Richard Ford
Lamento lo ocurrido
Traducción de Damià Alou
Barcelona, Anagrama, 2019, 269 pp.
La última colección de cuentos de Richard Ford, Lamento lo ocurrido, aparece traducida al español medio año antes de que vea la luz en Estados Unidos. Ford estuvo en Barcelona para participar en los fastos del cincuenta aniversario de Anagrama y admitió que Jorge Herralde le apremió a acabar el libro y tuvo que darse prisa en terminar los últimos dos relatos que le faltaban. Con este son ya cuatro sus libros de relatos, tras Rock Springs, De mujeres con hombres y Pecados sin cuento. Hay que pensar también en Ford como un enorme cuentista, a la altura del que fuera su gran amigo, Raymond Carver.
Los fieles de Ford, que le hayan seguido a través de la trilogía de Frank Bascombe y de títulos como Canadá o Acción de Gracias, notarán rápidamente esa sensación de estar en casa. Parecidas geografías y ese hábito fordiano de dotar a todos sus personajes de una ficha completa, por breve y aparentemente inconsecuente que vaya a ser su aparición en el cuento. Un hombre o una mujer de Ford siempre viene con un nombre, a veces apellido, una genealogía completa, un lugar de nacimiento, una religión –o judíos o católicos, por lo general– y una profesión. Por ejemplo: Jimmy Green, divorciado, rico de familia, judío, de Cadmus, Luisiana, residente en París debido a una serie de complicaciones que tuvieron que ver con la hija de un amigo protagoniza el melancólico cuento que se llama como él. O Mick Jernigan, editor irlandés, hijo de poeta, católico por supuesto, que muere en su casa de Rhode Island y desencadena los acontecimientos del segundo cuento, “Feliz”. También está Eileen, residente en Ballycastle, Irlanda, maestra en una escuela integrada, divorciada y metida en una metódica y poco ardiente relación adúltera con su antiguo compañero de universidad.
“Mi padre tenía muchos amigos, pero no los llamaba por su nombre sino por su oficio y eso era algo que los hacía más vivos, más reales. Por eso necesito saber cómo se ganan la vida mis personajes”, le contó Ford a la periodista Anna Guitart en un encuentro público que tuvo lugar en su reciente paso por Barcelona. Los padres del escritor –por decirlo a lo Ford: Parker y Edna, ambos de Arkansas, él de origen irlandés protestante y comercial itinerante, ella protestante también, aunque se educó en un convento, feliz de acompañar a su marido y hacer vida en la carretera– protagonizaron el libro más desembarazadamente elegíaco del autor, Entre ellos, y sobrevuelan el que es quizá el cuento más memorable de los diez que se recogen, “Desplazado”. Ford lo escribió partiendo de un suceso de su adolescencia, cuando acababa de quedarse huérfano de padre, su madre y él quedaron en una situación bastante precaria. En esa época, un compañero de colegio –en el libro, un vecino algo mayor– intentó con él un confuso acercamiento sexual.
Por lo que contó en The New Yorker, donde se publicó inicialmente el cuento, el chico que inspiró el relato no era irlandés, pero el del libro, Niall McDermott, sí. Recién llegado de Strathfoyle, en el condado de Derry. De esta manera, Ford puede incluir el relato dentro de este libro, que coincide con su ciclo de cuentos sobre irlandeses en América o americanos en Irlanda. Él mismo lo es, a tiempo parcial, ya que pasa todos los veranos en su casa de la costa de Connemara, cazando becadas, y da clases en la universidad de Trinity, en Dublín, además de en Columbia. No es que haya ido allá a reencontrarse con sus ancestros ni nada parecido, simplemente, dice, no se siente fuera de lugar en el oeste de la isla.
A pesar de su estrecha relación con Europa, no oculta que una de sus ambiciones como escritor nacido en Misisipi es trastocar el canon sureño, escribir desde el Sur y no hacerlo como Faulkner (aunque este le conmocionó de adolescente) ni como Flannery O’Connor. En sus años de plenitud, ha reconocido en alguna ocasión, estableció un romance con el Medio Oeste como tema literario para huir de la etiqueta de “escritor sureño”, puesto que sentía que todo lo que pudiera decir él sobre la región ya lo habían dicho antes Faulkner, Eudora Welty o Carson McCullers.
La idea de la pérdida, que no es nada nueva en la obra de Ford –a Frank Bascombe lo conocimos cuando acababa de morírsele un hijo–, está presente en todos los cuentos, con distinta intensidad. Sus personajes han entrado en la etapa vital en la que cuentan sus años por el tiempo que hace que alguien importante se les fue. Así empieza el último relato, el más largo: “El segundo verano después de la muerte de Mae…”
Por cierto, que la propia Mae, como todas las mujeres en los cuentos de Ford, envejece fatal. O así lo creen los hombres que las observan, aunque les saquen bastantes años. Polly (hija de Mae) fue una chica alegre y bonita, dice su propio padre, pero “comenzó a madurar mal. Engordó. Empezó a tener opiniones sombrías y cáusticas”. Nelli, la parisina a la que conoce en París aquel Jimmy Green del que hablábamos, tiene solo cuarenta años, pero él está continuamente debatiéndose entre la apariencia que dan sus vestidos floreados y sus juveniles bailarinas y la realidad de su cara “blanda, nada que ver con la piel tensa y elástica de una chica”. A ojos de un hombre fordiano, uno de esos tipos heterosexuales con sangre en las venas que leen las secciones deportivas de los diarios, una de las mejores cosas que puede hacer una mujer es tener la decencia de conservarse bien, como Barbara, en el primer relato, “Nada que declarar”, que se reencuentra en Nueva Orleans después de tres décadas con el novio universitario al que dejó tirado en Islandia y lleva “un vestido de lino marrón entallado que resalta su bronceado y su cuerpo esbelto”.
Ford tuvo una estrecha relación personal y literaria con Carver. Durante los últimos once años de la vida de este, Ford fue su amigo sobrio y estable, alguien que le permitía alejarse de los bares y con el que iba a pescar y a cazar. Fueron los años de plenitud y fama de Carver y en algún momento hubo editores que trataron de venderlos en pack como practicantes de “realismo sucio”. Ahora, en cambio, sus nombres no suelen aparecer asociados. Tiene más sentido, porque, aunque se querían, se parecen poco. Y sus cuentos pertenecen a especies distintas, los de Carver (en gran parte, como es sabido, gracias a la labor de su editor Gordon Lish) son tersos y los de Ford expansivos y poco preocupados por responder a una sola pregunta y menos aún en el giro sorprendente. Meditabundos, los de esta última hornada ofrecen el retrato de un escritor que, a sus 75 y con casi todo hecho, empieza a cerrar algunos capítulos. ~
Es periodista