La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas.
Paul Valéry
Se dirá que la sombría reflexión de Valéry corresponde puntualmente al pueblo mexicano en su relación con España. Lo cierto es que no es así, y no lo ha sido desde hace casi dos siglos. La querella entre la nación mexicana y la Corona española se dirimió en la Guerra de Independencia, después de la cual el destino de los mexicanos quedó en manos de los mexicanos. Desde entonces, toda apelación victimista al legado de España ha sido, más que un sentimiento popular o una pasión arraigada, un pobre recurso de las élites políticas para justificar su dominio, exhibir su ignorancia, enmascarar sus fracasos y ocultar sus errores.
Después de la Independencia, en 1829 España y México incurrieron, cada cual, en un solo acto mayor de insensatez: la expulsión masiva de españoles y la frustrada expedición española de reconquista. Esta fue producto de la soberbia y la irrealidad; aquella de una venganza anacrónica y autolesiva. Tras esos episodios, España no acosó más a México, ni México perpetró otra acción de “limpieza étnica”. Las relaciones entre México y España se establecieron en 1836. Los expulsados volvieron al lugar que por lealtad y nacimiento era suyo. Y a partir de entonces, en la cuenta larga de la historia, la cultura comenzó a dar a ambos países lo que la política había arrebatado: obra, obra perdurable.
Pongo dos ejemplos en el siglo XIX. Como inesperado símbolo de concordia, llegó a México la marquesa Fanny Calderón de la Barca, esposa de Ángel Calderón de la Barca, primer embajador español en México. Nadie, nunca, ni siquiera Humboldt, recogería con tan sutil cuidado y sensibilidad el paisaje humano de México como aquella mujer que en buena medida fundó la literatura de viaje sobre este país. Otro ejemplo benemérito es Joaquín García Icazbalceta, que habiendo sufrido de niño la expulsión, a su vuelta dedicó la vida a rescatar amorosamente, como editor, historiador y biógrafo, la huella cultural y civilizatoria de España en Nueva España y, por extensión natural, a México.
Como contraparte, un siglo más tarde, llegado el momento dramático de la guerra civil, la cultura de México retribuiría a España con creces. La historiografía moderna se ha concentrado en la saga de generosidad con la España republicana. Es natural y es justo: España requería de México y México estuvo a la altura. La influencia benéfica de esos hombres y mujeres de cultura (Gaos, Iglesia, Ímaz, Miranda, Díez-Canedo, Xirau, León Felipe, Cernuda, María Zambrano, Gallegos Rocafull, Nicol, Ferrater Mora y decenas más) sustenta aún la mermada cultura humanística de México. Pero ese gesto –imaginado y gestionado por Daniel Cosío Villegas– fue retribuido adicionalmente por España en un ámbito poco estudiado: la economía y la sociedad.
Hay, en efecto, una historia social y económica que no ha tenido quien la escriba: me refiero a la de los cientos, miles de españoles que desde el siglo XIX, generación tras generación, vinieron a México con el espíritu de “Hacer la América”: no a conquistarla, no a expoliarla, sencillamente a hacer una vida en este mundo nuevo, a trabajar a pesar de sus peligros, precariedades y revoluciones. ¿Dónde leer la saga de los empresarios españoles que vinieron “con una mano adelante y otra atrás” a trabajar con algún tío en una tienda atrás del mostrador y terminaron por construir empresas de toda índole: pan, papel y cartón, leche, cerveza, perfumería, imprentas, editoriales, almacenes, transportes, radiodifusoras, bancos? ¿Dónde está la historia de esos inmigrantes asturianos, catalanes, vascos, y de cada una de las provincias de España? No está escrita pero vive inscrita en el mapa productivo de México y en la experiencia cotidiana de las personas que trabajaron y trabajan aún en esas empresas creadoras de valor y riqueza que son parte del paisaje material y civil de México.
A esa dilatada historia cultural, económica y social apelo, y a ella me refiero, cuando digo que la rencorosa “embriaguez” de la que hablaba Valéry no es una pasión del pueblo mexicano. La reincidencia de esa embriaguez en el régimen actual no es más que el capítulo más reciente del uso político de la historia –particularmente gratuito, grosero e inútil en este caso– al que España, y en particular, el rey de España, ha hecho bien en no responder. El “delirio de grandezas y persecuciones”, el desplante “amargo, soberbio, insoportable y vano” de erigirse en juez de la historia, merece solo el silencio. Por desgracia, un sector ultramontano de la política española ha caído en la tentación de contestar con la misma falsa moneda: no han sido menores sus desplantes de superioridad, su racismo apenas disimulado ante la grandeza indudable de la civilización mesoamericana y la complejidad histórica y moral de la Conquista.
Tratándose de la Conquista, dejemos a la historia en manos de los historiadores. En España los ha habido serios y objetivos. En México los ha habido también, con creces. De sus aportes, de sus arduas investigaciones, han brotado hipótesis nuevas, versiones diversas, acercamientos paulatinos a la verdad, verdad que nunca es definitiva, que siempre es múltiple, compleja e inagotable. Es a nosotros, los historiadores en ambas orillas, que nos corresponde la primera y la última palabra en esta república que no se rige por el poder sino por el conocimiento.
Sigamos pues, en España y México, nuestro empeño. Dejemos a los políticos (sobre todo, en este caso, los mexicanos) en sus pleitos de cantina: lo suyo es el denuesto, la descalificación, la mentira. Lo nuestro es la búsqueda de la verdad. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.