Más o menos esquiva, la madurez política puede ser –comenta Alan Wolfe en su reciente libro The politics of petulance– un don infuso, pero la mayor parte de las veces no es más que la lucidez aprendida del error. Cuando Wolfe alaba la “lección de moderación” de los pensadores políticos estadounidenses del medio siglo –de Bell a Niebuhr y de Moynihan a Schlesinger– no olvida constatar que esta edad de plata es una generación surgida al cabo de una gran depresión y una guerra mundial. Solo la metabolización de ese bagaje, en efecto, afirmaría una lucidez política capaz de desarmar moralmente las grandes estafas ideológicas de la época: fuera de Estados Unidos, la rivalidad propia de la Guerra Fría; dentro de Estados Unidos, la derivada manicomial del anticomunismo encarnada por un populista, el senador McCarthy, de aleación perfecta. En su esfuerzo por explicar la victoria de Trump, rastrear sus causas y proponerle paliativos políticos, Wolfe busca en The politics of petulance desenterrar la actitud de esos “liberales maduros” que supieron oponer un freno intelectual a la tentación populista de su época para trasladarla con efectos ejemplarizantes a la nuestra. Si aquella generación quiso “crear conocimiento político tras décadas de devastación antiliberal […] para salvaguardar los mejores rasgos del patrimonio occidental”, tuvo que optar por una vía media no entre izquierda y derecha, sino –argumenta Wolfe– entre cinismo y naïveté. Es el “centro vital” de Schlesinger o la responsabilidad implícita en el realismo melancólico de un Niebuhr. Ante todo, es el legado que, a decir de Wolfe, dejó esta gran generación estadounidense: la idea de una madurez política “disciplinada por la adversidad, templada por el tiempo y modulada por un sentido cada vez mayor de la realidad”.
No es previsible que ningún votante de Trump se acerque a este libro de título mejorable por incompleto: de hacerlo, no cabe duda de que el volumen, mezcla por momentos de jeremiada progre con un ribeteado de clasismo y condescendencia, le reafirmaría en su voto. El problema, sin embargo, es que hay motivos para la jeremiada. No en vano, si la cartografía del populismo estadounidense trazada por Wolfe no deja de inspirar de cara al análisis de otros populismos de otras partes y a la comprensión del fenómeno en general, aún resulta más alarmante colegir en su narración lo que va de ayer –McCarthy– a hoy –Trump–: “la retirada del liberalismo occidental”, en palabras de Edward Luce. O, más prosaicamente, el gran peligro que para la democracia supone votar por demagogos a sabiendas de que son demagogos. Sí: parece mentira estar hablando de esto a treinta años –una generación– de 1989.
Hay algo de bálsamo para la aflicción política en la relectura que hace Wolfe de los sabios del pasado, siquiera sea porque el respeto, la influencia y la propia existencia de intelectuales públicos figuran entre las cosas que, según argumenta, se han perdido, sustituidos por ese perfil de “líder de pensamiento” al que puede optar un instagrammer. Es virtud de Wolfe ahondar clínicamente en la “infelicidad democrática” que nos aflige de modo quizá sorprendente en un momento en que –de la ciencia a la cultura– pareceríamos guardar motivos para el optimismo. A corto plazo, desde luego y para Wolfe, no los hay. No los hay toda vez que el liberalismo es mejor para afirmar políticas concretas que para llenar vacíos morales o ansias de sentido. No los hay toda vez que el populismo se convierte en tentación común para las izquierdas como para las derechas. Y tampoco los hay cuando se dan tan pocas invitaciones a la responsabilidad: el populismo actual, más allá de simplificar una realidad compleja, busca crear una realidad alternativa. Y así es sin duda más difícil que –como decía famosamente Arendt– la realidad se vengue…
No termina aquí el variado catálogo de nuestra pena, y es virtud de Wolfe el señalar qué le aportan al populismo de siempre los odres nuevos de nuestra vida pública y nuestra vida en la red. Por una parte, la reducción del programa político a las “políticas de una sola idea” (single-issue politics): la inmigración, la independencia, etc. El contar con aceleradores institucionales del populismo: las guerras culturales en el seno de la Justicia, por ejemplo, o una atomización de la representación por la que los partidos se cierran al diálogo para fortalecerse en sus esencias. El espectáculo paradójico de que más democracia –primarias, debates, redes…– redunde en un peor tipo de democracia. El nacionalismo, de placebo para el malestar social a combustible para el populismo. El declive intelectual de los líderes políticos y –también– de unas élites que han sucumbido a la cultura de masas: “cuando las élites se evaporan, lo que se consigue es un gobierno de Twitter”, sentencia Wolfe, memorable. Curiosamente, en la lucha contra el populismo, la crítica política progresista y la crítica cultural conservadora pueden coincidir, igual que el populismo milita constitutivamente en contra del liberalismo sea de izquierdas o de derechas. Quizá por eso recomienda Wolfe fijarse más en el populismo en sí y menos en el color ideológico que lo tiñe.
La solución al populismo no fue fácil en los cincuenta ni lo es hoy: si se le desdeña, crece; si se le normaliza, la democracia liberal se atrofia en su funcionamiento. En el último capítulo de su volumen, Wolfe propone una serie de remedios: “evita el menor contacto con teorías conspirativas”, “trata cada voto como si el futuro de la democracia dependiera de él”, etc. El actual brote populista a ambos lados del Atlántico ocurre en un momento en que –del calentamiento global a la pervivencia del orden mundial heredado– se debe decidir sobre asuntos de la mayor gravedad. Ojalá que, para llegar a las “políticas de la responsabilidad” de los “liberales maduros” de Wolfe, no haya que pasar por lo que ellos pasaron. Esto implica, como hicieron ellos y frente al desprecio que hoy es común, esa otra responsabilidad de tomarse en serio la política, habida cuenta de que la política, para bien o para mal, siempre nos tomará en serio a nosotros. ~
es periodista y escritor. Ha publicado Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, y dirige Nueva Revista digital y la opinión de The Objective.