribuyendo todo a su genio impostor. No es posible engañar a todos todo el tiempo. La demagogia, para tener efecto, requiere participación en la falsa conciencia. Hasta del demagogo, por cínico que sea. Por grande que haya sido el genio maquiavélico y demagógico de Bonaparte, hubiera caído en el vacío, de no responder a las ilusiones e intereses de mucha gente. De la misma manera, la parodia progresista que se representó durante seis años no se puede explicar exclusivamente en función del genio demagógico o maquiavélico de Echeverría: tuvo mucho de ilusión colectiva, le sirvió a muchísima gente para hacer patria y dinero al mismo tiempo, respondió a las necesidades de expresión y a los intereses prácticos de la clase media progresista. De otra manera, sería difícil explicar por qué un sexenio que se presenta con bigotes zapatistas, con gestos cardenistas, con frases allendistas, con tramoyas tercermundistas, acabó haciendo un número alemanista.
Luis Bonaparte, en opinión de Marx, se apoyó en las expectativas e ilusiones de la clase media de pequeños propietarios agrícolas. Hipótesis análoga: Luis Echeverría se apoyó en las expectativas e ilusiones de la clase media propietaria o aspirante a la propiedad de títulos universitarios. Una clase media progresista que ya no veía tan clara la posibilidad de poner un despacho o negocio propio, y que llegó a sentir que todo México tenía derecho a una beca.
Pero no es fácil becar a todo el país. Jung describe cómo el inconsciente colectivo puede arrastrar a un hombre al desequilibrio, exigiéndole cumplir expectativas mesiánicas. Esa desmesura caótica corresponde notablemente a las descripciones de Marx sobre las contradicciones del régimen bonapartista: “Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases […] Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones de su gobierno, el confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atreverse como humillar, unas veces a esta y otras a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en contra suya.” No, nadie puede engañar a todos todo el tiempo.
La parodia progresista que hemos estado viviendo no hace más que llevar al escenario de la presidencia lo que está en la base: el cantinflismo universitario, la ilusión de progresar consiste, no en hacernos responsables de lo que está en nuestro poder, sino en usarlo para obtener más poder hacia la cúspide, y en particular la concentración del poder en la presidencia de la república.
No todos los presidentes han aumentado el poder de la presidencia en el mismo grado, de la misma manera o con los mismos resultados. Cárdenas y Alemán resultaron mayores que sus sillas presidenciales, y en parte por eso las hicieron crecer. Echeverría se encontró con una silla que, institucionalmente, ya había crecido demasiado. Pero como toda la clase media progresista no quiso conformarse con hacer bien lo mucho que estaba en su poder: se le hizo poco el poder presidencial y hasta el país. Los convirtió en medios capitalizables para trepar todavía más, hacia cúspides todavía mayores desde donde pudieran resolverse no solo nuestros problemas sino los del planeta. Fue progresista de verdad: aspiró a la presidencia del mundo. En vez de usar los poderes que tuvo para servir al país, los reinvirtió en adquirir más poder: se dedicó apasionadamente a hacer crecer la silla presidencial, hasta que le quedó grande. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.