La inmortalidad es solo una cuestión de encontrar el servidor adecuado.
William Gibson, Neuromante
Desde El poema de Gilgamesh –donde el protagonista busca la inmortalidad, pero termina aceptando la inevitabilidad de la muerte– hasta La invención de Morel –en la que una máquina captura y proyecta para siempre a los muertos– la literatura ha fantaseado con la idea de burlar el destino final. El cine ha hecho lo mismo en películas como Transcendence donde la conciencia se transfiere a una inteligencia artificial (IA) o en “Be right back”, el episodio de Black mirror donde se muestra cómo una viuda encuentra consuelo a través de un androide que recrea a su marido fallecido. Pero, lo que antes era solo ficción, hoy se está volviendo parte de nuestra realidad. Si bien concebimos la muerte como un evento definitivo, una despedida sin marcha atrás, la tecnología desafía esa certeza. Las death techs, o “tecnologías de la muerte”, están diseñadas para gestionar la muerte, el duelo y la memoria digital: nos ofrecen la posibilidad de permanecer, aunque sea de manera virtual, mucho después de nuestra desaparición física.
Un mundo donde los muertos no se desvanecen
“Imagínate que pudieras hablar con sobrevivientes del 9/11, cara a cara.” Esto dice la página principal de StoryFile, una plataforma que, a través de entrenamiento con IA, permite recrear videos de personas fallecidas, simulando una conversación real. Tal es el caso también de HereAfter AI, una aplicación que te da el “regalo de ser recordado”. Aquí, los usuarios –en vida– responden preguntas y cuentan detalles que, posteriormente, cuando fallezcan, sus seres queridos podrán revisitar.
Aunque estas empresas llevan menos de una década existiendo, Karen Cerulo y Janet Ruane son sociólogas estadounidenses que, a principios de este siglo, ya habían explorado cómo la tecnología está desdibujando la frontera entre la vida y la muerte, creando lo que denominaron el technological lifespace: un estado intermedio en el que los fallecidos pueden seguir “presentes” para los vivos. Las autoras también introdujeron el concepto de techno-synchronicity, un fenómeno en el que la tecnología permite que los muertos continúen interactuando con el mundo. Un ejemplo emblemático es Project December, la plataforma que permitió al escritor Joshua Barbeau “conversar” con su exesposa fallecida. La tecnología no solo preserva la memoria, sino que la transforma en una presencia disponible para el usuario cuando la necesite.
Pero, aunque estas tecnologías parecen nuevas, las prácticas no lo son necesariamente. En la era victoriana, la fotografía post mortem fue una forma de mantener cerca a los difuntos, congelándolos en una imagen que garantizaba su permanencia. Hoy las redes sociales se “victorizaron”, pues cumplen esa misma función. Desde 2015, Facebook introdujo la opción de “contacto de legado”, la cual permite que un familiar administre la cuenta de un usuario fallecido. Para 2019, más de treinta millones de personas habían visitado perfiles conmemorativos cada mes. Google implementó un sistema similar que permite a los usuarios designar un “gestor de cuentas inactivas” para hacerse cargo de su presencia digital tras su muerte. Es decir, cuando mueras, tu albacea digital podrá entrar a tu correo y también a tu historial de Google o YouTube.
De ahí que la pregunta ¿quién se quedará con mis redes sociales cuando ya no esté aquí? se deba plantear en la siguiente reunión familiar y hasta en el testamento. Pues todos estos cambios que podrían parecer herramientas insignificantes han modificado nuestra relación con la muerte. En el pasado, el fallecimiento implicaba un proceso de separación claro: el duelo tenía etapas definidas y los rituales funerarios servían para marcar el tránsito entre la vida y la ausencia. Pero ahora, la muerte se ha vuelto más ambigua. Un ejemplo fue la plataforma LivesOn, que analizaba los patrones de publicación de un usuario en Twitter y, tras haber fallecido, le permitía seguir generando tuits con su estilo. ¿Es esto una forma de mantener viva la memoria o, más bien, una simulación que impide el cierre emocional?
El etnógrafo Arnold van Gennep describió los ritos funerarios como elementos esenciales para ayudar a la sociedad a procesar la pérdida. En sus palabras, solo los muertos más peligrosos deberían “agregarse de nuevo al mundo de los vivos”. En ese sentido, las death techs podrían estar alterando nuestra relación con la muerte, evitando que los fallecidos sean plenamente incorporados a la memoria colectiva.
Este fenómeno también tiene implicaciones filosóficas y éticas. Desde 1818, en su novela Frankenstein, Mary Shelley ya advertía sobre los peligros de jugar con la vida y la muerte. Su criatura no era aceptada ni por el mundo de los vivos ni por el de los muertos. Algo similar ocurre con las death techs: no sabemos bien dónde colocar a estos avatares digitales. ¿Son recuerdos? ¿Son extensiones de la persona fallecida? ¿O son simples productos comerciales? Empresas como Eterneva convierten cenizas humanas y de animales en diamantes, mientras que Recompose ofrece el compostaje humano como alternativa ecológica al entierro tradicional. La línea entre honrar a los muertos y capitalizar su memoria se vuelve cada vez más delgada.
La tecnología no solo ha cambiado la forma en que lidiamos con la muerte, sino que la ha convertido en un “lugar para visitar” por unos cuantos dólares. La posibilidad de ver, escuchar e incluso interactuar con los fallecidos ha generado una especie de inmortalidad digital. Sin embargo, este acceso constante plantea una nueva problemática: si el duelo es un proceso que requiere cerrar ciclos, ¿qué sucede cuando la persona fallecida sigue publicando fotos, enviando mensajes programados o apareciendo en recuerdos automáticos de redes sociales? La antropóloga Patricia Lange sugiere que la permanencia digital de los muertos puede generar una sensación de presencia constante, dificultando la aceptación de la pérdida.
Jorge Luis Borges exploró esta idea en “El inmortal”, relato donde el protagonista descubre que la inmortalidad es, en realidad, una condena. A medida que los siglos pasan, los inmortales dejan de tener identidad, olvidan sus nombres, sus historias y se convierten en seres indiferentes a todo. “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”, escribió Borges. Algo parecido podría ocurrir con la digitalización de la memoria, al prolongar artificialmente la existencia de los muertos. En el ámbito del entretenimiento, por ejemplo, no son pocos los casos en donde se ha decidido recrear digitalmente a una celebridad. En una presentación del festival de música Coachella en 2012 se proyectó un holograma de Tupac, cantante fallecido dieciséis años antes, para brindar un performance único. Pero, cuando estas prácticas se trasladan a la esfera personal, la cuestión se vuelve más compleja.
En La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares nos revela que el protagonista descubre que la realidad que lo rodea no es sino una grabación infinita de un grupo de personas que vivieron en la isla antes que él. Estas proyecciones son perfectas en apariencia, pero no tienen conciencia de su propio existir. Morel creó su máquina para lograr la inmortalidad, pero el precio fue la muerte. En el fondo, la novela plantea la misma pregunta que enfrentamos hoy: ¿queremos que la muerte deje de ser un punto final? Tal vez, como escribió el novelista de ciencia ficción Philip Dick, “no podemos hacer que la muerte desaparezca, pero podemos hacer que parezca irrelevante”. ~