I. CIUDADES PERDIDAS
No soy arqueรณlogo, pero llevo decenios buscando dos ciudades perdidas. Sรฉ que una vez existieron. Vivรญ en ellas. Una se llamaba Nueva York. La otra, Ciudad de Mรฉxico. Durante algunos aรฑos estuve desalentado, porque pensaba que nunca volverรญa a encontrarlas. Le susurraba a mis hijos sobre su esplendor perdido. O quizรกs en una fiesta trataba de explicar a personas desconocidas una canciรณn que estuviera escuchando de alguna de esas ciudades perdidas.
Describรญa torres resplandecientes y palacios infranqueables, templos de las artes y la mรบsica, teatros exuberantes y cafรฉs bulliciosos, juegos de pelota y competencias de lucha en arenas atiborradas, y prolongadas caminatas confiadas entre la muchedumbre de las noches de verano. Describรญa ciudades donde la mayorรญa de sus habitantes estaban contentos y muchos incluso eran felices. Mi pรบblico solรญa ser muy cortรฉs y sonreรญa condescendiente. A veces se aburrรญan. Vivรญan en la realidad brutal del presente. Nada mata una conversaciรณn como la nostalgia sin compartir.
Luego, asombrosamente, una de esas ciudades perdidas comenzรณ a surgir de nuevo de entre la bruma oscura. De pronto, hace unos cinco aรฑos, apareciรณ otra vez Nueva York. Ahรญ estaba de nuevo la ciudad donde nacรญ, la ciudad donde fui joven y creรญ todos los dรญas en el maรฑana. Los bรกrbaros estaban en retirada. Se estaba eliminando la capa pringosa de la maldad y el temor. Otra vez comencรฉ a pasear de noche, a mostrarle la ciudad perdida a mi esposa, que no la habรญa conocido durante la รฉpoca de sus numerosas maravillas. Volvรญ a recorrer, como cuando era joven, el Barrio Chino y Harlem. Comprรฉ discos de Willie Colรณn en la Calle 135, que estรก en lo que antes se llamaba El Barrio. Estuve solo en los Cloisters. ยฟA quiรฉn se le ocurrรญa tomar un taxi si el metro era seguro y veloz e iba lleno de las caras de Nueva York? Una noche me sentรฉ en un muro bajo de ladrillos afuera de nuestro departamento de Manhattan a mirar pasar a la gente. Me di cuenta de que tenรญa mรกs de treinta aรฑos sin hacerlo. Pensรฉ: se acabรณ. Se ha levantado el estado de sitio. Y asรญ otra vez, cada dรญa un poquito mรกs, iba apareciendo mi ciudad perdida.
La otra ciudad, la pobre Tenochtitlรกn en ruinas, sigue perdida en la bruma, hundiรฉndose cada dรญa mรกs en los pantanos del antiguo lago.
II. LA รPOCA DE ORO
Vi la Ciudad de Mรฉxico por primera vez a fines del verano de 1956. Tenรญa 21 aรฑos y querรญa ser pintor. Como habรญa estado en la marina de los Estados Unidos, tenรญa los derechos constitucionales de los soldados norteamericanos, uno de los mรกximos logros jurรญdicos del siglo. Los que habรญan servido en el ejรฉrcito tenรญan derecho a hipotecas baratas y becas para la universidad. Yo decidรญ ejercer mis derechos en la Universidad de la Ciudad de Mรฉxico, que estaba en la carretera de Toluca, y fue el mejor aรฑo de mi vida. Al final de ese aรฑo, habรญa dejado de pintar para dedicarme a escribir, y volvรญ a casa para comenzar mi vida.
Eso se lo debo a Mรฉxico. Era una ciudad de extraordinaria belleza. Vivรญan ahรญ 3.5 millones de seres humanos y en verdad era la regiรณn mรกs transparente del aire. El cielo era siempre de un azul reluciente y en las maรฑanas claras se veรญan el Popocatรฉpetl y el Iztaccรญhuatl. Aรบn habรญa trolebuses en Insurgentes. Habรญa automรณviles y taxis y peseros en el Paseo de la Reforma, pero no tantos que hicieran falta los semรกforos. Mis amigos y yo vivรญamos en distintos sitios: en Melchor Ocampo antes de que las vรญas rรกpidas envenenaran el aire; en una callecita llamada Bahรญa de Morlaco al final de Ejรฉrcito Nacional; en otro sitio cercano a un mercado de flores, cuyo nombre se ha perdido en el pasado. Mis amigos y yo tenรญamos muy poco dinero, de modo que รญbamos a pie a todos lados. Caminรกbamos de maรฑana y caminรกbamos de noche. Sobre todo, caminรกbamos sin miedo. En esa ciudad perdida, las noches estaban llenas de mรบsica que salรญa de las cantinas: Cuco Sรกnchez y Agustรญn Lara, Toรฑa la Negra y Los Tres Caballeros. ยฟQuiรฉn era capaz de resistir el lamento de una cama de piedra? ยฟO negarse a participar en el homenaje a Marรญa bonita? ยฟO no compartir la protesta contra la tiranรญa del reloj? Entrรกbamos por las puertas giratorias, decรญamos buenas noches y pedรญamos cervezas. Por supuesto, al principio รฉramos objeto de curiosidad, gringos raros en realidad. Pero nadie nos dijo nunca que nos fuรฉramos. En esos bares escuchรกbamos discusiones sobre los mรฉritos relativos de los boxeadores Ratรณn Macรญas y Pajarito Moreno, y aportรกbamos nuestra tentativa predilecciรณn por Toluco Lรณpez. Bebรญamos Carta Blanca o Bohemia y fumรกbamos Negritos, y querรญamos poder vivir aquรญ para siempre.
A veces, si acababa de llegar el cheque de la pensiรณn militar, nos รญbamos por Avenida Juรกrez hacia San Juan de Letrรกn, pasando cerca de hermosas mujeres relucientes que salรญan del Regis o el Del Prado, del brazo de hombres bajos de estatura y recios. รbamos a ver los espectรกculos de los cabarets o llegรกbamos a Plaza Garibaldi a beber cervezas en el Tenampa o en el Guadalajara de Noche. Si nos quedaba dinero, volvรญamos a casa en taxi, o nos amontonรกbamos en los peseros con desconocidos. Nunca sentimos peligro.
Ni lo sintiรณ nadie mรกs. No era una ilusiรณn; las estadรญsticas muestran que a mediados de los aรฑos cincuenta los crรญmenes registrados por cada 100 mil habitantes habรญan descendido de 2,200 a principios de los aรฑos treinta, a cerca de 1,400 (hoy el promedio es de mรกs de tres mil, con muchos crรญmenes que no registran los ciudadanos decepcionados). A mediados de los aรฑos cincuenta, los mexicanos y los visitantes afortunados vivรญamos la รฉpoca de oro sin saberlo. Quienes lo vivimos no somos unos viejos cursis que extraรฑamos nuestra juventud perdida. La nostalgia es autรฉntica. Yo lo sรฉ, estuve ahรญ.
Esto no quiere decir que en mi otra ciudad perdida โMรฉxicoโ no hubiera corrupciรณn; ninguna ciudad del mundo ha estado libre de la corrupciรณn. Sรณlo que era mรกs discreta, mรกs sutil, menos penetrante que hoy. La burocracia no habรญa crecido hasta convertirse en una gigantesca cloaca, con los engranajes permanentemente atascados por demandas incesantes, agotamiento y haraganerรญa, capaz de funcionar sรณlo con la grasa de la extorsiรณn. La figura de Artemio Cruz sin duda era una presencia real; era posible encontrarlo en las cabinas del Regis. Pero parecรญa quedar lo suficiente de los ideales de la Revoluciรณn para frenar el robo descarado a los pobres. Y en el trabajo habรญa cierta contenciรณn. En esa ciudad perdida, ningรบn policรญa le indicaba a un automovilista que se pasara un alto para que otro policรญa lo parara en la siguiente esquina y le sacara una mordida. Imagino que habrรญa extorsionadores mezquinos en la policรญa de los aรฑos cincuenta, y algunos malhechores brutales, igual que en la policรญa de Nueva York. Es que nunca los vi. Los policรญas de entonces eran hombres jรณvenes, delgados, orgullosos de su uniforme, de su empleo y de sรญ mismos. Su vanidad consistรญa en querer parecerse todo lo posible a Pedro Infante. Tampoco podrรญa decirse que en los aรฑos cincuenta no hubiera violencia en la Ciudad de Mรฉxico. Insisto, no ha habido sociedad urbana sin violencia y no la hay hoy en dรญa. Los hombres se emborrachaban y mataban a sus esposas. Se presionaba demasiado a las mujeres y รฉstas mataban a sus esposos. En todo el mundo, los seres humanos tienen cierto talento para engaรฑar y matar. Treinta siglos de experiencia humana nos han enseรฑado que suele ser un buen principio de conducta dejar en paz a la mujer de los otros o, para las mujeres, evitar a los casados. Ese sentido comรบn sigue sin tomarse en cuenta y, a cierta hora de la noche, el drama erรณtico sabe convertirse en melodrama personal. En otros casos, no hace falta el amor para utilizar la pistola o la navaja. Cuando el alcohol se combina con los cรณdigos del machismo, los hombres pueden morir discutiendo por el cambio que se deja en el bar. En nuestro Mรฉxico perdido, leรญamos esas noticias tristes y tontas en el Ovaciones, ay, y luego mirรกbamos la informaciรณn deportiva. Nuestros propios tabloides de Nueva York contaban historias con las mismas tramas familiares.
Pero en los diarios de la ciudad perdida de Mรฉxico no habรญa historias de secuestros, donde los criminales fueran la propia policรญa. No se sabรญa de orejas cortadas para reforzar un argumento. No habรญa escalofriantes episodios de bandas enmascaradas que entraran en los restaurantes armadas de ametralladoras. No habรญa titulares estridentes de pistoleros abordando taxis para robar y asesinar inocentes. Los titulares mรกs terribles aparecieron en 1957, cuando muriรณ Pedro Infante. Ese mismo aรฑo, cuando muriรณ Diego Rivera, la tristeza fue grave y luctuosa. Muchos aรฑos despuรฉs vi dolor pรบblico el dรญa en que fue asesinado Colosio. Pero cuando muriรณ Pedro Infante, la gente saliรณ corriendo a la calle, desesperada, agitando las manos de rabia y dolor, maldiciendo a los dioses, antiguos y nuevos. Las ancianas abrazaban a sus nietas y las estrechaban contra sรญ. El trรกfico iba mรกs lento porque los hombre bajaban de los automรณviles para comprar los diarios de titulares plaรฑideros. Las campanas no dejaban de sonar. Los hombres se emborracharon. Ese dรญa, en la calle, fuera del Cine Diana, vi tambiรฉn a un policรญa llorar.
Ese policรญa ya debe ser viejo o estar muerto. Si vive, ha de recordar ese dรญa cada que escucha a Pedro Infante en la radio o lo ve en alguna pelรญcula vieja en blanco y negro por televisiรณn una maรฑana de sรกbado. Mira su sonrisa. Escucha su canciรณn, cรณmo despierta a alguna mujer que duerme en una habitaciรณn de un segundo piso. Lo mira luchar contra los villanos. Si ese policรญa llora ahora, seguramente serรก por esa ciudad de su juventud y de la mรญa, cuando millones de seres humanos todavรญa eran tan inocentes que podรญan llorar por una estrella del cine.
III. LA CAรDA DE NUEVA YORK
Nueva York le llevaba mucha ventaja a Mรฉxico en el hundimiento en la barbarie urbana. Aquรญ no cabe un anรกlisis minucioso de lo que ocurriรณ, pero las causas estaban todas relacionadas. Lo mรกs importante fue el derrumbe de la producciรณn. Entre 1955 y fines de 1970, Nueva York perdiรณ casi un millรณn de empleos en las fรกbricas. รsos eran los empleos de los que vivรญan los hombres como mi padre, que llegรณ de Irlanda a Nueva York en 1923, con instrucciรณn primaria. Con su trabajo en una fรกbrica (con el suplemento del trabajo de mi madre en un hospital, y luego como cajera en un cine), formรณ una familia de siete hijos, de los que yo fui el mayor. Nueva York no era una ciudad monoindustrial como Detroit. La mayor parte de esos empleos eran en fรกbricas pequeรฑas, donde trabajaban unos veinte hombres y algunas mujeres; la mรกs grande tenรญa varios cientos de empleados. Estaban repartidas entre los distritos de Brooklyn, Queens y Manhattan, y en รฉste รบltimo predominaban los productores de prendas de vestir. A fines de los aรฑos cincuenta, muchos comenzaron a huir hacia el sur de la Uniรณn Americana, donde los sindicatos eran dรฉbiles, o a lugares donde simplemente no habรญa sindicatos.
Al mismo tiempo, la gran emigraciรณn de afroamericanos desde los campos del sur a las ciudades del norte cobraba fuerza. Cientos de miles de jรณvenes negros habรญan estado en el ejรฉrcito, luchando por el paรญs en que habรญan nacido; no iban a aceptar la vieja segregaciรณn del sur profundo. Querรญan las luces de las ciudades. Querรญan instruirse e instruir a sus hijos. Querรญan mรฉdicos. Querรญan estar a salvo de los ataques nocturnos del Ku Klux Klan. En suma: querรญan lo que hay en las ciudades: civilizaciรณn.
La automatizaciรณn tambiรฉn habรญa llegado a las granjas del sur, donde cientos de hombres antes recogรญan el algodรณn y ahora lo hacรญa una mรกquina, con media docena de hombres para manejarla. La vida se convirtiรณ en bregar a diario por conseguir trabajo y poder comer. Eso indicaba que para los hombres con dignidad era hora de irse. Hay que oรญr a Joe Williams cantar con Count Basie: Me voy a Chicago, lo siento, pero no te puedo llevar… para sentir algunas de las emociones de esa inmensa emigraciรณn, y encontrar pistas del daรฑo social que le hizo a las familias. Se parece un poco a la gran emigraciรณn interna de campesinos a la Ciudad de Mรฉxico.
Pero ahรญ estaba el meollo del problema: la emigraciรณn comenzรณ casi en el preciso momento en que desaparecรญan los empleos. La consecuencia fue una pobreza frรญa y degradante, lejos de casa. La beneficencia pรบblica sustituyรณ al trabajo. En 1955 habรญa en Nueva York cerca de 150 mil personas al amparo de la asistencia pรบblica, y en 1992 la cifra habรญa aumentado a un millรณn 200,000. En algunos barrios, y en demasiadas familias, los niรฑos crecรญan sin conocer a nadie que hubiera trabajado.
Demasiados de ellos crecรญan sin padre, conforme cada vez mรกs hombres vencidos o embrutecidos abandonaban a sus mujeres y a sus hijos. No deberรญa sorprender lo que vino despuรฉs: la drogadicciรณn, el alcoholismo, la violencia.
En los barrios negros, las clases medias comenzaron a huir hacia los suburbios, como sus homรณlogos blancos. Cuando yo era joven, en los aรฑos cincuenta, podรญa ir a Harlem a oรญr a Count Basie en el Apollo o a Ben Webster en el Small’s Paradise. Una noche vi a Duke Ellington salir de un restaurante llamado Frank’s, con mรกs abolengo que cualquier duque europeo. A mรญ me impresionรณ, pero a los chamacos negros que andaban por la calle 125 los arrasรณ. Lo miraban como si hubieran visto a Dios (y quizรก lo habรญan visto). Acaso tambiรฉn ellos podrรญan crecer y ser hombres tan valiosos y artistas tan grandes como Ellington. Quizรกs uno mismo podรญa tratar de lograrlo. รl producรญa ese tipo de efecto en los jรณvenes.
Pero, a fines de los aรฑos ochenta, cerraron Frank’s y ya no estaba Ellington, ni tampoco los demรกs mรบsicos, artistas y escritores, mรฉdicos y abogados que habรญan hecho de Harlem la capital negra de los Estados Unidos. Las calles estaban llenas de desechos humanos. Drogadictos de mirada opaca. Automรณviles abandonados oxidados bajo el sol. Limosneros apoyados en los muros con letreros que decรญan que estaban muriendo de sida. En todas las manzanas habรญa cascarones de multifamiliares incendiados, quemados por sus temerosos propietarios para cobrar el seguro. Sรณlo quedaba una figura capaz de impresionar a los jรณvenes con su dinero, sus coches caros, sus mujeres relucientes: el narcotraficante.
En 1990, prevalecรญa la sensaciรณn de que tambiรฉn Nueva York se habรญa acabado. El crack, invento de algรบn genio malvado, habรญa aparecido entre nosotros; sustituรญa a la heroรญna como droga favorita de los jรณvenes, y atizรณ una explosiรณn de violencia. Ese aรฑo hubo mรกs de 2,200 asesinatos (en comparaciรณn con los 340 de 1955) en una ciudad de 7.3 millones de habitantes (menos de los casi ocho millones de mediados de los aรฑos cincuenta). Todos los crรญmenes eran horrorosos: robos, asaltos, violaciones, ataques criminales. Cundรญa el caos. Las pandillas de adolescentes formaban hordas peligrosas que atemorizaban a las personas en el metro, les arrancaban las joyas a las mujeres, el portafolios a los empresarios, golpeaban y a veces herรญan con navajas a los que protestaran. La vieja mafia, que alguna vez impuso cierto orden en el narcotrรกfico, perdiรณ su poder. Se trataba del laissez faire del capitalismo salvaje en su esplendor. Con una enorme reserva de armas semiautomรกticas de nueve milรญmetros, adolescentes narcotraficantes balaceaban a la gente durante un simple pleito por el control de una esquina. Estos hechos se hicieron tan frecuentes, que tenรญa que haber por lo menos seis muertos para que salieran en el periรณdico. Los viejos neoyorquinos aรฑoraban los dรญas en que los diarios contaban cรณmo Robert habรญa asesinado a Wanda por acostarse con Tony.
Prevaleciรณ el cinismo. Los ciudadanos negros y latinos comunes y corrientes pensaron que la Direcciรณn de Policรญa de Nueva York estaba paralizada, compuesta por demasiados oficiales blancos de los suburbios, convencidos de que la ciudad era una selva. En muchos sentidos, tenรญan razรณn. La mitad de la corporaciรณn policial vivรญa en los suburbios, algunos por motivos econรณmicos, la mayorรญa para apartarse de los negros. No dejaba de repetirse: “No sirve de nada arrestar a esa gente, maรฑana salen de nuevo a la calle”. O “ยฟpor quรฉ arriesgar el pellejo por salvar a esas bestias?” Para algunos policรญas, el racismo se mezclaba con el miedo y la indiferencia que hacรญan cumplirse sus temores. Agachaban la cabeza, ignoraban el crimen todo lo posible y esperaban terminar sus veinte aรฑos de servicio, jubilarse y trasladarse a Florida.
Para otros policรญas, la criminalidad de los barrios bajos y el aumento del trรกfico de crack eran una forma de enriquecerse. Cientos, quizรก miles de policรญas se convirtieron en criminales uniformados. En lugar de arrestar a los grandes narcotraficantes, recibรญan mordidas para hacerse de la vista gorda. Los pequeรฑos vendedores de drogas eran el blanco de los ataques. Los policรญas los arrestaban, les robaban sus drogas, les quitaban su dinero y luego los dejaban libres. Algunos policรญas corruptos utilizaban las drogas robadas para consumo propio; la mayorรญa las revendรญan a otros traficantes. En las calles, la policรญa pasaba en patrullas seguras por las esquinas donde se vendรญan abiertamente drogas. No hacรญan nada. Los ciudadanos honestos, comunes lo sabรญan, se lo contaban a los periodistas, y decรญan: ยฟQuรฉ puedo hacer? ยฟLlamar a un policรญa?
Las drogas tambiรฉn atizaron otro fenรณmeno en Nueva York: las hordas errantes de personas sin casa. Dormรญan en las puertas de los edificios, en las azoteas, en cajas de cartรณn. Se apiรฑaban en los tรบneles del metro y debajo de los puentes. Casi todos eran hombres (el gobierno encontraba de inmediato vivienda โaunque en ruinasโ para las mujeres con niรฑos), y pedรญan limosna con actitud agresiva: “ยฟCรณmo que no tiene un dรณlar? ยกDije que quiero un dรณlar!” En los altos de las calles, caรญan sobre los coches, rociaban las ventanas, frotaban trapos grasientos en el vidrio y exigรญan dinero. Si el conductor se negaba, golpeaban las ventanas o rayaban con un abrelatas la carrocerรญa del automรณvil. Cuando comenzaron a aparecer, muchas personas de izquierda de buenas intenciones se formaron ideas romรกnticas sobre esas personas: eran vรญctimas de diversas fuerzas cรณsmicas: el reaganismo, la avaricia, el Sistema. Pero conforme los trabajadores sociales comenzaron a informarse mejor, se dieron cuenta de que aquellos primeros anรกlisis eran poco acertados. Un 20% de esas personas tenรญa graves problemas mentales; habรญan salido de instituciones psiquiรกtricas cuando los reformistas insistieron en que este tipo de pacientes deberรญa vivir en las comunidades reales, y no encerrado entre los muros de esas instituciones. Sรณlo tenรญan que tomar sus medicamentos. Esas mujeres que llevaban montones de bolsas, esas personas trastornadas, con los ojos desorbitados, que se tambaleaban por las calles, eran los pacientes salidos de las instituciones que no tomaban sus medicamentos. El resto de las personas sin dรณnde vivir eran alcohรณlicos y drogadictos. No querรญan ir a los albergues para personas sin techo organizados por las autoridades de la ciudad. No querรญan ir a rehabilitarse. Querรญan whisky. Querรญan alcohol. Querรญan heroรญna. Querรญan crack. Se convirtieron en un sรญmbolo colectivo del derrumbe acelerado de una ciudad que habรญa sido grandiosa.
Y luego, lentamente al principio, imperceptiblemente, dรญa con dรญa, comenzรณ el cambio. Habรญa demasiados neoyorquinos โnegros, blancos, latinosโ que se negaban a ver la ciudad transformada en una pelรญcula de John Carpenter. Si los policรญas no podรญan o no querรญan cumplir con su trabajo, estos ciudadanos comenzaron a organizar su propia seguridad (los musulmanes negros fueron particularmente eficaces en algunos proyectos de vivienda pรบblica). Se reunieron con la policรญa y con los polรญticos y exigieron acciรณn. Atosigaron a los periรณdicos. Se trataba de una combinaciรณn de ciudadanos: trabajadores de todas las procedencias รฉtnicas, madres de hijos asesinados, empresarios que veรญan cรณmo se iba quedando desierto el centro comercial de la ciudad. Esos empresarios podรญan citar como ejemplo el caso del gran almacรฉn, Gimbel’s: quebrรณ y tuvo que cerrar por dos razones: bandas de muchachos de doce aรฑos merodeaban en Herald Square, donde estaba el almacรฉn, enfrente de Macy’s. Esperaban a plena luz del dรญa, fingiendo inocencia; luego atacaban a las mujeres que iban de compras โmientras mรกs edad tuvieran, mejorโ, las golpeaban con cinco o seis pares de puรฑos y huรญan con la compra reciรฉn hecha. Eran tan eficientes como un banco de piraรฑas. Por los mismos motivos, orilladas por los mismos temores, las personas que iban de compras tenรญan miedo de utilizar el metro. Cada vez mรกs las mujeres comenzaron a hacer sus compras por catรกlogo, o esperaban a que sus hijos las llevaran a algรบn centro comercial de los suburbios. Era un cรญrculo vicioso: se necesitaban menos dependientes si habรญa menos clientes, y las tiendas, que dejaron de ser negocio, dejaron de necesitar empleados.
De modo que los amos de Nueva York desempeรฑaron una funciรณn importante en el cambio que se estaba dando. La mayorรญa de ellos gozaba de seguridad personal; vivรญan en edificios bien protegidos; iban a trabajar en automรณviles de lujo y sus choferes solรญan portar armas con licencia. En Nueva York, el secuestro nunca fue un problema (y no lo ha sido en el resto de los Estados Unidos desde principios del decenio de 1930, cuando se convirtiรณ en un crimen federal, castigado con la pena de muerte). Los pocos secuestros ocurridos fueron obra de aficionados, atrapados de inmediato. Algunos empresarios tenรญan razones idealistas para participar; amaban Nueva York y querรญan que sobreviviera. Otros tenรญan un motivo mรกs singular y egoรญsta: la criminalidad es contraproducente para los negocios. Es mala para las tiendas y los almacenes. Es mala para el turismo y, por lo tanto, es mala para los restaurantes, y para los teatros de Broadway, y para los hoteles. Comenzaron a presionar a los polรญticos, que necesitaban sus contribuciones para sus campaรฑas. Y se empezaron a organizar planes. Se fijaron objetivos. El sector privado rehabilitarรญa Bryant Park, se lo arrancarรญa a los drogadictos y pequeรฑos criminales. Lo mismo que la Gran Estaciรณn Central y la Calle 42. Los empresarios ayudaron a juntar fondos para las obras de restauraciรณn, pagaron su propia seguridad privada, obligaron a colaborar a los polรญticos que pensaban que no habรญa nada que hacer. Esos planes tomaron meses, aun aรฑos, para dar resultados. Pero funcionaron bien. Se utilizรณ la inteligencia humana para ocuparse de los problemas producidos por los humanos. No hay que dejarle nada sรณlo al gobierno. Pero algunas tareas le competen sรณlo a รฉl. El crimen es una de ellas.
IV. NUEVA YORK SE PONE DE PIE
El problema mรกs importante de Nueva York, como ahora el de la Ciudad de Mรฉxico, era el crimen. El primer cambio importante se dio en el metro. En abril de 1990, el alcalde Ed Koch tuvo la buena idea de contratar a un policรญa profesional llamado William Bratton para encabezar a los cuatro mil integrantes de la policรญa de trรกnsito de Nueva York. Bratton era un veterano de la Direcciรณn de Policรญa de Boston, un hombre de una gran inteligencia compatible con una gran vanidad. Bratton, a su vez, tuvo la sensatez de hacerle caso a un temerario policรญa joven de trรกnsito llamado Jack Maple, un dandy que usaba trajes hechos a la medida, corbata de moรฑo y sombrero. Durante diez aรฑos Maple habรญa sido policรญa de trรกnsito โlos otros policรญas los llamaban “ratas de tรบnel”โ y sรณlo tomaba en serio una cosa: acabar con la criminalidad.
Juntos idearon una soluciรณn para el metro, asombrosa por su sencillez y sobriedad. Pensaron que si un criminal, o una banda, entraba al metro para cometer crรญmenes, era poco probable que pagara su boleto. Es decir, saltarรญa los torniquetes o abrirรญa una puerta de emergencia y correrรญa para alcanzar el tren. En algunas estaciones, casi nadie pagaba el boleto (se calculรณ que a diario no pagaban 170 mil usuarios en toda la red); simplemente entraban o saltaban con insolencia. Con Bratton, se inundaron las peores estaciones con policรญas vestidos de civil. Atraparon a cientos de hombres durante los primeros dรญas, pero no se conformaron con multarlos. Sabรญan que la mayorรญa nunca pagarรญa su multa. Los esposaban. Los registraban. Los arrestaban y luego buscaban sus antecedentes en la red informรกtica.
Los resultados los dejaron atรณnitos. Mientras se ocupaban de una infracciรณn menor โno pagar el boletoโ, confiscaban pistolas, navajas y drogas. Descubrieron documentos de identificaciรณn falsos. Lo que es mรกs importante, en seguida se dieron cuenta de que casi uno de cada siete arrestados por no pagar su boleto tenรญa otra orden pendiente de arresto. Es decir, estaban libres bajo fianza por otros crรญmenes mรกs graves, pero nunca se habรญan presentado al tribunal para que se siguiera el juicio. Los que no tenรญan antecedentes sรญ pagaban las multas, pero perdรญan mucho tiempo en los trรกmites. Los criminales buscados fueron a dar a la cรกrcel. De pronto, mejorรณ el espรญritu de la policรญa porque sus integrantes sintieron que en verdad estaban haciendo algo contra la criminalidad mayor. Y se confiscaron en las calles pistolas, navajas y drogas. La criminalidad se redujo de manera tan drรกstica โmรกs de 60%โ que los habitantes de Nueva York estaban mรกs a salvo en el metro que en las calles.
La estrategia de Bratton en el metro se fundรณ en las teorรญas de “las ventanas rotas” del profesor James Q. Wilson, de la Universidad de Harvard. En marzo de 1982, Wilson y George L. Kelling habรญan publicado un artรญculo en el Atlantic Monthly llamado “Reparar ventanas rotas”. Bratton lo leyรณ y lo asimilรณ, y comenzรณ a llevar a la prรกctica algunos de sus principios mientras estaba en Boston. En una ocasiรณn, Wilson resumiรณ asรญ su teorรญa:
Utilizamos la imagen de las ventanas rotas para explicar cรณmo pueden deteriorarse los barrios y llenarse de desorden y aun de crimen si nadie se ocupa minuciosamente de darles mantenimiento. Si se rompe la ventana de una oficina o de una fรกbrica, alguien que pase por ahรญ pensarรก que no le importa a nadie o que no hay quien se ocupe de eso. Al poco tiempo, comenzarรกn a lanzar piedras para romper mรกs ventanas. Pronto estarรกn rotas todas las ventanas, y entonces los que pasen pensarรกn no sรณlo que nadie cuida el edificio, sino que nadie cuida la calle donde estรก. Sรณlo los jรณvenes, los criminales o los audaces tienen quรฉ hacer en una calle desprotegida, de modo que cada vez mรกs ciudadanos le dejarรกn la calle a esos que creen que merodean en ella. El desorden pequeรฑo conduce a otro mayor y cada vez mayor, y quizรกs hasta al crimen.1
Algunos aรฑos despuรฉs, Bratton llevarรญa a la prรกctica estas ideas en toda la ciudad de Nueva York, cuando Rudolph Giuliani, el alcalde reciรฉn electo, lo nombrรณ Jefe de la Policรญa a principios de 1994. El momento era oportuno; todas las encuestas indicaban que la criminalidad era el primer motivo de preocupaciรณn de los habitantes de Nueva York. Giuliani era un fiscal de carrera que nunca habรญa ocupado un puesto de elecciรณn. Habรญa prometido en su campaรฑa hacer algo contra el crimen y escogiรณ a Bratton como su general. La consigna de Bratton fue: Concentraciรณn, direcciรณn, supervisiรณn. Se deshizo de los jefes de la policรญa que se habรญan endurecido y vuelto cรญnicos, condiciรณn comรบn a todos los policรญas en todas partes. Tenรญan que creer en su tarea, en la posibilidad de vencer en esa guerra. Reuniรณ a un grupo de veteranos listos, duros, dedicados, entre ellos Jack Maple, y un jefe de calle de origen irlandรฉs llamado John Timoney. Contratรณ a un famoso periodista de la televisiรณn llamado John Miller para que los ayudara a transmitir el mensaje al pรบblico. Juntos, formaban un grupo alegre; los hombres serios no tienen que ser solemnes. Pasรฉ algรบn tiempo con ellos en esos primeros meses, y me reรญ mรกs que en compaรฑรญa de cรณmicos profesionales. Bajo esa risa habรญa una seriedad total. Libraban una guerra justa contra los malos, y estaban absolutamente decididos a ganar. Unidos, elaboraron una estrategia simple. Escribiรณ despuรฉs Bratton:
Confiรกbamos en ser capaces de reducir el crimen y el desorden, pero si lo hacรญamos contrariando al pรบblico, o con faltas de respeto, o con abusos, o alejando a un pรบblico ya de por sรญ desconfiado โsobre todo a las minorรญasโ, entonces ganarรญamos la batalla pero perderรญamos la guerra.
El propรณsito era reducir el crimen un 40% en tres aรฑos. Casi todos los policรญas viejos se rieron; tambiรฉn algunos polรญticos, periodistas y ciudadanos. Los hombres de Bratton iban en serio. Sabรญan lo que habรญa que hacer con la violencia: 1. combatir las drogas y el narcotrรกfico con una furia frรญa, porque las drogas โen particular ese polvo blanco llamado crackโ eran el meollo del problema, causaban directa o indirectamente el 70% de los crรญmenes violentos de la ciudad; 2. atacar el suministro de pistolas, de la misma manera en que se perseguรญa a los narcotraficantes.
Para poner en marcha ese proceso se valieron de la teorรญa de las ventanas rotas. Estaba prohibido por ley tirar basura en las calles, beber alcohol en pรบblico, usar las calles como retretes. Se instruyรณ a la policรญa para que hiciera cumplir esas leyes menores, y descubrieron lo mismo que Bratton y Maple habรญan encontrado en el metro. Los muchachos que bebรญan en las esquinas y tiraban botellas en la calle tambiรฉn traรญan drogas o pistolas. Los hombres que orinaban en la pared de alguna casa tambiรฉn eran buscados por otros crรญmenes mรกs graves. Cuando encontraban una pistola, la policรญa interrogaba al portador sobre el lugar donde habรญa comprado el arma. Sin sus pistolas, casi todos estos duros se convertรญan en muchachitos espantados; a menudo delataban al vendedor de pistolas, o por lo menos ofrecรญan un eslabรณn de la historia de esa pistola. Todas las pistolas se sometieron a pruebas de expertos en balรญstica para saber si se habรญan utilizado en crรญmenes graves.
Se hizo lo mismo con las personas que llevaban drogas consigo. Se les hacรญan preguntas fรกciles, y casi todas recibรญan respuesta. ยฟDรณnde compraste las drogas? ยฟCรณmo se llama el que las vende? ยฟDรณnde vive? ยฟDรณnde las consigue? Las personas que consumen drogas tienen poca voluntad. Es fรกcil someterlas, mรกs a menudo con pequeรฑos gestos amables โofrecerles un cigarrillo o un sรกndwich de jamรณnโ que golpeรกndolas o con amenazas. Algunas pueden convertirse en “informantes confidenciales”. Esos informantes inapreciables (y a menudo despreciables) son cruciales para toda direcciรณn de policรญa de cualquier ciudad grande. Ellos pueden orientar a la policรญa hacia criminales mรกs serios: asesinos, asaltantes armados, jefes de bandas de robacoches. Los policรญas en acciรณn estaban descubriendo algo muy importante: prender a un hombre por orinar en la calle podรญa conducir al arresto de asesinos.
Ademรกs, tenรญan que perseguir a los delincuentes juveniles que estaban cometiendo una gran parte de los crรญmenes de la ciudad e impregnando tanto miedo en su ambiente. En Nueva York, como en cualquier otra ciudad estadounidense (y parece que tambiรฉn en la Ciudad de Mรฉxico), los adolescentes estaban cometiendo la mayor parte de los crรญmenes. Si de camino a casa uno se topaba con tres personas de sesenta aรฑos a media noche, se proseguรญa el camino. Si eran adolescentes los tres que se aproximaban, se sentรญa tensiรณn, se atravesaba la calle o se huรญa corriendo. No era paranoia. En los Estados Unidos, la mayor parte de los crรญmenes los cometen hombres de entre catorce y 17 aรฑos. De 1985 a 1992, el รญndice de crรญmenes aumentรณ 50% entre los jรณvenes blancos de sexo masculino y 300% entre los jรณvenes negros del mismo sexo. Las vรญctimas de esos asesinos negros casi siempre eran otros hombres negros; recuerdo haber citado en un editorial de algรบn periรณdico estadรญsticas que mostraban que en 1990 mรกs negros habรญan muerto a manos de otros negros que por acciรณn del Ku Klux Klan en todo el siglo XX.
Pero Bratton y su equipo tambiรฉn sabรญan por las estadรญsticas que no todos los hombres jรณvenes eran criminales. Desde los aรฑos setenta se sabรญa que el 50% de los crรญmenes juveniles los cometรญa apenas el 6% de los adolescentes. Los policรญas los llamaron “los seisporcientos“. Parte de la estrategia de Nueva York consistiรณ en identificar y presionar a esos seisporcientos. No se requiriรณ el servicio de detectives maestros. Casi todos los seisporcientos vivรญan en casa con sus mamรกs (los papรกs habรญan desaparecido). Casi todos eran conocidos en sus barrios y tenรญan sobrenombres. La mayorรญa “tenรญa fusca” (iban armados). Casi todos tenรญan enemigos. Los policรญas los detenรญan en situaciones de “ventanas rotas”, los registraban y, si traรญan pistolas o drogas, los arrestaban. Al liberarlos bajo fianza, o darles libertad condicional (despuรฉs de cumplir una condena), los policรญas locales y los funcionarios encargados de la libertad condicional realizaban un seguimiento, acudรญan a la casa de estos muchachos, les recordaban que estaban marcados y que tenรญan que portarse bien si no querรญan volver a la cรกrcel.
Los seisporcientos a menudo tambiรฉn encabezaban el pandillerismo. Los jรณvenes mรกs duros reclutaban a otros mรกs tiernos en su derredor, forjando unidades mรกs malvadas y violentas que sus integrantes por separado. En los barrios donde prevalecรญan las pandillas, algunos jรณvenes se unรญan a ellas en busca de protecciรณn. Para otros, las pandillas representaban la รบnica familia que hubieran tenido jamรกs. Era el nรบcleo de los seisporcientos lo que llevaba a la banda a las drogas y la violencia. Los hombres de Bratton decidieron tratar a cada pandilla como si fuera un criminal individual. El comandante del barrio tenรญa que conocer a cada integrante, sus caracterรญsticas, sus debilidades, la estructura de su familia, los nombres de sus novias y de sus amigos adultos: todo se incorporรณ a sus expedientes. Pero el criminal era la banda. Al atacar a los seisporcientos que formaban el nรบcleo la pandilla se desintegraba.
La informaciรณn, en suma, era central en la estrategia. Una noche en un restaurante, Maple trazรณ la estrategia general en una servilleta. Tenรญa cuatro elementos:
1. Informaciรณn exacta y oportuna.
2. Despliegue rรกpido de la policรญa.
3. Tรกcticas eficaces.
4. Seguimiento y evaluaciรณn implacables.
El primer paso era reunir informaciรณn. Los jefes superiores de la policรญa tenรญan que saber cuรกnto crimen habรญa y dรณnde, y tenรญan que saberlo de inmediato. Para apoyar esta tarea, Bratton y Maple aprovecharon al mรกximo las computadoras, que estaban presentรกndose como instrumento clave de la guerra contra el crimen. Durante dรฉcadas, la ciudad se habรญa dividido en jefaturas de distrito, que a su vez se habรญan dividido en barrios. La recopilaciรณn de estadรญsticas exactas de los crรญmenes, arrestos y crรญmenes resueltos habรญa sido un proceso burocrรกtico lento y moroso. Muy a menudo a los jefes locales les interesaba mรกs protegerse y cuidar sus puestos que proteger al pรบblico. Administraban los crรญmenes mejor de lo que los resolvรญan o evitaban. Una informaciรณn simple requerรญa meses para recopilarse y tramitarse. Cuando llegaba a la oficina del jefe superior, ya era vieja. Bratton dijo despuรฉs:
Maple lo resumiรณ mejor. Piรฉnsese en la Batalla de Inglaterra. Alemania estaba lista para invadir las islas britรกnicas. Los britรกnicos habรญan huido de Dunkerque y contaban sรณlo con 450 spitfires para proteger sus ciudades, mientras que los alemanes tenรญan miles de bombarderos para atacar toda Inglaterra. Sin embargo, los britรกnicos tenรญan algo de lo que carecรญan los alemanes: un radar. Con sus muy pocos recursos, los britรกnicos sabรญan dรณnde estaba el enemigo. Con la informaciรณn de su radar, podรญan movilizar a los 450 spitfires exactamente contra los bombarderos alemanes. Una informaciรณn oportuna, exacta; una reacciรณn veloz; una tรกctica eficaz; un seguimiento implacable, eso ganรณ la Batalla de la Gran Bretaรฑa y asรญ vamos a vencer en la batalla de Nueva York.
Bratton y Maple organizaron una serie de reuniones semanales de los funcionarios superiores en el cuartel de la policรญa (luego fueron dos veces por semana). Su motivaciรณn era estudiar las estadรญsticas de las computadoras y por eso las llamaron reuniones de compustat. Se exigรญa la presencia de todos los jefes de barrio, bien uniformados como gesto de respeto. Cuando algunos jefes se quejaron de no poder llegar por el trรกfico, Bratton organizรณ las reuniones a las siete de la maรฑana. El mensaje quedaba claro: esto es mรกs serio que dormir muchas horas en la noche. Se reunรญan en una sala de actividades con 115 butacas, pero solรญan acudir doscientos ademรกs de los representantes de los fiscales de los distritos, del sistema escolar, los funcionarios de libertad condicional y algunas organizaciones especiales de la policรญa. El jefe y sus hombres de primer rango presidรญan las reuniones. Y las pantallas de las computadoras mostraban por primera vez en la รฉpoca moderna una imagen certera del crimen en la ciudad. Las pantallas de las computadoras mostraban toda la ciudad y sus elementos por separado, e ilustraban grรกficamente las zonas que exigรญan una presencia veloz y penetrante de la policรญa.
“Los mapas permitieron ver dรณnde se congregaba el crimen โexplicรณ mรกs tarde Brattonโ. Era como pesca computarizada: ir derecho a los peces”. Si el crimen aumentaba en alguna zona, se inspeccionaba a los jefes: ยฟquรฉ estaba pasando y quiรฉn lo estaba haciendo y quรฉ estaba haciendo la policรญa para combatirlo? Todos los jefes tenรญan que dar explicaciones. Todos tenรญan que responsabilizarse de su zona. Se motivaba a todos para concebir soluciones creativas. Dijo despuรฉs Bratton:
Algunos jefes lo disfrutaban, otros se sentรญan intimidados, otros molestos. Algunos eran eficaces y les gustaba sobresalir, otros eran buenos pero no eran eficaces, y otros no entendรญan. Fue un proceso en el que pronto se supo quiรฉnes eran los mejores.
Si un jefe querรญa destacar, lo hacรญa en las reuniones de compustat. Por otra parte, fallar ahรญ constantemente era una forma de interrumpir de golpe la carrera profesional. Compustat era el darwinismo de la policรญa: los mรกs aptos sobrevivรญan y prosperaban.
Algunos de los peores jefes comprendieron: cambiaban o se jubilaban. Los mejores comenzaron a prosperar.
“No dejรกbamos de sorprendernos โrecordaba Bratton tiempo despuรฉsโ, algunos jefes proponรญan soluciones e innovaciones que no se le habรญan ocurrido a ninguno de los oficiales superiores. Era sensacional verlos pensar”. Aรฑadiรณ: “Nadie perdiรณ su puesto por no proponer algo acertado. Nadie tuvo dificultades porque aumentara la criminalidad en su barrio. Los problemas eran cuando no sabรญan de quรฉ crimen se trataba y no tenรญan una estrategia para ocuparse de รฉl”.
Bratton resumiรณ la experiencia de compustat en cuatro niveles bรกsicos:
Creamos un sistema en el que el jefe de la policรญa, con su grupo ejecutivo, primero faculta y luego interroga al jefe de barrio, obligรกndolo a proponer un plan contra la criminalidad. Pero eso no basta. En el siguiente nivel hacia abajo, el jefe del barrio repite la funciรณn del jefe superior, facultando e interrogando al jefe del pelotรณn. Entonces, en el tercer nivel, el jefe del pelotรณn deberรญa preguntar a sus sargentos: “ยฟQuรฉ vamos a hacer aquรญ para ocuparnos de esta situaciรณn?” Y por รบltimo estรก el sargento interpelado: “Mitchell, descrรญbame los รบltimos cinco robos en su puesto”; “Carlyle, ยฟeso le parece chistoso, una broma? Dรญgame de los รบltimos cinco asaltos”, y asรญ hacia abajo, hasta que toda la organizaciรณn participe y estรฉ motivada, activa, se les haya evaluado y tengan รฉxito. Funciona en cualquier organizaciรณn, ya sea con los 38 mil policรญas de Nueva York o en Mayberry RFD.
Esta estrategia, descrita en detalle en el libro de Bratton titulado Turnaround,2 tenรญa que basarse en una hipรณtesis: la honestidad fundamental de la propia policรญa. Los jefes no podรญan “maquillar” las estadรญsticas para presentar un mejor aspecto. Si lo hacรญan, quedarรญan despedidos enseguida, y no alcanzarรญan jubilaciรณn. Y ningรบn policรญa podรญa ser corrupto. Esto no era fรกcil, la corrupciรณn sigue existiendo en la Direcciรณn de Policรญa de Nueva York, y en muchas otras direcciones. Pero era fundamental dejar claro a los policรญas y al pรบblico por igual que la corrupciรณn se combatirรญa sin tregua. Bratton andaba por toda la ciudad, hablaba directamente con los policรญas a los que pasaba lista. Hizo proyectar un video en todas las oficinas de barrio. Parte del mensaje se proponรญa convencer a los policรญas honestos de que sus propias vidas corrรญan peligro por los actos de corrupciรณn. Les dijo:
Voy a tratar de cambiar la imagen que todos tienen de ustedes, pero para lograrlo necesito que trabajen conmigo. Sรณlo puedo presentar lo que ustedes me den. Si ustedes me traen casos de brutalidad, corrupciรณn y deshonestidad, eso es lo que tendrรฉ que presentar. No voy a protegerlos. Si ustedes me traen casos de valentรญa, honestidad y trabajo duro, entonces eso es lo que yo voy a presentar. Depende de ustedes. Y si ustedes violan la ley, voy a correrlos, los voy a meter a la cรกrcel. He trabajado demasiados aรฑos en esta profesiรณn, y muchos otros le han dedicado la vida, para que la deshonren unos cuantos.
Fue feroz contra la corrupciรณn. En un caso famoso, le quitรณ las divisas a unos policรญas corruptos, y eliminรณ para siempre sus nรบmeros del registro de la Direcciรณn de Policรญa de Nueva York, con la siguiente explicaciรณn: “Ningรบn otro policรญa va a tener jamรกs un nรบmero manchado por la corrupciรณn”. Predicรณ otro concepto fundamental: “los ciudadanos tienen derecho a ser respetados, mientras que los policรญas se tienen que ganar el respeto”. En otras palabras, la guerra contra el crimen no tenรญa que ser brutal ni descortรฉs. Los policรญas eran profesionales capacitados, con una diversidad de medios ademรกs de la pistola y los puรฑos. Uno de esos medios era el sentido del humor, era posible desactivar un motรญn con un chiste o una burla, a partir de la nociรณn de que “todos estamos metidos en esto, de modo que hay que ir con cuidado antes de que alguien salga lastimado”.
En otros casos, un simple gesto de cortesรญa podรญa resultar eficaz. El pรบblico en general, despuรฉs de todo, no era el enemigo; era el mejor amigo del policรญa. El enemigo era el criminal. El criminal atacaba al pรบblico en general. El policรญa local que se hacรญa amigo de los comerciantes, de los maestros de las escuelas, de los dirigentes de las comunidades, de los representantes de las iglesias, ya no estaba aislado, ponรญa fin a su propia soledad paranoica. Se estaba haciendo de aliados. Si trataba a esas personas con indiferencia, suspicacia o desdรฉn, estaba volviendo realidad su propia soledad. En los momentos difรญciles, estarรญa absolutamente solo. Si extorsionaba a los comerciantes, o se hacรญa de la vista gorda respecto al narcotrรกfico, serรญa objeto de animadversiรณn. Si tenรญa algรบn problema, el pรบblico se unirรญa en su contra.
La presencia de Bratton comenzรณ a modificar las cosas para bien. Seis meses despuรฉs de haber asumido el cargo, llegaron las primeras estadรญsticas. El crimen habรญa caรญdo 16.8% por debajo del nivel del mismo periodo del aรฑo anterior. Al final del primer aรฑo, el crimen en general habรญa disminuido un 12.3% (mรกs que el objetivo “imposible” de 10%). Las balaceras disminuyeron 16.4%. Los asesinatos se redujeron 18.8%: 385 homicidios menos que el aรฑo anterior. Bratton fijรณ una nueva meta: llegar al 15%. Los jefes de los distintos barrios y, lo que es mรกs importante, los policรญas de la calle โla infanterรญa de la guerra contra el crimenโ desbordaban entusiasmo. Para julio de 1995, los homicidios habรญan disminuido 31% en comparaciรณn con el aรฑo previo, los robos 21.9%. Los robos a casas 18.1%, el robo de automรณviles 25.2% y el crimen en general 18.4%. Bratton renunciรณ en 1996 porque el egรณlatra de Giuliani querรญa atribuirse todo el mรฉrito del รฉxito de la guerra contra el crimen. Pero el sistema habรญa quedado bien establecido. La criminalidad ha seguido disminuyendo todos los aรฑos desde entonces, en las buenas y en las malas.
Hubo tambiรฉn otros factores, desde luego. El presidente Bill Clinton firmรณ la Ley Brady, que comenzรณ a limitar el suministro de armas automรกticas. La plaga del crack comenzรณ a debilitarse; algunos jรณvenes recurrieron a la heroรญna, que hace a sus consumidores cabecear en vez de enloquecer por conseguir mรกs. Algunos decรญan que las pandillas de narcotraficantes habรญan resuelto sus diferencias y se habรญan organizado mejor; otros insistรญan en que los jรณvenes se habรญan dado cuenta del caos creado por el crack entre sus hermanos y hermanas mayores, sus mamรกs, sus parientes mayores. Nadie sabe con certeza lo que pasรณ, pero el crack es una droga que estรก perdiendo popularidad entre los jรณvenes.
Mientras tanto, una nueva oleada de inmigrantes, comprendidos unos 200 mil mexicanos, segรบn se calcula, tambiรฉn estaba transformando Nueva York. No habรญan llegado a Nueva York como criminales. Encontraron trabajo, a menudo el peor que hubiera, y trabajaron duro e insistieron en que sus hijos aprovecharan el sistema de enseรฑanza y mantuvieran un buen comportamiento. El abarrotero coreano trabajaba demasiado para permitir que un adolescente maleante le robara manzanas de su puesto de fruta; perseguรญa al ratero con un hacha. Los inmigrantes eran un buen ejemplo para muchos otros estadounidenses jรณvenes; si eran capaces de llegar sin dinero, sin documentos, sin hablar inglรฉs, y comenzaba a irles bien, ยฟpor quรฉ nos estamos haciendo daรฑo solos? Los inmigrantes comenzaron a dar mayor cohesiรณn social a Nueva York.
El mรกs importante de todos los factores de esta transformaciรณn que no dependiรณ de la policรญa fue el auge econรณmico iniciado con la elecciรณn de Clinton en 1992. Creciรณ el mercado de valores, impulsado por las nuevas tecnologรญas. Surgieron empleos que antes no existรญan (muchos inventados por los nuevos inmigrantes, que repetรญan los ciclos de los judรญos, los italianos y los irlandeses de principios de siglo). Las nรณminas de beneficencia pรบblica comenzaron a disminuir de manera sostenida: de 1.2 millones a la media actual de alrededor de 750 mil. Las familias se estabilizaron cuando los hombres, al tener empleo, se quedaban con sus esposas. Aumentรณ el รญndice de titulaciรณn universitaria de afroamericanos y latinos. Las tasas de embarazos de adolescentes โniรฑas que tienen hijosโ disminuyeron casi 40%. Vimos de nuevo lo que siempre habรญamos sabido: el crimen no es un empleo, pero sin duda es una ocupaciรณn.
En las calles, la vida se transformaba aceleradamente. El centro de la ciudad, libre de la sensaciรณn de peligro, comenzรณ a florecer de nuevo. Fue una pauta general en casi todas las demรกs ciudades de los Estados Unidos, pero el avance de Nueva York iba muy por delante de cualquier otra ciudad del paรญs. Para los que vivรญamos ahรญ, el cambio era esplรฉndido. Salimos de nuestras pequeรฑas fortalezas y escondrijos, parpadeando por la luz del sol. Habรญa terminado el estado de sitio.
V. MI OTRA CIUDAD
Serรญa un imbรฉcil pretencioso si dijera que la experiencia de Nueva York se puede repetir en la otra ciudad de mi corazรณn. Nueva York y la Ciudad de Mรฉxico tienen muchas cosas en comรบn: una poblaciรณn muy numerosa, un ingreso permanente de reciรฉn llegados, un lado oscuro que quizรก nunca se ilumine por completo. Pero ninguna ciudad es idรฉntica a otra. Cada una tiene sus pautas histรณricas secretas, su geografรญa y sus mitos. Cada una vive su realidad econรณmica. Todas tienen un medio ambiente distinto. Pero el ejemplo de Nueva York ofrece una gran experiencia: nunca hay que perder la esperanza.
La esperanza podrรญa ser el meollo del asunto. Si se ama un sitio tan complicado como una ciudad, la esperanza misma podrรญa parecer irracional. Pero como dijo alguna vez Jack Maple: “las personas razonables no transforman el mundo; el mundo lo han modificado las personas insensatas, porque con audacia se obtienen resultados acertados”. Insensato significaba para รฉl fijarse objetivos que casi todos descartarรญan por parecer imposibles. Si se espera hacer un jonrรณn, a lo mejor se logra un doble. No es poca cosa. Pero se necesita un acto secreto de fe, una confianza sensata y cierto sano escepticismo. Hace mucho tiempo, Antonio Gramsci, el escritor comunista italiano, utilizรณ una expresiรณn que todavรญa puede servir para cualquier poblador de una ciudad moderna: “Optimismo de la voluntad, pesimismo de la inteligencia”.
Hay que ser optimistas para lograr cambiar las cosas para bien. La inteligencia murmura: esto nunca va a funcionar. Pero el colectivo urbano tiene que contestar: podrรญa funcionar. En cualquier caso, hay que intentarlo. Es demasiado fรกcil huir y abandonar. Hay que unirnos a Sรญsifo, empujar la roca montaรฑa arriba, sabiendo que va a rodar hacia abajo. Sรณlo el cรญnico total, o los que carecen de fe, dejarรญan de intentarlo.
Ahora todas las noches, mientras camino por las calles de Nueva York, pienso en la Ciudad de Mรฉxico de cuando yo era joven. Tengo un nieto de un aรฑo de edad. Quisiera que algรบn dรญa conociera la Ciudad de Mรฉxico como era antes. Quiero que camine de noche por el Paseo de la Reforma, de la mano de una chica, comiendo un helado. Quiero que escuche la mรบsica salir de las cantinas y que entre, diga buenas noches y pida una cerveza. Quiero que camine por Avenida Juรกrez a cualquier hora del dรญa o de la noche, y vea a las mujeres con sus hombres salir de los nuevos hoteles, y las librerรญas llenas de estudiantes mirando los libros, y una muchedumbre salir mรกs noche de un concierto en el Palacio de Bellas Artes, comentando la mรบsica y no hablando de asesinatos. Quiero que camine por Lรกzaro Cรกrdenas sin miedo, sabiendo que su abuelo caminรณ por ahรญ una vez cuando esa calle se llamaba San Juan de Letrรกn, y que vaya a Garibaldi y entre al Tenampa a escuchar una interpretaciรณn de “Anillo de compromiso”. Quiero que entienda el valor, la dignidad y la honestidad del mexicano comรบn y corriente. Si se pierde, quiero que le pregunte a un policรญa cรณmo orientarse sin temer por su vida. Carajo, quiero que todos los mexicanos tengan de nuevo esa ciudad, los ricos y los pobres, los jรณvenes y los viejos, y sรญ, quiero que tambiรฉn la tenga mi nieto.
No es insensato esperarlo, y no es un cuento nacido de la nostalgia. Creรญ que mi Nueva York se habรญa acabado para siempre, y me equivoquรฉ. Los hombres de voluntad, honestos y valientes, pueden cambiarlo todo. Vuelve a ser tรบ, Mรฉxico, mi ciudad perdida. Nosotros, tus hijos, te estamos esperando.
โTraducciรณn de Rosa Marรญa Nรบรฑez
(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.