Ilustración: Fernando del Villar

El archiduque en el cerro de las letras. Pasión, muerte y resurrección de Maximiliano

En palabras de Alfonso Reyes, Maximiliano “despierta hoy la compasión de todos, no su perdón”. Poemas, novelas, cuadros han intentado descifrar su drama personal, su papel en la historia mexicana. Este mes se cumplen ciento cincuenta años de su fusilamiento.
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para Socorro y Fernando del Paso

El 19 de junio de 1867, en el cerro de las Campanas, a las afueras de Querétaro, tuvo lugar un episodio que fascinó a escritores de distintas generaciones, de Juan A. Mateos a Fernando del Paso. Recuerda Rodolfo Usigli que el fusilamiento de Maximiliano fue recuperado por Mateos en uno de los volúmenes de La intervención y el Imperio, y por Rafael López en “un magnífico soneto” que, según Usigli, pierde verdad en el remate:

Vino el hermoso príncipe. Rubio, ojiazul, de frente

lisa –página en blanco que no enturbia un dolor.

Luenga y en dos partida la barba, fluvialmente

desborda sobre el pecho su dorado esplendor.

La cruz de Guadalupe, de heráldica incipiente,

brilla en los besamanos y en las fiestas de honor.

Las damas, al tedeum de catedral. La gente

rica y boba corea: “Viva el emperador.”

Pobre Max. Solo queda de la ciega aventura

que llevan de la mano la muerte y la locura,

una canción burlesca, cinco balas de plomo

que motean de humo la mañana estival.

Y objetos empolvados en el museo, como

viejas decoraciones de una farsa teatral.

((Rafael López, Obra poética, prólogo y texto al cuidado de Alfonso Reyes, Guanajuato, Editorial de la Universidad de Guanajuato, 1957, p. 110.
))

Se puede trazar una breve genealogía del fusilamiento en las letras: en la semana santa de 1878 se puso en escena Maximiliano emperador de México, un drama en cuatro actos escrito por el empresario italiano L. Gualteri 

((Enrique de Olavarría y Ferrari, Reseña histórica del teatro en México 1538-1911, prólogo de Salvador Novo, tomo II, Ciudad de México, Porrúa, 3ª ed., 1961, p. 998.
))

y recibido con frialdad por el público. Están Juárez y Maximiliano, la ópera de Franz Werfel –traducida por Enrique Jiménez Domínguez y publicada con un epílogo de Puig Casauranc–, las aproximaciones vacilantes de Julio Jiménez Rueda en Miramar. El rival de su mujer y Miguel N. Lira en Carlota en México –que para Usigli es “casi una conversación entre sirvientes”–, el Segundo Imperio de Agustín Lazo y, desde luego, la imprescindible Corona de sombra, la ambiciosa “pieza antihistórica en tres actos y once escenas” de 1943, y Prólogo después de la obra, ambas de Usigli. Años más tarde, Fernando del Paso recreó con gran destreza literaria la escena en Noticias del Imperio (1987), en el capítulo “Ceremonial para el fusilamiento de un emperador”.

((“Ceremonial para el fusilamiento de un emperador” en Noticias del Imperio de Fernando del Paso, prólogo de Hugo Gutiérrez Vega y Élmer Mendoza, Ciudad de México, FCE, 2016, pp. 684-695.
))

Antes, en 1969, Rafael F. Muñoz escribió “‘algo’ sobre Maximiliano para el cine”, un libreto titulado Traición en Querétaro, donde, además de recrear y poner en escena a los personajes, expone su opinión juiciosa sobre los hechos: “Maximiliano estaba perdido: le faltó México.” Estaba solo, no lo apoyaron ni los conservadores ni los franceses y su nobleza y dignidad solo tenían una salida:

A Maximiliano le repugnaba la sola idea de la huida. Romper el sitio sin rumbo fijo equivale a huir. Huir no era lo que debía hacer un príncipe de Austria. ¿Huir?, ¿a qué?, ¿a dónde? A una serranía estéril e inhóspita. Iría, cuando menos, a la angustia, quizás a la muerte. ¿Qué era mejor, entonces? Buscar y, de ser posible, encontrar la manera de que aquella pesadilla que para él fue siempre un imperio en peligro se acabara en la mejor, la más digna forma posible.

[…] Maximiliano no quiso huir. No huiría del enemigo que lo había tenido a tiro de cañón durante varias semanas. No huiría de la ciudad que, a pesar de las privaciones y miserias que había sufrido, podría ser considerada imperialista. Si hubiera querido huir de los que le habían vuelto la espalda, como Leonardo Márquez y los falsos aristócratas que llenaron sus bolsillos de oro y que, a la hora de la determinación, no dieron un centavo para ayudar al imperio…

Cayó cediéndole el lugar de honor a su aliado y colaborador Miguel Miramón, no sin antes decir: “Mexicanos, voy a morir por una causa justa. ¡Quiera Dios que mi sangre haga la felicidad de mi nueva patria. ¡Viva México!”

((Hay varias versiones de las últimas palabras de Maximiliano, véase la biografía de Egon Caesar Conte Corti, Maximiliano y Carlota, traducción de Vicente Caridad, Ciudad de México, FCE, 2003, pp. 591-592.
))

Dispuso que le dispararan al pecho para que sus restos fueran embalsamados y llevados a la Cripta Imperial en Viena en la Iglesia de los Capuchinos, donde lo volvería a ver su hermano Francisco José y más tarde lo visitaría Rubén Darío, que en una crónica escribió: “aquí reposa, en la paz de la muerte, el que estaba destinado a seguir la corona de los emperadores de Austria y de los reyes de Hungría”. 

((Rubén Darío, Tierras solares, edición, introducción y notas de Noel Rivas Bravo, Managua, Asamblea Nacional, 2015, pp. 192-193.
))

Entre el 16 de mayo y el 19 de junio, Maximiliano pasó un mes bajo la sombra de la muerte y las zozobras del proceso. Tuvo tiempo para tomar medidas para que su cadáver fuera embalsamado y llevado a Europa, para pedir que se eligiesen buenos tiradores que no le diesen en la cara, porque –como escribió Conte Corti– “no está bien que un emperador se revuelque en el suelo en las convulsiones de la muerte”. Puede pensarse que murió dos veces, pues la sentencia fue aplazada del 16 al 19 de junio. El barón de Magnus le pidió a Juárez en un telegrama “que no se le hiciese morir una segunda vez”. Desde San Luis, Juárez no cedió.

Lord Acton describe en Surgimiento y caída del Imperio mexicano lo que siguió después:

A las seis de la mañana del jueves 19 de junio fue conducido hacia la fatalidad que no había merecido. Su último acto antes de ir hacia el lugar de la ejecución fue a escribir la siguiente carta a su implacable conquistador: “Renuncio a mi vida voluntariamente, si el sacrificio puede suscitar el bienestar de mi nuevo país. Pero nada saludable puede crecer de un suelo saturado de sangre, y por eso lo conmino a que la mía sea la última derramada. La fortaleza con que usted ha sostenido la causa que triunfa ahora ganó mi admiración en días más felices, y ruego porque no mengüe en la obra pacífica de conciliación que está por llegar.” Cuando llegaron al lugar indicado, dio dinero a los soldados bajo cuyas manos iba a caer, pidiéndoles que apuntaran al corazón pues deseaba que su madre pudiese ver su rostro de nuevo. El oficial que iba a dar la orden de “fuego” le aseguró que detestaba ese deber, y le rogó que no muriera con una sombra de resentimiento hacia él. Maximiliano se lo agradeció y dijo que debía obedecer las órdenes. Mejía estaba en la mayor aflicción y abatimiento. Su esposa acababa de darle un hijo, y cuando dejaba la prisión la vio correr a través de las calles gritando enloquecida con el niño en brazos. El emperador se despidió de él afectuosamente diciendo: “General, lo que no es compensado en la tierra lo será en el cielo.” Estaba de pie entre los dos mexicanos; pero ya sea por humildad o magnanimidad o bien obedeciendo una memoria sagrada y solemne que se presentó a su mente en el último y horrible momento, se volvió hacia Miramón y le dijo que en estima de su valentía le iba a ceder el sitio de honor. Sus últimas palabras fueron: “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Que Dios salve a México!” Luego cruzó sus manos sobre su pecho y cayó atravesado por nueve balas […] La memoria del extranjero de cabellos suaves que consagró su vida al bien de México, y que murió por una culpa que no era la suya, vivirá entre la gente por la cual luchó en vano, en el dolor antes que en la ira. Ya desde ahora podemos pronunciar el veredicto de la historia sobre su triste carrera. Su peor crimen fue aceptar el regalo traicionero del imperio, pero su desgracia fue mayor que su falta. Pienso que era con mucho el más noble de su raza, y que cumplió la promesa encerrada en sus palabras: “La fama de mis antepasados no degenerará en mí.”

((Lord Acton, Surgimiento y caída del Imperio mexicano, traducción de Adolfo Castañón, Reino Unido-México, Mexican Cultural Centre, 2015, p. 32.
))

Con el fusilamiento de Maximiliano, México hace su entrada a la política internacional. Gracias a él y a la intervención francesa, visitaron México numerosos viajeros, geógrafos, empresarios y, desde luego, militares, como ha documentado exhaustivamente Jean Meyer en Yo, el francés (2002). Los liberales, encabezados por Benito Juárez y Porfirio Díaz, continuaron con nuevos bríos los proyectos del Imperio en el ámbito social y cultural. Una herencia paradójica de Maximiliano fue la de haber reconocido la existencia de las lenguas y culturas indígenas. El ascendiente educativo y político, civil y arquitectónico de la cultura francesa dejó una profunda huella en la cultura mexicana en los años de Porfirio Díaz.

El 24 de mayo de ese 1867, Benito Juárez le escribió al Maximiliano prisionero: “¿Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bienes ajenos, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud? Pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la Historia. Ella nos juzgará.” Las últimas palabras de Maximiliano al caer fusilado –“Hombre, hombre…”– dialogan en el tiempo con aquellas.

El poeta italiano Giosuè Carducci evocó, no sin ambigüedad, el episodio en unos intensos versos en su “Miramar”:

No a tu infame prosapia purulenta,

o ardiendo en su furor real, quería;

sino a ti, y hoy te tomo, renacida

flor de Habsburgo;

y a la gran alma del señor Cuauhtémoc,

que aún reina bajo el pabellón del sol,

te doy en hostia, ¡oh puro, oh fuerte, oh bello

Maximiliano!

((G. Carducci, Odi barbare. Rime e ritmi, Bolonia, Zanichelli, 1921, fechado el 17 de agosto de 1878. Citado por José Luis Bernal en “‘Miramar’ o cómo percibió Carducci la muerte de Maximiliano”, Anuario de Letras Modernas 1995-1996, vol. 7, 23, 1997, pp. 71-86.
))

Aunque solo duraron unos años, los episodios de la intervención francesa y el Imperio produjeron una copiosa y a veces prolija literatura. ¿No es significativo que Victoriano Salado Álvarez haya dedicado un tomo de más de setecientas páginas a este episodio, y que la segunda parte de esta saga se resuelva en una novela que participa del vodevil y la liturgia? Para la mayoría liberal, el archiduque encarnó, con distintos matices, a la ingenuidad: “La pobre víctima –víctima propiciatoria, ejemplo que acabó con muchas tentaciones– despierta hoy la compasión de todos, no su perdón”, dice Alfonso Reyes;

((“XXVI. Intervención napoleónica en México y sus antecedentes”, Obras completas, t. v, Ciudad de México, FCE, 1995, p. 281.
))

para otros, apareció como un mártir. La inverosímil aventura imperial y su culminación en el fusilamiento suscitaron el estupor de todos: “en esos momentos se escuchan tres descargas y un clamor que no se sabe si baja desde lo alto del cerro hacia el valle en que la ciudad se asienta, o si sube de la ciudad hacia la colina”.

((Victoriano Salado Álvarez, “Querétaro. Novela en cinco jornadas”, Episodios nacionales mexicanos, segunda parte, t. VII (1ª ed. J. Ballescá y Cía. 1902), México, FCE/Instituto Cultural Cabañas/INBA, 1984, p. 707.
))

Al lector de la historia solamente le toca tratar de transmitir limpiamente los eslabones de su memoria.

Como ha sucedido con otros héroes –el Cid o Emiliano Zapata–, la leyenda de la falsa muerte envolvió la del archiduque. En San Salvador un historiador local, Rolando Deneke, quiso documentar que Maximiliano –con un nuevo nombre, Justo Armas– había huido y que había alcanzado los cien años en ese país. De esta leyenda ha hecho eco la escritora Anamari Gomís en La vida por un imperio.

((Ciudad de México, Ediciones B, 2016.
))

“‘La estrella que alumbra el Imperio’: Carlota en la Península de Yucatán (1865)”, título del discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia de Mario Humberto Ruz, propone otra estribación de la historia en torno a la feliz y efímera visita de la emperatriz a Yucatán. Antonio Mediz Bolio, escritor yucateco amigo de Alfonso Reyes y partidario de Bernardo, citado por Jean Meyer en su respuesta al discurso de Mario Humberto, escribe hasta qué punto conmovió a la sociedad yucateca en Mérida la visita de Carlota a la península. La despedida que apareció en el periódico oficial decía: “La augus- ta señora deja a la población sumida en tal dolor que solo puede compararse al júbilo que causó la llegada.” Mediz Bolio refiere que los combates sostenidos en el sitio de Mérida fueron “uno de los relatos que más impresionaron mi infancia. Se había peleado calle por calle, casa por casa […] Llovían granadas sobre la ciudad y caían a veces en los corredores de las casas. Generalmente no estallaban. Recuerdo cómo yo de niño jugué al boliche con mis primos con alguna de estas pelotas de hierro que andaban todavía inofensivas y oxidadas”.

((Antonio Mediz Bolio, “Imperialismo de ultratumba”, en A la sombra de mi ceiba. Relatos fáciles, Ciudad de México, Ediciones Botas, 1956, pp. 25-26.
))

¿Qué tal que Carlota de Bélgica hubiese decidido quedarse en México y pelear su trono desde Yucatán? Enloquecer, sí, pero como guerrillera y viuda de un mártir o quedarse, a ser fusilada y humillada con su atrida. ~

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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