El verdadero rostro de la farándula

Los artistas son como el abrigo de piel de una señora venida a menos: impresionan desde lejos, pero en las distancias cortas se ven los descosidos y los años.
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Una caja dentro de una caja en un altillo dentro de un armario cerrado con llave. ¿Qué guarda? ¿Qué es tan preciado? Guarda un animal de papel maché, un cuervo vestido de chaqué. Para explicar por qué este cuervo es tan preciado hay que recurrir a palabras que nacieron lejos de nosotros. Yuyu es una de ellas. Al oeste de África los objetos son habitados por maldiciones y espíritus. Pero el yuyu no se limita a África. Para el dueño del animal amortajado no es yuyu, sino tabú. Lo que no se toca y no se menciona. Fuera de ese armario y de esas cajas el cuervo vive, habla, baila y canta. Todo el mundo sabe quién es ese cuervo, pero ya nunca sale de su caja. Quizás la idea de dejarle hablar atormenta a su dueño. ¿Cuánta vida se puede alojar en un objeto antes de que esta sea independiente? La vida, bien pensado, es una chispa que sacude a los objetos y retrasa su putrefacción, y siempre ha de ir de un ser a otro. La posesión no es diferente. Nosotros quizás ni siquiera estemos vivos. Puede que seamos lo que alguien, quien sea, está imaginando. Hojas al viento.

No mucha gente recuerda Lili, un musical de la Metro-Goldwyn-Mayer protagonizado por Leslie Caron y Mel Ferrer sobre el mundo del circo. En realidad, sobre la desilusión, aun con su forzadísimo final feliz. Lili es una chica (niña en realidad) huérfana con una maleta de cartón que empieza a trabajar en un circo de la forma más inverosímil. Allí se encuentra entre el afecto zalamero de un mago caradura y las nulas habilidades sociales de un titiritero que solo sabe ser amable a través de sus marionetas. Lili se ve pues adoptada por un mundo en el que nadie sabe querer, ni siquiera ella. Baila y canta al otro lado de las familias felices que van a verles. Lili es una hoja al viento, todo lo contrario que el personaje al que interpreta Zsa Zsa Gabor –una ayudante de ilusionista cuya perfidia recuerda mucho a la Cleopatra de La parada de los monstruos–, quien, por supuesto, la detesta. Lili tiene argumento y estructura de melodrama de cine mudo, tiene puesta en escena y color de musical de la mgm, y tiene un corazón amargo, quizás oscuro, como otras de aquellas películas infantiles que dejaban un regusto extraño en el espectador, como los brebajes que le daban a Rosemary en La semilla del diablo. Hablo de Regreso a OzLa montaña embrujada o El secreto de Joey, por citar algunos. Las películas en las que “algo” no marcha normalmente. Lili era así. Algo turbio había en la relación entre Mel Ferrer y Leslie Caron. La relación solo era entrañable cuando estaban las marionetas de por medio. En el momento álgido de la película Lili acudía a sus amigos de fantasía y todos se convertían en el titiritero. Uno detrás de otro. A ella no le quedaba más remedio que entender que todo el afecto que sentía por ellos era en realidad afecto por aquel hombre que emocionalmente no andaba lejos de Zampanò. En definitiva, Lili vivía entre dos mentiras, una malintencionada y otra esgrimida desde una patética incapacidad para expresarse.

Lili es una película sobre la soledad, y sobre las máscaras. En la vida real elegir al muñeco roto nunca acaba bien, pero la ficción permite que las cosas sean como deberían ser. Pero ¿por qué estamos hablando de esto? ¿Por la caja con el cuervo de papel maché? En un principio sí. Pero no solo por eso. Es por nosotros mismos, los que pensamos en la caja. Hay dos cuentos, dos, sobre lo que guarda el continente. Uno nunca lo he logrado entender. Es sobre un niño que cada día acude a una tienda a contar el dinero que hay en una jarra, esperando acertar la cantidad y comprarle una dentadura a su hermana para que sea actriz de cine. El segundo también es sobre un recipiente, pero el mensaje está muy claro, por eso el primero es literatura (Capote) y el segundo es televisión (Alfred Hitchcock). En el segundo el mensaje es que la única magia está en nuestra mirada. Y los límites entre la magia y el engaño son igual de finos en esa historia (The jar) que en la realidad.

La caja de la que hablo bien pudiera contener algo más que ese cuervo de papel maché. Dinero, contraseñas, una llave. Sea lo que sea está fuera de nuestro alcance. Si explico que su dueño se hizo inmensamente rico estafando, robando, y que su fortuna es tan grande como su maldad ya habré dibujado un poco más al personaje. Este hombre empezó como tantos en una familia de artistas. En un principio no hubiera sido diferente de Pinito del Oro, Georges Méliès, Charlie Chaplin, pero su falta de talento y su desmedida ambición le llevaron por otro camino. Su padre era titiritero y su madre era la hermana del ventrílocuo más famoso del mundo. Los artistas son como el abrigo de piel de una señora venida a menos: puede impresionarte de lejos, pero en las distancias cortas ves los descosidos, el roce, los años. Es todo mentira, siempre. Por eso los artistas solo gustan como fantasía. Nadie quiere de cerca esa suma de inestabilidad, pobreza y olor a cerrado. La mayor ilusión que puede crear un artista es la del dinero: en cuanto se cubren con él empiezan a brotar a su alrededor piscinas, yates, modelos, copas, platos de fruta cortada, cocaína (que no falte), batas de estar por casa de Versace, griferías doradas y todos esos elementos desquiciados que hacen que uno muera pobre. La ilusión más rentable que se puede crear es la del dinero. A este hombre del que hablamos no le bastaba con todo el dinero que podía amasar; siempre quería más y de este instante en el que escribo a cuando salga publicado seguramente ya estará fugado, en Abu Dabi quizás. La infancia de este hombre pudo parecerse a Lili, pero su vejez estará más cerca de El hombre que pudo reinar. Este señor ¿alguna vez logró engañarse a sí mismo? ¿Alguna vez se vio querido, respetado, envidiado, o solo escuchaba lo que le decía el cuervo? Quizás por eso lo tiene en una caja.

Los muñecos siempre dicen la verdad. Los de los ventrílocuos y los de los niños. Es un absurdo que los adultos nos privemos de tener un muñeco que diga las cosas que nos callamos. El mundo sería mejor. Las discusiones del parlamento serían más productivas. Las peleas serían siempre con garrotes de goma. Esta idea (que debería ser adoptada por todo el mundo) está en el punto de partida de la película El castor, dirigida por Jodie Foster: un ejecutivo en crisis encuentra en la marioneta de un castor la única manera de enfrentarse a sus emociones, al trabajo y a su familia. Un argumento cercano al cine infantil que por supuesto acaba sirviendo a una película dramática protagonizada por Mel Gibson y la propia Jodie Foster; las antípodas del cine infantil. Por extraño que parezca, este guion estuvo en el top de The Blacklist, la lista de los guiones pendientes más solicitados por la industria. No fue exactamente un éxito de taquilla. Tampoco un fracaso. El castor estaba, quizás, muy por encima del público. ¿Quién va a ir a ver una película de Mel Gibson con una marioneta de castor en la mano, una película que no es siquiera comedia? El momento clave del filme –para lo que nos atañe– es cuando Walter Black (el protagonista) acude a la radio para hacer el personaje del castor y los técnicos sugieren que no lleve a la marioneta. ¿Para qué la necesita si es él el que hace la voz? Walter no lo entiende así. En ese momento ya nos queda completamente claro que Walter no ve al castor como una marioneta. El castor es un ser viviente como él. Esto pasó en la vida real. El ventrílocuo Edgar Bergen alcanzó la popularidad con Charlie McCarthy, un muñeco irlandés de lengua suelta que pensaron que daría bien en radio, aunque un ventrílocuo en la radio no sea espectacular. Bergen quiso, por supuesto, ir con Charlie. No tenía sentido que Charlie no estuviera. Ese es el paso que separa dos formas de ver el mundo. Si el muñeco no habla no tiene sentido que vaya a la radio.

Tanto la vida (real) de Bergen como el devenir de Walter Black tuvieron las mismas consecuencias: la separación de sus familias. No se puede atender a una estrella de madera al mismo tiempo que a la familia humana. Este es un territorio proclive al terror. Como decía al principio, las almas que habitan los cuerpos producen desasosiegos. La idea de que algo maligno habite un recipiente inocente es perturbadora per se, pero más lo es la idea de que ese recipiente pueda cambiar de opinión, juzgar y mantener una pugna por un solo ser, aunque los clímax de las historias sobre esto suelen ser, digamos, repetitivas. La de El castor se sale de todo lo previsible.

No se puede olvidar el momento en el que el cuervo de papel maché habló con Bertín Osborne. Allí, trajeado, junto a dos hombres de negocios. Puedo imaginar a su dueño observándole fijamente cuando no hay cámaras ni chistes, sosteniéndole la mirada y, como en los versos de Poe, enloqueciendo. Pero me gustaría no tener que pensar en el cuervo de Poe diciendo “nunca más” con la voz de José Luis Moreno. Creo que en esta historia no nos lo han contado todo. Hay muchas cosas dentro de esa caja. Ese hombre solo dentro de un palacio, rodeado de dinero, guardaespaldas, figuras de tigres de porcelana, columnas salomónicas, piscinas con planta de templo romano. Y arreglos florales traídos frescos cada semana, juegos de té en plata servidos por una señora con cofia. Suelos en los que hubiera bailado Rodolfo Valentino si Moreno en vez de nacer hombre hubiera nacido mujer y hubiera sido, de facto, Norma Desmond. Ingentes sumas de dinero robado dispuestas a ser gastadas en horteradas y caprichos para chulos y tonadilleras. Y sobre todo, con ese broche que solo los millonarios saben poner: pretender que los demás creamos que son refinados cuando todo lo que les rodea es excesivo, burdo y vulgar. Cuando se hizo Lili la atención se centraba en el efecto y en la maravilla. Cuando Rockefeller salió de la caja para saludar a Bertín Osborne, los artistas tenían que ser, además, empresarios. El artista que no es empresario es simplemente otro muerto de hambre. Les podemos contar sobre esto también los escritores: visiten los armarios de nuestros baños, infestados de marcas blancas y productos apurados hasta el extremo.

No sé si hay lugar ya para los artistas de variedades. Parecen atrapados en el plató de Got talent, obligados a emocionar a presentadores egocéntricos e histriónicos para conseguir un poco de presencia televisiva. Lo que sí sé es que para crear una ilusión, una ficción, primero hay que estar en silencio. Es necesario sentir hasta la propia respiración para que las cosas empiecen a hablar por sí mismas y las podamos escuchar. Eso, al fin y al cabo, es la lectura también: escuchar. Es cuando los rostros consiguen hablar. El rumor de que Moreno utiliza al cuervo para despedir gente es tan delirante que muy probablemente sea verdad. Ese y todos los demás rumores que corren sobre él. Yo creo que el problema es que él, pese a ser empresario, pese a ser un futuro convicto, él sigue mirando a los ojos de sus muñecos. Él les sigue escuchando hablar. Sé que todo esto es animismo. Que los objetos no deberían ser reverenciados y que en algunos casos rozamos la idolatría, pero sigo pensando que si Rockefeller estaba en una caja dentro de una caja encima de un altillo dentro de un armario cerrado con llave, era por algo. Y José Luis Moreno no está loco, porque todos hemos puesto una foto boca abajo antes de follar. ~

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es escritora y guionista. Este mes se publica su novela Las palmeras (Algaida)


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