Líbano: ellos disparan, nosotras narramos

AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

No fue una sentencia, sino un presentimiento. Malak Bazzi no se equivocó cuando le dijo a su hermana que sentía que no iba a poder ponerse el vestido blanco de novia que colgaba en la pared. Su matrimonio, conocido como ‘Nikah Dawam en la tradición musulmana chiita, debía celebrarse en un par de horas, el 21 de septiembre de 2024. Pero poco después de pronunciar esas palabras, fuerzas israelíes lanzaron uno de los bombardeos más intensos del año en el suburbio de Dahieh, en Beirut, zona gobernada por Hezbolá. El ataque dejó 45 muertos y más de sesenta heridos. El vestido seguía allí. Los planes para firmar el contrato de matrimonio, también.

“En tiempos de guerra es mejor ser una mujer casada”, pensó Malak. En un país confesional como Líbano, es más difícil que a una mujer la separen de su marido. No se vistió con aquel vestido blanco. Se quedó con sus prendas negras. Firmaron el contrato con la sola presencia del sheikh –la autoridad religiosa que da validez y formalidad– y su padre. Malak, por fin, tenía el pretexto perfecto para permanecer. Su familia prefirió refugiarse en Irak. Ella no. Ella decidió quedarse.

Malak es directora de teatro, actriz, productora, escritora y fundadora de Shams Acting Space, una escuela creada para que las mujeres con hiyab aprendan a escribir y actuar sus propias historias. “¿Ves toda esta mierda? Yo pertenezco a esta mierda. No me puedo ir”, dice. Y se quedó para escribir, grabar, actuar.

“La guerra la relatan las mujeres”, escribió Svetlana Aleksiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Pero esto no es exclusivo de las soviéticas. En Líbano, son mujeres de todas las clases y religiones quienes están poniendo la pluma, la cámara, el arte, la comida, el cuerpo, para documentar lo que ocurre en esta tierra.

No puedo decir que la guerra comenzó en octubre de 2024. Si miramos con detenimiento, la guerra civil que arrasó Líbano en 1975 terminó, en el papel, con los acuerdos de Taif en 1990. Pero no en la práctica. Las divisiones sociales que aún persisten, así como la guerra de 2006 y la revolución de 2019, son prueba de que el conflicto nunca se fue del todo.

Thawra untha” –la revolución es feminista– fue una de las consignas más repetidas durante la thawra (revolución) de 2019. Eran las mujeres quienes ponían el cuerpo para proteger a los hombres de los gases lacrimógenos o de ser arrestados. Incluso en la guerra hay códigos: aquí, a las mujeres no se les toca. De esa revolución emergieron voces como la de Ghida Younes, creadora de My Fat Lady, una caricatura de una mujer con sobrepeso que se volvió emblema visual del movimiento; o cineastas como Myriam el Hajj, quien documentó a más mujeres, como Perla Joe y Joumana Haddad, activas y visibles en la lucha.

Hoy, ese rol se sostiene. La misma frase de Aleksiévich me la repitió Fátima Joumaa, una de las pocas fotoperiodistas chiitas que, desde el 7 de octubre de 2023, comenzó a documentar los ataques al sur de Líbano. Sus fotos son crudas: madres frente a ataúdes despidiendo a sus hijos mártires. Pero Fátima agregó algo más: “Mientras los hombres hacen la guerra, somos las mujeres quienes la documentamos.” Y lo sostiene con una ética clara: “Los hombres no documentan como nosotras”, dijo. En sus imágenes no hay espacio para retratar el fetichismo del sufrimiento. No busca el morbo. Busca memoria. Rostros, gestos, tierra herida. Un archivo vivo de lo que aquí ocurre.

La preservación de la memoria ha sido fundamental para muchas mujeres libanesas. Así lo dijo Sara Safieddine –directora, editora, escritora y productora– mientras hablábamos de sus desplazamientos. “Cuando comenzó la guerra, lo primero que empaqué fueron las fotografías de mi familia”, recuerda. “Esta no es la primera vez que pasa. Mis padres lo vivieron. Mis abuelas también. Y lo que más me duele no es perder la casa, es que intenten borrar nuestra identidad. Nuestra memoria. No tengo fotografías de mis abuelos. No sé cómo se veían mis padres cuando eran jóvenes. Y yo me rehúso a que mis hijos crezcan sin saber quién fue su madre.”

Malak y Sara son grandes amigas y, juntas, comenzaron a registrar lo que ocurría durante la guerra. Pasaban tardes enteras entrevistando a vecinos, visitando las escuelas que por semanas funcionaron como refugios. Los formatos cambiaron, pero las historias no dejaron de contarse. Comenzaron a producir pequeños reels cinematográficos para Instagram que alcanzaron más de un millón de vistas. Un logro inmenso en un país donde las historias de la gente rara vez encuentran eco en la industria audiovisual o en los grandes medios.

Y mientras estas mujeres musulmanas documentaban la guerra, otras resistencias sucedían lejos del lente. Nisrine Khoury, cristiana, profesora de yoga y activista por los derechos menstruales, comenzó a distribuir productos de higiene menstrual en escuelas públicas donde se refugiaban mujeres desplazadas del sur. “En esta guerra, las mujeres están al fondo de la lista. Si un bebé hace popó, necesita pañales. Si una mujer sangra, también necesita protección. Pero nadie lo menciona.” Desde 2019, Nisrine ha recolectado toallas, jabones y ropa interior reutilizable. Durante la guerra de 2024, su campaña cubrió a más de setecientas mujeres. Mientras escuchaba los aviones sobrevolar Beirut, contaba los paquetes. “Es un acto meditativo”, dice. Ahora planea abrir su propia ONG. Marilyne Aoun es otra de estas mujeres. Durante la guerra, a través del restaurante familiar, cocinaba y repartía diariamente más de cien paquetes de comida para personas desplazadas en todo el país.

Algunas de estas mujeres se conocen. Otras no. Muchas no militan juntas ni comparten la misma religión ni las mismas ideas políticas. Pero las une algo más fuerte que la ideología: la certeza de que el cuerpo femenino en guerra no es solo víctima ni un símbolo. Es campo de batalla y de refugio. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: