Elogio de una mujer y de un oficio

Las cartas de los filólogos María Rosa Lida y Yakov Malkiel cuentan una historia de amor. También componen un libro lleno de humanismo, humor y pasión por la palabra.
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Como cualquier lector de esta revista, yo también someto a expurgos irracionales mi biblioteca, aunque me arrepienta de inmediato. Esta vez el pecado ha sido superior porque me deshice de cuatrocientos libros de crítica, lingüística, teoría literaria, pero también de unas fotocopias apergaminadas, cortadas con tijeras, sujetadas con un clip grande y oxidadísimo. Son las que usé hace treinta años para leer Two Spanish masterpieces. The book of good love and The Celestina: yo no sabía entonces que ese libro de 1961 era casi agónico porque su autora, María Rosa Lida de Malkiel, publicaba esas conferencias dictadas en Illinois después de una gravísima operación y con un cáncer en marcha que ya no remitiría. Hoy agonizo yo en un mar de culpa, sobre todo tras haber leído una extravagancia tan conmovedora como la que ha publicado Acantilado a instancias, en buena medida, de Francisco Rico y su dulce persuasión sobre Jaume Vallcorba, hace ya años.

Amor y filología. Correspondencias (1943-1948) reúne de la mano de Miranda Lida las cartas que, sin conocerse personalmente, se cruzaron durante el año 1947 María Rosa Lida y Yakov Malkiel para acabar siendo marido y mujer dos meses después de su primer encuentro personal a finales de ese año. Aparte de que con el WhatsApp les hubiesen sobrado seis meses, hay en ese libro demasiadas cosas de la intimidad cultural y sentimental de ambos como para ser un solo libro. Dentro lleva en realidad muchos, como insinúa el subtítulo: no correspondencia sino correspondencias. Contiene un nudo de capítulos apretados de historia intelectual a través de un epistolario amoroso entre filólogos que no son filólogos sino humanistas dedicados a la filología. Son, por tanto y a la vez, maestros de la historia cultural y la historia literaria, la interpretación y la ecdótica, la crítica de fuentes y la literatura comparada. Esa es una ambición neurótica y titánica por definición, como a ese horizonte imposible aspiraban algunos otros grandes humanistas con memorias tan prodigiosas como las de algunos de sus herederos actuales, mientras los demás miramos desde la barrera literalmente pasmados.

A esta mujer se le debieron, desde fuera de la universidad, incluida la norteamericana, algunos de los estudios más fértiles sobre la tradición clásica en la cultura moderna occidental y, en particular, la española. Pero sus estudios sobre la presencia de Horacio en Occidente, o sobre la idea de la fama en la Edad Media castellana, o sobre la tradición grecolatina en la poesía española o, desde luego, su vocacional y cabezona entrega a escudriñar La originalidad artística de La Celestina, que corrigió en pruebas y murió sin ver impreso en 1962, nacen de una jovialidad tenaz, tímida y puritana hecha de prejuicios, fervores y vetos: una cultura mestiza de tantas cosas que no caben ni siquiera en un párrafo extenso.

Quizá algunos de los mejores mimbres de la nueva historia intelectual nacen con la vulneración de la intimidad para descubrir, detrás de un autor y un título, la historia real de una persona y un mundo. No es del todo nueva esta propensión pero sí lo es la pluralidad viscosa y feliz de datos privados que explican trayectorias públicas y trascendentes. Son los epistolarios y las inspecciones privadas las que decisivamente restituyen la integridad de personas y estudios que no son solo referencias bibliográficas o meras fichas digitales: son proyectos de vida y acción, son exilios y matrimonios, son enfermedades y cambios de planes, son gobiernos despóticos y frustraciones morales. Son materia de novela e historia y con esa inspección privada de la vida intelectual se accede sin miedo y sin pudor a la verdad compleja de los procesos culturales, más allá de su dimensión más visible o comercial. Y uso a conciencia esta expresión –procesos culturales– porque anduvo en el subtítulo de un formidable libro de hace cuarenta años, La Edad de Plata, de un hombre curioso por definición y comprometido por vocación. Cuando años después José-Carlos Mainer quiso explicarse a sí mismo como historiador decidió armar un libro con vidas secretas y aprender el modo en que lo habían sido –historiadores y secretos– un puñado de maestros que vivieron La filología en el purgatorio: los estudios literarios en torno a 1950 bajo el franquismo. Y aprendió y enseñó que lo hicieron sin perder del todo la dignidad o protegiéndola con sus estudios microespecializados, sus proyectos elitistas y minoritarios, redimiéndose en su propio mundo sometido.

También Lida de Malkiel necesitó huir de la asfixia del peronismo argentino desde 1947, cuando se frustra la potente trayectoria del Instituto de Filología de Buenos Aires. Se había creado en 1927 gracias a un enviado especialísimo para animarlo, Amado Alonso, y allí creció como prolongación independiente del pletórico Centro de Estudios Históricos de Ramón Menéndez Pidal. Y allí nació también una Revista de Filología Hispánica en 1939, hasta que la historia política de la Argentina moderna acaba con el Instituto y la revista, y obliga a sus mejores cabezas a emigrar a Estados Unidos para continuar su vida. Les está sucediendo lo mismo a numerosas élites centroeuropeas, particularmente judías y alemanas. Tironeados por el empuje de Américo Castro, hacia los Estados Unidos se desplazan grandes filólogos y personas cabales como Pedro Salinas o Tomás Navarro Tomás –otro exiliado que acompañó en la ruta del exilio, a pie y en coche, a Antonio Machado, a Carles Riba, a Corpus Barga en enero de 1939–, mientras otros desde España tientan la suerte, dudan y vacilan, van y vuelven de Estados Unidos, como harán Dámaso Alonso, o Rafael Lapesa, o un José Manuel Blecua que consulta titubeante a su amigo Ramón J. Sender, también profesor universitario en Estados Unidos, la conveniencia de ir y quedarse o de ir y volver, y decide volver y quedarse en el purgatorio por el bien de un puñado de chavales todavía en pantalón corto en los años cuarenta, José-Carlos Mainer, Joaquín Marco, el mismo Francisco Rico.

Lida de Malkiel no regresó ya a Buenos Aires, o lo hizo solo de paso, pero ella misma había sido una (otra) extravagancia. Sin ella la editorial fundada por Gonzalo Losada –de signo republicano– no habría publicado como publicó a clásicos que ella misma hizo casi populares: desde su selección del Libro de buen amor hasta su terreno más querido cerca de la cultura judía y la tradición grecolatina. Traducía a Herodoto, soñaba con traducir a Tucídides, estudiaba a Horacio o el teatro de Sófocles, y pululaba tímidamente en el entorno de Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges para acabar escribiendo en Sur, mientras Alfonso Reyes se rendía a sus saberes clásicos, como si él no estuviese tan al tanto como ella de esa cultura grecolatina. ¿Por qué, sin embargo, no hay rastro de ella en otra revista fabricada a medias entre exiliados españoles e intelectuales americanos como Realidad, fundada en la misma Buenos Aires, con Francisco Ayala y Lorenzo Luzuriaga como directores reales, Francisco Romero como director nominal, Guillermo de Torre como asesor directo y José Ferrater Mora o Ernesto Sabato o Julio Cortázar como colaboradores habituales?

Cerca de sus cuarenta años María Rosa Lida se lanzó a corazón abierto en los brazos de un lingüista también exiliado, judío askenazi como ella, pero ruso, Yakov Malkiel, tímido, rollizo y académico seductor de una mujer irreductible. Tras apenas tres meses de cartearse admirados de sus respectivos saberes, se ven por fin nada menos que un 24 de diciembre en la Universidad de Harvard, en Cambridge, y allí se comprometen en matrimonio. Aunque Francisco Rico conjetura que apenas un beso en la mejilla hizo crujir el firmamento, a mí me parece que el firmamento crujió con razones más rítmicas porque desde entonces las cartas de ella, cuando vuelve a su trabajo de ilustre becaria en Harvard, llevan un tú íntimo y cómplice y son tan arrebatadas y cómicas, tan plagadas de insinuaciones y de humor, tan ricas de matices y alegría filológica y exuberante que solo se explican por la memoria caliente de la filología hecha carne. Rico la ve como una “moderna juglaresa” capaz de conjugar “la pastoral clásica con la bíblica” porque también escribe versos dulces al modo de las cantigas de amigo para Yakov, sobre todo después de casarse, y ahora para cada uno de nosotros. Qué alegría da saber de la felicidad de una mujer que repudia el machismo granítico de un tiempo que veta por ley su docencia en Harvard (e incluso veta su ingreso, a pie, al Faculty Club) mientras es ella misma quien corrige y rectifica en reseñas impresionantes a los maestros de su tiempo, incluidos soberbios profesionales de la talla de Leo Spitzer, de un Dámaso Alonso, al que respeta pero con quien no congenia, o hasta un estiradísimo E. R. Curtius, que apenas se digna mandarle un tarjetón de reconocimiento tras recibir la meticulosa y extraordinaria reseña que dedica ella a una obra capital pero que estima mejorable, Literatura europea y Edad Media latina.

Por supuesto, Lida de Malkiel aprendió a leer alemán porque su maestro en el sentido escolástico de la palabra, Amado Alonso, le ordenó aprender alemán, como traía el yidis de casa, y como casi en casa usaba el griego y el latín con los que bromea con Yakov en chistes crípticos, mezclados con citas bíblicas o de Dante y Shakespeare. El resto de los desahuciados intelectuales que llegamos después leeríamos la obra de Curtius en una traducción de Antonio Alatorre y Margit Frenk Alatorre… en FCE, o Fondo, o Fondo de Cultura Económica. Desde 1948 el director literario de esa editorial paraestatal de México es un argentino, Arnaldo Orfila Reynal, decidido a convertir ese sello en la mayor editorial de ensayo del ámbito hispánico. Entre quienes están con él figura un hermano de María Rosa Lida, Raimundo Lida, que vive allí también su exilio: se habían hecho amigos, Orfila y él, en Buenos Aires porque estaban cerca del mismo partido socialista, leían el mismo periódico bonaerense, La Vanguardia, y para ese periódico había viajado Orfila a España durante la guerra civil como enviado del partido socialista argentino.

La amistad siguió después, tan dispuesto el uno como el otro a difundir la alta cultura en español desde FCE con la temprana traducción de la obra de Curtius o la de otro fantasma intangible y trascendente, Erich Auerbach y su Mimesis. Aparece en algún momento de Amor y filología, tan escrupulosamente anotado por Juan Miguel Valero, mientras conversa apaciblemente con María Rosa Lida de Malkiel. Eso quiere decir que tampoco Auerbach era solo un rótulo sino una persona real, como para muchos dejó de ser eso, un rótulo o un nombre, la familia Lida después de que Miranda Lida publicase en 2014 (y reeditado en México en 2016) su Años dorados de la cultura argentina. Los hermanos María Rosa y Raimundo Lida y el Instituto de Filología antes del peronismo. Es la misma autora de la introducción a Amor y filología y, como ha escrito Carlos Altamirano en la revista Prismas, a propósito de Años dorados, ambos fueron dos exiliados que apenas regresaron a Argentina precisamente porque tras su marcha, y bajo el peronismo, “tanto la universidad como la vida pública no habían cambiado si no para empeorar”.

((1 Los dos rescatan de la mano del Centro para la Edición de los Clásicos Españoles las ediciones originales de ediciones Ariel, de hace cuarenta años, con materiales adicionales preciosos: el de Lida de Malkiel no lleva solo el prólogo de entonces de Yakov Malkiel sino otro con una incursión en la vida privada de Lida y sus métodos de trabajo, además de la hermosa evocación que hizo de ella Marcel Bataillon a su muerte (y un preámbulo casi sentimental de Rico). El segundo ha sido preparado por Daniel Fernández Rodríguez y llega con los testimonios y los recuerdos de quienes lo quisieron, Clara E. Lida y Fernando Lida García, además de un manuscrito de Jorge Guillén en honor al autor, la meditación profesional de Gonzalo Sobejano y el estudio concreto de su obra de Iris Zavala.
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Pero quizá estos datos no están en las notas de este libro de humor, amor, humanismo y filología sino en los materiales que Rico acaba de preparar para la reedición de La tradición clásica en España, de la misma María Rosa Lida, y con ella regresan también a la vida las Prosas de Quevedo de Raimundo Lida.

¿Por qué seguir encargando tesis sobre los colorines de las flores en la poesía de Juan Ramón Jiménez cuando se puede resucitar la experiencia cultural a través de los trabajos y las vidas de los humanistas contemporáneos, incluidos los historiadores o los filólogos? Casi dan ganas de imaginar un libro con Américo Castro de protagonista que conecte sus relaciones con Ortega y Menéndez Pidal (y el Centro de Estudios Históricos), su labor militantemente republicana, su exilio, su experiencia de ser padre de una Carmen casada con un sacerdote metafísico y sin hábitos como Xavier Zubiri, y hasta sus correspondencias tardías con Juan Goytisolo o con Camilo José Cela. Puro siglo XX y apasionante historia intelectual por escribir. ~

 

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(Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona. En 2011 publicó El intelectual melancólico. Un panfleto (Anagrama).


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