Fotografía: Teodoro Petkoff y sus hemanos Mirko y Luben, El Batey, 1936 Archivo Teodoro Petkoff

Petkoff, Bulgaria y las armas de Argel

Podemos reconocer al menos tres rostros de Teodoro Petkoff: el del guerrillero, el del parlamentario socialdemócrata y el del escritor, periodista y liberal. Este ensayo cuenta su cambio radical, a mediados de los sesenta, por el que abandonó la insurrección armada para abrazar la lucha democrática no violenta.
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En octubre de 2018 murió, en Caracas, Teodoro Petkoff. Tenía 86 años. Su biografía es parte sustantiva de los siglos XX y XXI latinoamericanos y está aún por escribirse.

Las notas que siguen quizá sean útiles al biógrafo futuro, acaso activo ya. Discurren digresivamente en torno a un turbulento y breve periodo de esa vida extraordinaria –los meses que van de febrero a octubre de 1967– cuando tocaba a su fin la insurrección armada del Partido Comunista de Venezuela en la que Petkoff participó con entrega absoluta desde 1961.

Fruto de aquellas turbulencias sería Checoslovaquia. El socialismo como problema (Caracas, 1969), cuya aparición anunció desde América Latina la gran crisis del movimiento comunista internacional que culminó en la caída del Muro de Berlín, primero y, poco después, en la disolución de la antigua Unión Soviética.

El libro le granjeó a Teodoro –así, a secas, lo llaman aún los venezolanos– ser anatemizado por el mismísimo Leonid Brézhnev en 1971, durante el XXIV congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, como “amenaza” para el comunismo mundial, junto al francés Roger Garaudy y el checo Ernst Fischer, ambos eminentes pensadores marxistas. Su renuncia al recurso de las armas acompañó la aparición de una izquierda democrática en nuestra América, opuesta a los mortíferos dogmas del guevarismo.

Los años transmutaron al jefe guerrillero en la figura solitaria y trágica del intelectual sin partido que fundó en 2000, año I de la era chavista, un exitoso tabloide vocero de valores democráticos. Se erigió desde entonces en figura tutelar de la oposición a Hugo Chávez. En sus últimos años, solo una despiadada enfermedad pudo acallar su voz.

En febrero de 1967, siendo entonces un comandante guerrillero de 35 años, Teodoro se fugó de la prisión militar donde él y otros dos dirigentes comunistas purgaban condenas por rebelión militar. Escaparon a través de un túnel de 64 metros, excavado sigilosamente desde el exterior bajo el cuartel San Carlos, una fortificación del siglo XVIII.

Hacía poco más de tres años que, sirviéndose de una soga, se había descolgado desde el séptimo piso del Hospital Militar donde se hizo conducir con urgencia desde la prisión, luego de fingir convincentemente una hemorragia interna.

Para ello, hubo de ingerir medio litro de sangre humana transfundida, procurada por su esposa durante la visita conyugal, y vomitarla oportuna y aspaventosamente ante los escépticos custodios de la cárcel. Dos años y medio más tarde, volvería a ser detenido. Tan pronto Teodoro salió del túnel, el Partido lo envió en una misión a Argelia. “Debía ir por unas armas que los norcoreanos habían puesto a nuestra disposición”, contó en 2006 al periodista venezolano Alonso Moleiro.1

Una feroz disputa desgarraba a los comunistas venezolanos: una facción, encabezada por el legendario comandante Douglas Bravo, era partidaria de seguir en armas con apoyo irrestricto de Fidel Castro. Teodoro, en cambio, propugnaba un repliegue ordenado, con miras a volver a la lucha legal.

El Partido Comunista de Venezuela (PCV) había sido hasta aquellos momentos uno de los más fuertes y dinámicos de América Latina. Sumaba ya veinte años de actividad insurreccional casi continua, primero contra la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez (1948-1958) y luego contra los gobiernos elegidos de Rómulo Betancourt (1959-1964) y Raúl Leoni (1964-1969). Norman Gall, periodista estadounidense, gran conocedor de nuestra América, afirma que “el PCV condujo la insurgencia más duradera durante aquel decenio delirante, combatida aún con mayor crudeza que la guerrilla de Castro en la Sierra Maestra”.2

En Venezuela, el ataque masivo a su naciente democracia comenzó en 1962, cuando las FALN (Fuerzas Amadas de Liberación Nacional) lograron instigar dos sangrientos pronunciamientos militares. En uno de ellos, una unidad de infantería de marina sublevó la principal base naval del país y liberó y armó a medio centenar de guerrilleros presos. El gobierno de Rómulo Betancourt recuperó el control de la base solo después de un bombardeo aéreo y una acción de blindados que causó no menos de cuatrocientas muertes.

En el balance de su vida clandestina, hecho en solitario quizá durante aquella Cuaresma de hace casi sesenta años, debió estar el juicio que durante su cautiverio Teodoro llegó a hacerse sobre la ineficacia –la sinrazón, más bien– de aquel prolongado esfuerzo insurreccional.

La huelga general que convocamos el 19 de noviembre de 1963, durante el gobierno elegido de Betancourt (1959-1964) y diez días antes de las elecciones, fue el canto del cisne de las FALN. Anunciamos la huelga para impedir las elecciones generales. Régis Debray estaba en Venezuela en esos días y dijo que ni siquiera en Argelia había visto algo así. Había francotiradores por toda Caracas.

Se detuvo el tráfico automotor, nadie salió a trabajar. Al final hubo 34 muertos en los combates. Paralizamos la ciudad de una manera absurda: con balas. No nos quedaron municiones para el día de las elecciones, así que nuestra promesa de impedirlas no pudo cumplirse. Acciones tan absurdas como estas despertaron el odio de la población hacia nosotros.3

Así hablaba Teodoro, apenas cuatro años después de la fuga de la prisión del San Carlos. “Las elecciones de 1963 tuvieron lugar en el periodo en que la lucha armada alcanzó su punto culminante. Pese a ello, el proceso electoral se convirtió en el fenómeno político más importante del país, absorbiendo todo el interés y la pasión de las masas.”4 Las bastardillas son mías.

Ya el año anterior, el Comité Central del PCV había resuelto suspender las acciones armadas y regresar a la llamada “lucha de masas”, en la legalidad. Douglas Bravo, quedó dicho, estuvo en desacuerdo y encabezó una fracción guerrerista. Pero para el disciplinado revolucionario profesional que era Teodoro, en aquel momento resultaba imperioso apoderarse antes que los hombres de Douglas Bravo del buque cargado de armas fondeado en Argel.

Provisto de documentación falsa, Teodoro atravesó por tierra tres países andinos, voló a Río de Janeiro y desde allí alcanzó París. “Entonces fui a Bulgaria. Los búlgaros nos ayudaron a sacar las armas de Argel.”5 No era la primera vez que visitaba la patria de sus mayores.

“Supe que mi padre había sido comunista ya en mi adolescencia”, cuenta Teodoro en carta dirigida a su hijo Daniel, a mediados de los años ochenta.6 Petko Petkoff era hombre parco, de mediana estatura y, sin embargo, de imponente presencia. “No me animé a tutearlo hasta que llegué a la edad adulta y fue así solo porque me lo impuse deliberadamente. Luben, mi hermano, no llegó a tutearlo en toda su vida.”

En su juventud, Petko se involucró en la gran rebelión que, instigada en parte desde Moscú, estremeció su país en 1923, hace ya un siglo. La rebelión, que causó más de cinco mil muertes, fue aplastada por la autocracia, apoyada por el partido de los terratenientes. Petko logró escapar a Viena, donde halló refugio en el círculo íntimo del líder comunista Gueorgui Dimitrov. Poco después, Petko emigró a Checoslovaquia donde, en Brno, se recibió de ingeniero químico y conoció a Ida Malec, la madre de Teodoro.

Ida nació en Będzin, una pequeña población de la Silesia polaca, en 1897 y era hija de Mendel Malec y de Regina Lewcowitz, judíos jasídicos de observancia estricta que criaron otros cuatro hijos. Casi todos los cuarenta mil judíos de Będzin fueron deportados durante la Segunda Guerra Mundial. Toda la familia de Ida Malec, con excepción de dos de sus hermanos, fue exterminada en Auschwitz.

Dice mucho de la personalidad de Ida Malec el que se haya rebelado desde jovencita contra la asfixiante intolerancia jasídica y sus normas de reclusión social y que haya luchado primero para estudiar bachillerato en Varsovia, “algo herético, tratándose de una mujer hassidim y a comienzos del siglo XX –observa Teodoro–, y luego apañárselas para irse a Checoslovaquia a estudiar medicina en Brno”. Tras dejar atrás la universidad, la pareja que hicieron Ida y Petko se propuso establecerse en la URSS.

Las autoridades soviéticas no hicieron reparos al ingreso de Petko. Al cabo, Petko era un probado miembro del Partido Comunista búlgaro sobre quien pesaba una condena a muerte dictada in absentia; el problema era Ida. Exigieron “someterla a observación”, separados y por tiempo indefinido, antes de concederle a ella un visado.

La pareja decidió que juntos o nada. La horca esperaba a Petko en Bulgaria. ¿Dónde ir entonces? La Sorbona decidió por ellos: justo entonces Ida fue aceptada para cursar un posgrado de especialización. En algún momento, entre 1926 y 1927, y tras dejar Francia, Ida y Petko marcharon resueltamente a Venezuela.

Siempre me resultó un misterio el por qué escogieron nuestro país –comenta Teodoro en la carta ya citada–. Que hubieran ido a Argentina habría sido comprensible: en Argentina había una enorme colonia búlgara –y también judía y polaca, por cierto–. Podían escoger Brasil…

Pero que hubieran venido a aquella Venezuela absolutamente atrasada de dos millones de habitantes, el 80% de los cuales eran campesinos palúdicos, gobernada por un tirano brutal como Gómez […], no dejaba de ser una aventura. Parece que uno de los tres o cuatro búlgaros que vivían en Venezuela para la época le había escrito a Petko y quién sabe qué cuento le metió que lo convenció de venirse a hacer la América en Venezuela.7

La hipótesis del corresponsal búlgaro no es descartable. Pero quizá más convincente como explicación sea reparar en el mundo que Ida y Petko decidieron dejar atrás: la Europa oriental y los Balcanes después de la Primera Guerra Mundial, el desplome del imperio austrohúngaro, las ondas de choque de la Revolución rusa y su guerra civil.

Eran aún jóvenes y el enigma de su llegada a un país entre el mar Caribe y la cuenca del Orinoco no alcanza a velar el humano designio de una utopía à deux, procurada con enamorada determinación en un país suramericano, ciertamente atrasado, pero lejos de pogromos y condenas al patíbulo. Vivieron en una pensión del centro de Caracas y Petko no hurtó el cuerpo a ningún trabajo por duro que fuese; Ida se sumió en el estudio para la reválida de su título de médico. Fue ella quien, poco después de revalidar su título en 1929, leyó el aviso en el periódico: un gran central azucarero, construido a partir de un ingenio del siglo XVIII, necesitaba un químico.

El central estaba en una franja a la vez feraz, calurosa y entonces sumamente palúdica, al sur del lago de Maracaibo. La población más cercana es El Batey –voz aborigen que en toda la cuenca del Caribe nombra al barracón de esclavos– y es mayoritario allí el ancestro africano. Cuando en el Central Venezuela supieron que la esposa de Petko era médica se dieron prisa en contratarlos a ambos. En ese hogar nació Teodoro, en enero de 1932. Un año más tarde llegarían los gemelos Luben y Mirko.

“Teníamos una casa prefabricada, de madera, muy aireada, importada de los Estados Unidos por la compañía propietaria del central. Vivíamos cerca del río Torondoy, en campo abierto. La casa tenía un patio inmenso, lleno de animales. Papá fue muy feliz en esos años. Tenía una colección de serpientes; yo una cabra. Un día la mató el tren del central. En 1940, vinimos a vivir a Caracas”, dijo Teodoro.8 Tenaz recuerdo de infancia: una mañana a fines de 1935, la sirena del central aúlla incesantemente, propalando la muerte del tirano Gómez, tras veintisiete años de atroz dictadura. Anunciaba también, según consabida frase, la llegada del siglo XX a Venezuela.

En noviembre de 1948 una junta militar derrocó al primer presidente civil que tuvo Venezuela en el siglo pasado: un respetado novelista llamado Rómulo Gallegos. La elección que lo elevó al poder fue el primer sufragio universal en nuestra historia, las mujeres votaron entonces por primera vez.

La presidencia de Gallegos duró tan solo nueve meses y puso fin al ciclo de reformas sociales y políticas conducido desde 1945 por el socialdemócrata Rómulo Betancourt. Meses antes del derrocamiento, Teodoro se afilió a la Juventud Comunista. Una noche de 2010, en Bogotá, me contó que el padrino de su afiliación fue nadie menos que el poeta Rafael Cadenas. Tenía dieciséis años. “Mi primera célula del Partido estaba formada por jóvenes artesanos en proceso de convertirse en obreros industriales. Funcionaba en mi dormitorio: papá solía levantarse de su silla para estrechar ceremoniosamente la mano de cada uno de mis camaradas según llegaban y mamá les servía más tarde café y un trozo de pastel.”9

Vivían en Chacao, un “suburbio interior” de la capital. Petko había fundado una empresa de tipografía y litografía y se tomó el ingreso de Teodoro al Partido Comunista con sabiduría: por primera vez habló de política con su hijo mayor. Hojeaba los manuales de historia de la Editorial en Lenguas Extranjeras de Moscú que Teodoro llevaba a casa, señalando sin aspereza la culpable omisión de Bujarin, Trotski, Sverdlov y todos los demás bolcheviques que hicieron la Revolución. Eran discusiones que al principio Teodoro, con celo de iniciado, no se resignaba fácilmente a perder pero que, a la larga, sembraron en él una conciencia antidogmática.

El triunvirato de tenientes coroneles hizo crisis cuando quien presidía la junta fue secuestrado y asesinado a fines de 1950. Fue un crimen tortuoso y grotesco, llevado a cabo por una turbia partida de irregulares armados. Nunca se esclarecieron los móviles ni la autoría intelectual del magnicidio pero, al cabo, el beneficiario directo fue un miembro de la junta militar, Marcos Pérez Jiménez.

Cimentada por las compañías petroleras y la Guerra Fría, su dictadura iba durar diez años. En el curso de aquella década, Teodoro se convertiría en un formidable activista de agitación y propaganda, primero, y más tarde en uno de los organizadores de la insurrección popular que finalmente precipitó el derrocamiento de Pérez Jiménez en enero de 1958. Con el aprendizaje del oficio vinieron los carcelazos. Algunos duraron meses.

La noche del sábado 11 de julio de 1956, Mirko Petkoff fue asesinado a tiros por un policía uniformado a las puertas de un bar obrero. Tenía apenas veintitrés años. La tragedia tuvo duraderas consecuencias anímicas en Luben, gemelo idéntico de Mirko. Los morochos Petkoff –en Venezuela llamamos “morochos” a los gemelos– criaron fama de aporreadores en las tánganas de taberna. “Tenían –son palabras de Teodoro– la mano pesada del noqueo fulminante. De jóvenes fueron personalidades tormentosas, que bebían y peleaban de forma muy plebeya, y cuyas amistades eran todas gente sencilla, del común.”

Todos los trastornos que la superstición y la ciencia atribuyen al trauma de la separación violenta de hermanos gemelos por causa de muerte se abatieron sobre Luben, el sobreviviente. Su parquedad habitual se tornó mutismo absoluto, lo atacó el insomnio, el torso escoraba pronunciadamente al caminar. Sintiéndose culpable de la muerte de Mirko, dejó de beber. Trabajaba en la tipografía sumido en un estupor ausente.

A finales de 1957 la resistencia a la dictadura había crecido considerablemente y aumentaba el descontento en todos los sectores sociales, incluyendo al ejército. Teodoro se involucraba desde la clandestinidad en preparativos de una insurrección general. Luben lo visitaba discretamente en su casa –que era también su escondite–, donde vivía con su primera esposa y dos hijas pequeñas. Acudía al trabajo en la imprenta pero seguía desasido del mundo.

Se sentaba y miraba a Teodoro ir y venir, sin hablar. Un día vio a su hermano llegar con una radio clandestina que debía instalarse en un auto robado. “Deja que te ayude”, dijo entonces. Instaló la radio y comenzó a salir de su aflicción.

Los muchos talentos de Luben –con las máquinas y las armas de fuego, su fácil familiaridad con los humildes– lo hicieron imprescindible en la lucha callejera durante los días cruciales de la insurrección de Caracas que cobró trescientas vidas. Pérez Jiménez huyó del país y la vida legal de los comunistas comenzó de nuevo, aunque por poco tiempo. En Año Nuevo del 59, los barbudos de Fidel Castro entraron en La Habana.

El pensador colombiano Carlos Granés brinda, en su monumental Delirio americano (Taurus, 2022), una estremecedora y exacta visión del alcance y la gravedad que llegó a tener el trastorno de emulación fidelista en América Latina. Los comunistas venezolanos no escaparon al hechizo de la Revolución cubana.

A principios de 1961, Teodoro se aprestaba a subir a las montañas del occidente del país donde con Douglas Bravo se proponía crear un frente guerrillero. En ese preciso momento, Luben pidió ingreso al Partido y un puesto en la guerrilla.

Teodoro llegó a Sofía, procedente de Moscú, en el verano del 67.

Traía nombre supuesto –“Mishka”– y el pelo aún teñido de negro con que salió de Venezuela. Tan solo una vez, de jovencito, había estado en Bulgaria y conocido a Todor, su abuelo. Ahora acababa de declinar el asilo permanente que le ofrecieron los soviéticos. Tan pronto pudiese, arguyó en Moscú, regresaría a la lucha en Venezuela.

Debía ahora reunirse con Boris Velchev, segundo secretario del Comité Central del Partido Comunista Búlgaro, el más alto funcionario de la organización después del líder Todor Zhivkov. Bulgaria tenía a su cargo la ayuda material a los movimientos “de liberación nacional” en países tan distantes entre sí como podían serlo Laos y Venezuela.

El Archivo del Estado búlgaro guarda un protocolo estenográfico de 33 páginas que recoge todo lo tratado en el encuentro.10 La reunión tiene lugar el 11 de agosto de 1967. Participan, además de una intérprete, Alonso Ojeda, funcionario del Partido Comunista venezolano, y Konstantin Tellalov, el segundo de Velchev. “Nuestro Partido ha experimentado graves reveses –dice Ojeda– y sufrido muchas pérdidas pero su capacidad de recuperación no está en entredicho. La exitosa fuga de sus dirigentes presos es prueba de ello.”11

Pese a ello, en su último pleno se admitió un “grave estancamiento de las operaciones militares”, luego de seis años de insurgencia. No haber participado en las elecciones de 1963 fue unánimemente considerado un gravísimo error. Se aparcó la idea de la lucha armada como única vía hacia el poder y se postuló el regreso a la lucha legal. Ojeda informa además del desprendimiento de otro grupo armado, el PRV (Partido de la Revolución Venezolana), comandado por Douglas Bravo quien recientemente había sido expulsado del Partido. “Cuenta con apoyo irrestricto de los cubanos.” Es entonces cuando Velchev solicita de Teodoro un comentario.

Su exposición –en mis notas la llamo “Sofía 67”– se ciñe a las formas del “balance y perspectiva” propias del marxismo-leninismo de la época, resabio lingüístico de la Tercera Internacional. Palabras y giros hoy en desuso: “auge de masas”, “intereses de clase”, “situación prerrevolucionaria”. El núcleo de su argumento es la inevitabilidad de la violencia.

Teodoro funda su intervención en la historia “oficial” del movimiento armado. Su relato de la perfidia de Rómulo Betancourt es el mismo que la izquierda iba a difundir sin variaciones hasta nuestros días. “Betancourt egresó de un exilio de diez años y al retornar al poder dio inicio a una campaña contra el pueblo. Lo hizo en un periodo de auge revolucionario –derivado del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez–, que de haberse profundizado habría hecho posibles grandes avances en lo social y político. Pero Betancourt prefirió traicionar aquel espíritu y frustrar la revolución que estuvo a su alcance. En consecuencia, el Partido convocó al pueblo a armarse y a defender sus conquistas con las armas en la mano.”12

No hay, sin embargo, evidencia alguna de que Betancourt haya maquinado una ofensiva contra la izquierda para provocar una respuesta armada que justificase su exterminio. En realidad, tal como sugiere Granés, basta el masivo anhelo de emulación de la Revolución cubana para explicar la violencia armada en Venezuela.

Fidel Castro tenía en 1967 pésima opinión de las FALN. “¡Una guerrilla que no asalta guarniciones del enemigo ni despeja zonas liberadas!”, escarnecía el máximo líder desde Radio Habana a los comunistas venezolanos antes de llamarlos cobardes y entreguistas. Su descripción del desempeño de las FALN es exacta; luego de seis años, no mostraban éxito militar alguno. Las bajas por enfermedad, la falta de adhesiones campesinas, las deserciones en número cada día creciente y el despiadado acoso del ejército las habían reducido al fantasmal remedo de una milicia irregular.

Quizá para mostrar cómo debían hacerse las cosas, Castro envió aviesamente voluntarios a Venezuela. En julio del 66, Luben Petkoff, quien se había sumado a Douglas Bravo en la disputa con el PCV, comandó el desembarco de un grupo de quince combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba. Luego de largos, infructuosos meses, maltrechos y acosados por el ejército, debieron reembarcarse nuevamente. Otra incursión, en 1967, terminó en un fiasco sangriento.

En Sofía 67, Teodoro condena estos hechos: “Con el envío de voluntarios cubanos se intenta fabricar, deslealmente y sin perspectiva alguna, procesos revolucionarios que deberían ser raigalmente nacionales.”13 Y anuncia un dramático cambio en la estrategia del PCV: participará en las elecciones presidenciales de 1968. El primer paso en esa dirección había sido la suspensión sine die de las acciones armadas.

Ocurría que el gobernante partido de Betancourt vivió una división a mitad de año: cerca de la mitad de sus militantes renunciaron en apoyo a un dirigente histórico de su ala izquierda. El PCV se propuso apoyarlos: exhausto el Partido por el vano esfuerzo insurreccional, sus jefes buscaron unirse a una coalición de izquierda para ellos salvadora. Esto, sin embargo, no es lo que da a entender Teodoro en Sofía 67: “Una campaña electoral trae consigo un tiempo de agitación que puede crear condiciones para relanzar la lucha armada con una sublevación en la capital, Caracas.”14

¿Se marcaba Teodoro, con esas expresiones, un “farol” para deslumbrar a los búlgaros? Estimo que, en cualquier caso, fue el “momento sicológico” de plantear el asunto de las armas de Argel.

“Nuestro partido tiene cientos de armas varadas en Argelia, pero Argel es un hervidero de espías europeos y gringos”, dijo. “Es difícil sacarlas de allí con nuestros insuficientes medios sin ser advertidos por la CIA. Hace tiempo recibimos de Sofía el ofrecimiento de mover un mercante búlgaro hasta algún punto cercano a la costa venezolana. Nosotros nos ocuparíamos de llevarlas a mi país. Si el ofrecimiento sigue en pie, estamos prestos.”15

Velchev y su secretariado disponían de Kintex, naviera especializada en el transporte de productos químicos que obraba como tapadera de los envíos de armas. Así estaban las cosas en agosto del 67. En septiembre, una ofensiva de los servicios de inteligencia venezolanos desmanteló por completo el aparato armado de Douglas Bravo. A comienzos de octubre, el Che Guevara, rendido y cautivo, murió asesinado en Bolivia.

La debacle de Douglas Bravo y la muerte del Che en Bolivia trajeron el fin de la disputa con los cubanos, de las FALN y de la lucha armada. Así contó siempre Teodoro el fin, en la práctica, de su carrera como subversivo latinoamericano. El camarada Boris Velchev debió juzgarlo así también y sentirse libre para disponer del armamento.

“Ñángara” es voz que Venezuela comparte con Cuba. Designa al izquierdista partidario activo de la violencia. Cultivo la superstición intelectual de los trípticos y distingo, biográficamente hablando, un Teodoro ñángara, uno parlamentario socialdemócrata y un tercero, escritor, periodista y luchador liberal, en combate solitario hasta su muerte con Chávez y sus cortagargantas.

El 9 de octubre de 1967, irónicamente el mismo día en que el Che Guevara fue asesinado, un buque de Kintex zarpó de Burgas, en el mar Negro, con cien fusiles de asalto Kaláshnikov AK-47, ciento veinte carabinas Símonov de 7.62 mm y un excedente alemán de la Segunda Guerra Mundial: cincuenta subametralladoras Schmeisser. La carga iba destinada, vía La Habana, a la guerrilla del Partido Guatemalteco del Trabajo.

Sostendré siempre, aunque no pueda probarlo, que aquellas armas son las mismas que el folclor de los viejos ñángaras de las FALN –han ido muriendo– llamó “las armas de Argel, las armas de Teodoro”. ~



  1. Alonso Moleiro, Solo los estúpidos no cambian de opinión, Caracas, Libros Marcados, 2006. ↩︎
  2. Norman Gall, “Teodoro Petkoff: The crisis of the professional revolutionary. Part I: Years of Insurrection”, (NG-1-72), Fieldstaff Reports, East Coast, South America Series, vol. XVI, núm. 1, 1972. Cito la traducción al español disponible en www.tropicoabsoluto.com. ↩︎
  3. Ibid. ↩︎
  4. Ibid. ↩︎
  5. Ibid. ↩︎
  6. Enviada al mismo tiempo a todos sus hijos, responde a la curiosidad del joven Daniel sobre su parentela y es rica fuente de primera mano sobre la primera juventud de Teodoro. Puesta a disposición de Letras Libres por su hija, Teodora Petkoff, escribiendo desde Sofía. ↩︎
  7. Ibid. ↩︎
  8. Norman Gall, op. cit. ↩︎
  9. Ibid. ↩︎
  10. Documento del Archivo Estatal de Bulgaria. ЦДА, ф1Б оп 34 а.е.67 Документ (government.bg). Trad. Teodora Petkoff. ↩︎
  11. Ibid. ↩︎
  12. Ibid. ↩︎
  13. Ibid. ↩︎
  14. Ibid. ↩︎
  15. Ibid. ↩︎
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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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