El francés George Perros definió la poesía como “una religión fuera de la religión”. Un culto sin dogmas, una fe sin imágenes predeterminadas. O mejor: una plegaria atendida por el solo hecho de expresarse. La poesía religa, sí, pero no según la estética new age de tantos autores contemporáneos –como un fuego que convoca a oír las palabras de una tribu dispersa–, sino de forma literal. Religar: recoger, agrupar, reunir. Y la reunión no es de los lectores o feligreses, sino de las obras mismas. De estas se conforma aquella tribu de Mallarmé: hojas sueltas que, al juntarse, brindan “un sentido más puro” al universo autónomo del Libro.
Así pareció entenderlo David Huerta (1949-2022) en este volumen póstumo. Razones para no fundar una religión recupera poemas de distintas épocas: desde “La blancura”, escrito en el centenario del nacimiento de Ramón López Velarde (1988), hasta poemas recientes, “compuestos, digamos, entre libros”, de acuerdo con la “Nota” prologal de Verónica Murguía. Veintiséis textos que revelan el deslumbrante ars combinatoria de Huerta: sonetos canónicos y en verso libre; retratos literarios (de Raúl Zurita, Pablo Neruda, José Lezama Lima, Garcilaso de la Vega y Juan Boscán); poemas que nacen de la sinestesia (sobre el pianista Glenn Gould) y la écfrasis (sobre el comediante Buster Keaton); redondillas, terza rima, cuartetos endecasilábicos y dísticos en verso alejandrino… Un cajón de sastre donde reposan las técnicas y asociaciones más inesperadas, tal y como ya ocurría con títulos previos de Huerta. (Pienso aquí en Versión, de 1978; La música de lo que pasa, de 1997; Hacia la superficie, de 2002, y El cristal en la playa, de 2019. Cuatro conjuntos que, al igual que Razones…, abordan algunas obsesiones huertianas: la microhistoria de la poesía y sus autores; el amor como un espacio de luz y un tiempo de lucidez; la febril colindancia del sueño y la enfermedad; las visiones del mundo sobrenatural, de acuerdo con el propio Lezama y su concepto de “sobrenaturaleza”: una dimensión poética de la vida, cuyo “total arbitrio de la imagen” combate el determinismo de la naturaleza.)
¿A qué se debe este dispendio de formas y tonos, en un tiempo donde los lectores, editores y certámenes juzgan lo inmutable como virtud de la voz poética? Tal vez la respuesta se halle en las siguientes líneas, redactadas al recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2019, donde Huerta se lanza a la búsqueda del “mejor poema del mundo”, la mente humana:
La descripción del mejor poema del mundo despierta en mí una especie de pulsión locativa: veo lugares y objetos cuando se habla de la mente y de la red increíblemente animada que la ocupa. Es una red llena de movimiento, al mismo tiempo cerrada y abierta.
Huerta define a la mente como un “entramado de simetrías dinámicas”, de “estribaciones y hondonadas de la imaginación”. En ese sentido, los poemas de nuestro autor son tomografías del verbo, cartas de relación sobre las nuevas sinapsis, un cableado neuronal vuelto arquitectura crítica.
Lo anterior sobresale en la pieza solista de Razones…: “El poema y su sombra”, escrito “A la memoria de Pablo Neruda (1904-1973)”. Previamente publicado como parte de El correo de los narvales (2006), volumen misceláneo de Huerta, “El poema y su sombra” está compuesto por mil endecasílabos exactos. (Casi el doble de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, y sus 584 endecasílabos.) La sombra de un poema es otro poema: un doppelgänger reactivo a los hallazgos del original. Pero Huerta, vía Neruda, hace de aquel desdoblamiento una operación a la vez reactiva y reflexiva. Se rinde un homenaje al Premio Nobel mientras se reflexiona en verso sobre las peculiaridades de su escritura, “esa lámpara fija en la que el vértigo / toma la forma de una melodía / hecha de precisión, clara sintaxis, / vaso de la extrañeza y las imágenes”.
Huerta lleva a la poesía crítica a un fascinante derrotero: no solo se trata de la conciencia plena del lenguaje, del por qué y para qué de su expresión, sino de que el poema sea tan útil como un ensayo para transmitir ideas, juicios y argumentos literarios. No le bastó la prosa, que cultivó en tres libros (El vaso de tiempo, Correo del otro mundo y Las hojas) con minuciosa brillantez. A la manera de los ensayos versificados de Alexander Pope o los Discursos de sobremesa de Nicanor Parra –pero también de los poemas y ensayos anfibios de Eduardo Milán y Mario Montalbetti–, aquí el verso le sirve a Huerta como “Piedra Rosetta de la luz cambiante”; es decir, como herramienta interpretativa de la obra nerudiana y su “dictado extraño”.
“Lector del ruido, traductor del caos, / no rechazaste el cielo ni la atmósfera, / ni el sótano ni el suelo ni el zapato; / supiste recoger entre las láminas / un murmullo sublime y de la sombra / sacaste un resplandor”, apunta David Huerta sobre el chileno con palabras dignas de un autorretrato. (Un autorretrato en el espejo convexo de la literatura.) Si bien la razón poética se opone a fundar un culto, su mérito conseguido en este libro es mayor: convertir al poema en una rama imprevista de la filología. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).