Agustí Calvet Pascual, Gaziel (Sant Feliu de Guíxols, 1887-Barcelona, 1964) fue uno de los periodistas más destacados de la primera mitad del siglo XX. Para Josep Pla, fue “la figura más señera del periodismo peninsular durante casi un cuarto de siglo”; para Augusto Assía, “el escritor más lúcido que ha dado España entre las dos grandes guerras”. El historiador Josep Benet también considera que es “uno de los personajes peor conocidos, incomprendidos y difamados” del siglo pasado catalán. Entre quienes lo han reivindicado está Xavier Pericay, que lo incluía en sus Cuatro historias de la República. Corresponsal, director de La Vanguardia entre 1920 y 1936, escritor en catalán y en castellano, fue autor de libros de juventud como Diario de un estudiante en París y de clásicos de madurez como Meditaciones en el desierto.
En Pláticas literarias, Francisco Fuster, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Valencia, presenta una selección de una faceta menos conocida de Gaziel: sus textos sobre escritores, publicados en La Vanguardia y El Sol. El volumen se divide en cuatro partes: Literatura universal, Literatura hispánica, Literatura catalana y Pláticas artísticas. En cierta manera, la idea estética de este liberal afrancesado, burgués, culto, se puede intuir en esta cita de “Literatura de guerra: la verdad sospechosa”, que recoge Fuster en su prólogo: una obra literaria es o debiera ser “algo así como un traje que no sirve para mostrar la desnudez del cuerpo sino para encubrirlo, y no da tanto una representación en sí misma de la figura humana como una interpretación suya de acuerdo con la sensibilidad de una época determinada”.
A veces un acontecimiento es la ocasión de la escritura, y la pieza no se reduce al análisis literario. Así, una representación de Shakespeare en el Teatro Romea estimula un análisis entre costumbrista y sociológico, si es que hay diferencia entre una cosa y otra: “Yo nunca he podido comprender por qué razón algunos catalanes han dado en llamar a ese teatro ‘nuestro teatro nacional’. Eso no es tener ni la más vaga idea de lo que toda verdadera nacionalidad implica. Yo más bien lo llamaría ‘nuestro teatro familiar’ o ‘nuestro teatro doméstico’.” Es una sociedad, sostiene, que se parece más a Papá Goriot que a El rey Lear. Escribe sobre Joseph de Maistre (“con ese hombre y esa alma de tan extraordinario vigor, lo interesante no es el metal, es el temple”), sobre Goethe o sobre Stendhal. “Lo mismo que los odios y las antipatías, las admiraciones pueden ser también ciegas”, señala, en el texto que dedica al autor de La cartuja de Parma. “Los personajes stendhalianos hacen todo lo que los tipos románticos suelen renunciar a hacer. Y, por eso, precisamente, son más peligrosos y mucho más románticos todavía que aquellos.” Lord Byron se le hace ilegible, fue sobre todo una “libérrima juventud desbordada”. Flaubert es el hombre que se juega la vida por la inmortalidad literaria. “¿Vale la pena de jugar algo tan bello y seguro por algo tan turbio e incierto?”
Esa inmortalidad es turbia e incierta porque depende de una recepción caprichosa, y esa cuestión de la recepción es central en la lectura perspicaz y delicada de Gaziel. ¿Cuál será el destino de Ibsen, y cómo contaminan la fama y el escándalo la obra de un autor? Le interesan rusos, franceses, lee a Tolstói a la luz de la Revolución bolchevique y cifra la originalidad de Pirandello en la “concentración dialéctica”, que por otra parte produce un “teatro esencialmente sofístico”. El estilo de Proust “no es como una fuente límpida y cristalina; es, más bien, como un denso y cargado licor, un líquido pastoso, lleno de especias y reminiscencias de sutiles aromas”: podría decirse que es un crítico sinestésico, que aproxima la literatura a la música y la pintura. Al hablar de Valéry, señala la diferencia entre el arte y la democracia: un error del momento es “suponer que también en poesía los votos son triunfos”. La democracia es el triunfo del antiindividualismo, mientras que el gran arte es la esencia del individualismo. Aprende versos para protegerse de las imbecilidades cotidianas y de Chesterton le irrita que sustituya el pensamiento por la paradoja.
Habla de la publicación póstuma (“Es como si al morir una mujer muy amada, un confidente indiscreto nos ofreciese la ocasión de introducirnos en el boudoir más íntimo de la desaparecida tal como ella lo dejó, tal como ella jamás hubiese consentido que lo viera nadie, en su desarreglo matutino y recóndito, con los potes de carmín, las esencias, los lápices y cepillos, y otros mil secretos que contribuían a preparar y realzar su fascinadora belleza”), en un hermoso e inteligente ensayo sobre Eça de Queiroz que termina con este párrafo asombroso: “Hay venas literarias que se perpetúan a través del tiempo, como los linajes. La risa de Rabelais, esencialmente racionalista y gauloise, se prosigue en la risa de Molière, tan lógicamente sensata y tan sabrosa. La ironía diamantina de Voltaire cambia de montura, pero se conserva tan lúcida en Anatole France. Yo no sé qué tiene a veces Goethe de pastoso y casero que parece de Hans Sachs. En el sentimentalismo de Dickens hay un matiz de irritabilidad y de indignación violenta que proviene de Swift. La blanda elegancia de Ariosto está mucho más emparentada de lo que a primera vista parece con la bucólica ternura virgiliana. Si el manantial representado por las risas de Cervantes y de Eça de Queiroz debiese exportar sus aguas por el mundo, las etiquetas podrían muy bien distinguirse por este nombre registrado: Risa Peninsular.”
El artículo que dedica a Cervantes, sobre la relación del escritor alcalaíno con Cataluña, es brillante, con observaciones sugerentes sobre el tratamiento del paisaje. “En el gran acorde peninsular ibérico, Castilla representa y ha representado siempre, de manera eminente, el relieve de la personalidad individual, y Cataluña, el imperio de la masa”, sostiene. Escribe sobre Blasco Ibáñez, sobre Pío Baroja (con revisión), del bohemio “de pluma y espada” Gómez Carrillo, de los Álvarez Quintero, de la visión de Cataluña de autores castellanos. Escribe que “las tras grandes erres europeas –el Renacimiento, la Reforma y la Revolución– resbalaron por encima de su costra, casi sin arañarla siquiera, la verdadera ‘reacción’, en el sentido dinámico de la palabra, es la del liberalismo”.
El espíritu valorador, el juicio crítico y el ingenio expresivo también están presentes en los ensayos sobre autores catalanes de su tiempo (los catalanes: “reputados de gente práctica y aferrada al negocio, pero escandalosamente sentimentales en el fondo”), donde se ve con más claridad su intento de establecer órdenes, genealogías, jerarquías. “Aribau fue un precursor que no se dio cuenta del mensaje que le habían confiado”, escribe; y concluye el artículo sobre Ángel Guimerá describiendo una cripta que representa las aportaciones de los autores de la Renaixença. Escribe de Verdaguer, Narcís Oller, Josep Carner, Joan Maragall, Pompeu Fabra. No le da miedo contradecirse: si Cataluña era la masa, también es una “tierra de los meteoros”, personalidades desmesuradas, libérrimas, acusadísimas (como Gaudí). Y encuentra iluminaciones en los contrastes, como los que establece entre Durero y Picasso. ~
es escritora y periodista.