Jaime Salinas, rara avis

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Con la decisión de una conocida editorial americana, a mediados de los cincuenta, de cotizar por primera vez en bolsa, se produjo un cambio determinante en el modo de concebir el negocio. Considerada la edición hasta entonces por un grupo de editores bostonianos como un oficio de caballeros, pasó de serlo a convertirse en un puro y duro negocio donde el beneficio era su única razón de ser. En Europa, sin embargo, una parte importante de la industria editorial quedó en manos de hombres de cultura literaria y humanística que hicieron de ella una dedicación vocacional. Sus nombres fueron y aún son, los que todavía viven, la aristocracia de la edición; me refiero a los Weidenfeld, Unwin, Samuel Fischer, Unseld, Feltrinelli, Einaudi, Gallimard, etc.

Jaime Salinas, hijo del poeta Pedro Salinas exiliado en Norteamérica tras la Guerra Civil, se educó en Estados Unidos, participó en la Segunda Guerra Mundial como conductor de ambulancias y acabó por recalar en Barcelona, donde se unió al muy solvente equipo editorial creado por Víctor Seix y Carlos Barral, lo que le permitió codearse con todos los grandes editores internacionales. También colaboró decisivamente con todos ellos pastoreando el Premio Formentor a novelas inéditas y el muy prestigioso Premio Internacional de Literatura al conjunto de una obra, que se concedió a escritores de la talla de Samuel Beckett, Witold Gombrowicz, Alejo Carpentier, Borges, Saul Bellow o Carlo Emilio Gadda. Cuando consideró acabada su estancia en Seix, se integró en un proyecto editorial que estaba proponiendo en Madrid José Ortega Spottorno, otro hijo de un ilustre intelectual, José Ortega y Gasset. El proyecto era abrir un nuevo sello editorial dedicado al libro de bolsillo. Los editorsin-chief del proyecto fueron Javier Pradera, que provenía del Fondo de Cultura de México en España, y Salinas. Así nació el catálogo de Alianza Editorial, la empresa editorial y cultural española más importante de la época, que hoy sigue en activo. Salinas se ocupaba de las secciones de literatura y Pradera de las humanidades.

Con el tiempo, Salinas acabó por separarse de Alianza para llegar a un acuerdo con Jesús Huarte, perteneciente a la familia Huarte, para relanzar la editorial de estos últimos, que estaba bajo el mando en comandita de los hermanos Cela. La editorial era Alfaguara y allí fue donde Jaime Salinas pudo llevar a cabo una transformación que, como en el caso de Alianza, aunque de manera diferente, ha dejado una huella indeleble en la edición española. Con la Alfaguara de Salinas se produjeron cambios sustanciales en la edición española: el primero, un diseño de portada sencillo y reconocible en el que el nombre del autor era el de primera importancia. Si en el éxito de Alianza fue decisiva y distintiva la aportación del genial grafista Daniel Gil, en esta etapa de Alfaguara lo fue la del diseñador catalán Enric Satué, que se encargó también de crear la maqueta (formatos, márgenes, medianiles, orlas, etc.). La segunda innovación fue la de sacar a la portada del libro los nombres de los traductores reconociendo su relevancia, lo que fue seguido por buena parte de los editores españoles desde entonces. También tomó la decisión de dedicarse a dar a conocer la obra más importante de los autores elegidos por él, con lo cual se centraba –tal como concibió la portada– en el seguimiento del autor seleccionado siempre que fuera posible, lo que convertía a sus autores y a su catálogo en seña de identidad de la casa. Así comenzó con nombres como Henry Miller, Marguerite Yourcenar o Günter Grass.

Jaime Salinas era, por así decirlo, un profesional con un instinto muy desarrollado de lo que podríamos denominar el glamour de la cultura y, como tal, un editor de gusto refinado, y a su lado se constituyó una mitología del esplendor que abarcaba desde sus legendarios lanzamientos hasta sus comités de lectura, donde reunía, en consejo de lectores abierto al público, a los más lúcidos escritores de la época, tanto a la pareja Juan Benet-Juan García Hortelano, un dúo que acabó haciendo giras por todo el mundo del espectáculo con enorme éxito debido a su irresistible vis cómica, lo que les valió, entre sus amigos, el apodo de Pompoff y Teddy, como a los jóvenes aspirantes a la élite de la cultura encabezados por Javier Marías y el segundo de Salinas, Eduardo Naval. La aventura de Alfaguara duró unos años inolvidables hasta que Salinas fue propuesto para la Dirección General del Libro del Ministerio de Cultura. Cinco años más tarde regresó a la edición, esta vez a un señero sello español: Aguilar, recién adquirido entonces por Ignacio Cardenal –gerente de Altea-Taurus-Alfaguara– para el Grupo Timón, donde dio fin a su labor editorial.

Jaime Salinas reñía mucho desde su saber estar editorial. Yo creo que le encantaba reñirnos a los más jóvenes y a los más jóvenes nos encantaba ser reñidos. También reñía al equipo de lectores y al personal de la editorial. Como suele decirse, se dedicaba con verdadera eficiencia a “poner a cada uno en su sitio”, pero era a la vez un gran introductor de embajadores y un excelente relaciones públicas del gran mundo editorial. No había editor europeo o americano que no tuviese trato con él. No puede decirse que fuera un gran lector, pero sí una persona con un instinto infalible para elegir a los lectores que se ocupaban de leer para él. Y tenía un gran bagaje de información cultural. Jaime fue un editor y animador cultural excepcional, un rara avis de la industria editorial de nuestro país y un profesional por el que todo el mundo sentía aprecio y respeto.

Perteneciente a la élite del exilio español en Estados Unidos, su educación bostoniana le convirtió en el más refinado caballero de la edición española. Su dedicación a la causa era indiscutible. Se contaba que su afición a poner a todo el mundo en su sitio procedía de un trauma de infancia: la brutal regañina a que lo sometió Juan Ramón Jiménez por volcar una taza de chocolate (o de lo que fuera) sobre la mesa durante una merienda; es una de las muchas historias que pertenecieron a la mitología del personaje. Cuando se disponía a presentar en Barcelona –el centro de la edición española en aquellos momentos– su Alfaguara, se comentaba en los corrillos que lo haría como un espectáculo único: al modo en que en el siglo XIX entraban los circos en las ciudades, con el director al frente portando casaca y látigo, seguido de los malabaristas, los elefantes, la écuyère (una bella joven que trabajaba en la editorial) sobre un caballo blanco, los payasos animando al público, que debería estar concentrado en las aceras de la Diagonal, la jaula de las fieras y, cerrando este peculiar desfile de escritores y empleados, la banda de música. Lanzó la colección Nueva narrativa hispánica embarcando a numerosos críticos y escritores en un tren nocturno a Oviedo, una noche legendaria que acabó razonablemente bien. Era uno de los reyes de la Feria del Libro en Fráncfort. Pastoreó el famoso Premio Internacional patrocinado por los más grandes editores europeos, premio que obtuvieron, entre otros, Gombrowicz y Borges… En fin, hablamos de un personaje realmente singular en una época de penuria cultural española.

En una ocasión fui comisionado por varios amigos comunes pertenecientes al mundo editorial español para resolver de una vez por todas un problema que, en aquellos tiempos, no sabíamos afrontar: el de la propina que debe dejar un caballero en la mesa tras pagar la cuenta del restaurante correspondiente. Dicho y hecho. Ante la expectación generada, formulé la pregunta y la respuesta fue salinesca en estado puro: “¿Con mantel o sin mantel?”, contestó imperturbable. ~

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es escritor y crítico literario.
Su libro más reciente es Asesinato en el jardín botánico
(Destino, 2022


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