Juan O’Gorman inauguró la arquitectura moderna en México a la edad de veinticuatro años, con su segunda construcción. La casa estudio en Palmas 81 de 1929, considerada la primera obra funcionalista en América Latina, significó la creación de un nuevo lenguaje, confirmado tres años después en las casas que diseñó para Diego Rivera y Frida Kahlo. El 6 de julio se cumple el centenario del nacimiento del “padre joven de la arquitectura moderna en México”, quien a los veintinueve años de edad había ya construido treinta escuelas públicas y reformado otras veinte. La de Palmas, contemporánea a las casas pioneras de Warchavchik en Sao Paulo, de Bustillo en Buenos Aires y de Schmidt/Artaria en la capital mexicana, está precedida por la Granja Sanitaria de Popotla y el Sanatorio de Huipulco de Villagrán, de 1926. Pero mientras en ellas se conservaba aún el peso de la simetría y se reproducían interiores sin relación con el aspecto exterior (la de Warchavchik incluso ocultaba tras los volúmenes cuadrados un techo de teja inclinado), la de O’Gorman planteaba, en cambio, una nueva distribución en sintonía con formas de vida inéditas.
De su precoz arranque siguió una trayectoria marcada por la reinterpretación de la corriente “funcionalista radical”, en un periplo contagiado siempre por la pintura. En una relación promiscua ante los papeles de artista plástico, arquitecto, ingeniero o activista social, O’Gorman jamás conoció un punto medio. Su puntería inicial, que le valió el reconocimiento como el más radical de sus coetáneos (entre los que destacan Juan Legarreta, Enrique del Moral, Enrique Yánez y Luis Barragán), desencadenó después en un itinerario fragmentado por el compromiso social y los placeres estéticos de la arquitectura. Aunque, tras terminar su casa de San Jerónimo 162 en 1955, se dedicó exclusivamente a la pintura, no puso fin a los dilemas sobre una “arquitectura realista”, congruente con su tiempo y con el entorno, sino hasta con su muerte en enero de 1982.
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En la creación de su casa refugio del Pedregal, en la cual trabajó cerca de cinco años, tardó más tiempo que en la suma de sus primeras cuarenta construcciones, y es en esa gruta surrealista donde mejor se sintetiza una carrera arrebatada entre el estilo internacional y la identidad regional. Pero más allá del conflicto sobre la vocación cosmopolita y la mexicanidad —definida por Octavio Paz—, O’Gorman (de padre irlandés y madre mexicana) estuvo sobre todo dividido entre lo técnico y lo poético; entre la estandarización y el taylorismo. En 1926 aprendió de Le Corbusier, en Hacia una arquitectura, la estética maquinista, encajándola impecablemente dentro del terreno del México posrevolucionario, que tras la lucha armada de 1910 se encontraba con un peligroso déficit de vivienda, servicios e infraestructura. La “arquitectura científica”, como la llamó, se convirtió en dogma que, como el movimiento muralista al que perteneció junto con Rivera, Orozco y Siqueiros, daba una respuesta a los aspectos sociales y, de manera casi didáctica o como discurso político, conjugaba lo internacional con lo popular.
Lo que empezó tras la compra de un terreno ocupado por dos pistas de tenis en Altavista (una zona dominada por mansiones decimonónicas en el sur de la capital), adquirido con los ahorros de su trabajo en los despachos de Carlos Obregón Santacilia, Carlos Tarditti y José Villagrán, durante su época como estudiante de arquitectura en la Escuela de Bellas Artes, devino en el experimento de construir una casa para su padre cuyo costo, por metro cuadrado, fuese igual al de una construcción para un obrero. De ese primer fulgor surgió el interés de Rivera y Kahlo en transformar la pista de tenis restante en su casa estudio de 1932, convirtiéndose así en los primeros clientes de una nueva estética que el joven arquitecto consideraba simplemente “ingeniería de edificios”.
A pesar del tópico sobre las influencias lecorbusierianas, en la casa de Rivera y Kahlo (pilotis, la terraza como quinta fachada, fenêtre en longueur, planta libre…) O’Gorman adelantó al suizo en la ética de lo necesario y en la tropicalización de la arquitectura del Movimiento Moderno en suelo americano.
Mientras en el estudio parisino de Ozenfant la cubierta dentada queda disimulada por un plafón y las tripas del edificio se ocultan tras superficies lisas, el mexicano dejó expuestas la cubierta fabril y los bloques de barro que formaban la estructura, manteniendo los muros interiores sin recubrimiento y todas las instalaciones a la vista (como haría Le Corbusier décadas más tarde). El uso prematuro de parasoles, el secuestro de los colores de la arquitectura popular, posiblemente trasplantados de su infancia en Guanajuato, así como la integración con la vegetación local —ejemplificada con el muro cactáceo—, además de la capacidad de otorgar a los espacios mayor transparencia, han conducido a comentarios sobre la perfección de una estética minimalista como el planteado por Toyo Ito, para quien “no sería exagerado decir que esta casa sobrepasa las obras de Le Corbusier”.
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De aquella tendencia denominada “pobrismo arquitectónico”, deudora también de las ideas vanguardistas del pintor Rivera, corresponden tanto las escuelas públicas que el arquitecto mexicano realizó siendo director del área de construcción de la Secretaría de Educación Pública de 1932 a 1934, como una docena de casas construidas entre 1928 y 1937, como las de Julio Castellanos, Narciso Bassols, Manuel Toussaint, Frances Toor y Luis Erro. Pero es sobretodo en el proyecto (no realizado) de Vivienda Obrera de 1932, en el edificio para la CTM de 1934 y el del Sindicato de Cinematografistas de 1936 donde su arquitectura de emergencia trasciende en programas más complejos y toma mayor impulso propagandístico.
Tras formar la Escuela Técnica de Constructores en 1932 y participar en la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), a favor de resolver los servicios de la colectividad, O’Gorman se hallaba defraudado por considerar que el manifiesto inicial de “máximo de eficiencia por el mínimo de esfuerzo” se había traducido en el “máximo de rentas por el mínimo de inversión”. Cuando consideró que el estilo internacional había devenido en formalismo, en 1938 abandonó la práctica para dedicarse a la pintura, volviendo a reincidir en la arquitectura en 1950 para construir la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria y su casa del Pedregal, única obra en la que el autor considera haber hecho arquitectura. Los últimos años de su vida expresó sobre el funcionalismo que “fue su obra destructiva la más importante, la de limpiar, barrer y borrar los estilos del pasado”.
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Su casa caverna, ubicada en un paisaje volcánico mezclado con murales de mosaicos polícromos similares a la “integración plástica” del bloque de la Biblioteca, sirve como biopsia de las entrañas que mostró tras el desencanto en la vanguardia racionalista. La arquitectura de O’Gorman —del purismo de Le Corbusier y el racionalismo de Villagrán al organicismo de Wright o Gaudí— no conoció un intermedio entre la fábrica y el monumento. Su obra, casi toda desaparecida y víctima de inmensas lagunas bibliográficas —salvo las casas de Diego y Frida, restauradas en años recientes—, pavimentó el camino de una nueva sociedad. A cien años de su nacimiento, con la objetividad que da la distancia, resulta todavía complejo abarcar la trayectoria de uno de los más originales apóstoles de la arquitectura de la primera mitad del siglo XX. –