En uno de los libros incluidos en Poesía selecta, Darío Jaramillo Agudelo (Santa Rosa de Osos, Colombia, 1947) escribe sobre las piedras. Como en otros volúmenes que integran esta selección curada por el autor, aquí los poemas proponen una exploración amplia y ramificada; son variaciones en torno a un mismo objeto, sobre el que la mirada del poeta se abre y se cierra como queriendo contener y soltar cierto asunto, y como si declarara que hablar de una cosa –el amor, el cuerpo o los gatos, por ejemplo– fuera siempre hablar de otra. Sobre esas piedras del libro Del ojo a la lengua (1995), Jaramillo Agudelo apunta en un primer fragmento: “Cuando decimos piedra no decimos nada: decimos acantilado, guijarro, decimos cal y mármol. / Cuando decimos piedra no decimos tamaño, ni forma, ni color, / no decimos fósil, ni cristal, ni arena. / En los libros de geología no está la palabra piedra.” En el cuarto fragmento del mismo poema escribe –en líneas más breves, musicales, ya no tan ensayísticas como las anteriores–: “Soy parte de una piedra, / algo aquí adentro fue allá / en un momento eterno / en el fondo del mar.”
De un lugar o de un momento a otro de la página, los versos cambian su cuerpo; sin ningún juego o sobresalto tipográfico, las palabras exploran la elasticidad y la plasticidad del objeto de la escritura. Insisto en las metáforas visuales porque Jaramillo Agudelo pareciera examinar sus materiales con la mano, y porque en Del ojo a la lengua se propone, como sugiere el título, transitar de la imagen al texto, en un ejercicio de écfrasis a partir de unos grabados del artista hispanocolombiano Juan Antonio Roda (1921-2003). La aclaración no figura en la antología de Lumen, pero no importa: los textos se leen perfectamente sin las imágenes; son piezas independientes, aunque cada una encarne la intensificación de un conjunto.
La atención a un tema o un objeto en la poesía de Jaramillo Agudelo ha sido simultáneamente una constante para ahondarlo y un pretexto para no supeditarse a él; para evadirlo o agrietarlo: expandiéndolo, mostrando sus fisuras. A veces lo hace en un tono juguetón e irónico, otras filosóficamente o con un discurrir paciente, como de piedra o de corazón que se entrega. Casi siempre, con una confianza y una devoción fuera de serie: la del poeta que trata de desplegar nuevos sentidos en la página, a riesgo de embelesarse o sonar puntilloso; ¿pero qué es la escritura si no la insistencia, el jugueteo –no pocas veces sensual– con lo consabido, la apertura de la propia mirada que solo exponiéndose y corriendo el riesgo de extraviarse puede convocar con su fulgor a otros ojos? En su merodeo musical e intelectual, Jaramillo Agudelo reconoce que en la cosa que no ha sido dicha está también la cosa; está la cosa por decirse, la que otros podrían decir o que, sin decirse, está en la sustancia del poema, en su otredad idéntica: “Una piedra es una piedra.”
Nacido en Antioquia, en el municipio de Santa Rosa de Osos –la misma tierra del poeta Porfirio Barba Jacob (1883-1942)–, Jaramillo Agudelo ha publicado diez libros de poesía, contando su reciente Conversaciones con Dios (Pre-Textos, 2023). De ellos se han derivado numerosas antologías o compilaciones completas y parciales, en volúmenes que han circulado en todo el ámbito hispanoamericano, en especial en Colombia, México y España. En este último país reside su casa editorial, Pre-Textos, que desde el 2000 publica sus libros de poemas, novelas y ensayos. En Poesía selecta –auspiciada por un sello cuyo catálogo incluye la Poesía completa o la Poesía reunida de Vilariño, Borges y Vallejo– los lectores pueden visitar o revisitar una amplia selección, que va de los poemas de Historias (1974) a El cuerpo y otra cosa (Pre-Textos, 2016) y un puñado de inéditos sin fechar. También incluye libros que no han visto su publicación individual, como los poemas de Liturgia de los bosques (2006), una serie poco conocida sobre plantas y el mundo vegetal firmada por Sebastián Uribe Riley, el escritor ficticio biografiado en la novela La voz interior (Pre-Textos, 2006).
El lector que asocie a Jaramillo Agudelo con los poemas de amor (después de todo, el autor –como un cantante de boleros– ha sido considerado un renovador de la poesía amorosa en el continente) puede toparse aquí con un desvío de esa idea, o acaso con una confirmación, si se tiene en cuenta que todo escritor construye una relación amorosa y erótica con el lenguaje. En versos como “Ese otro que también me habita”, que inician sus muy celebrados Poemas de amor (1986), parece concentrarse uno de los motivos centrales de su poética, una que se deja atravesar por las cosas, las palabras, los lugares, los amores, y solo entonces se desdobla con ellos, y en ellos, para hacerse escritura o canto. La recurrencia de ese otro que habita o invade la voz poética, y que propicia el pensamiento y el desgarro del poema, ya estaba allí en aquellos versos abismados, pero también en las Biografías imaginarias –contenidas en sus Historias–, en las que transitan personajes de ficción y escritores muertos; estaba en la invención de un hermano, en el aroma de las frutas de la infancia, en la Colección de máscaras –capítulo de Poemas de amor–, por la que vemos a un “Platón borracho” y a un Miguel Ángel Osorio, nombre de pila de Barba Jacob, lamentándose eternamente: “Ay, mi delirante corazón, / ay mi corazón sin asidero.” Y estaba, o está –ese otro habitado y habitante–, en la interpelación al propio cuerpo, que se enamora en el mismo sentido en que se colma de fantasmas (“¿Quién roba mis gestos? / ¿Dónde respiran los hombres que tienen mi cara y mi ademán?”) y envejece y, al hacerlo, se reconoce doble o agrietado (“¿Es otro el cuerpo o es diferente esa parte que no es cuerpo y que está ahí?”). También está en el pie amputado –hace décadas el autor tuvo un accidente por el que usa prótesis–, concretamente en el muñón acariciado en el poema “Some present moments of the future”, que lamentablemente no figura en la selección.
Una visita a los anaqueles de algunas librerías sugiere que en la actualidad las editoriales evaden la palabra “antología”, que parece haber perdido prestigio intelectual o encanto comercial, quizá porque suele ser usada en libros que no lo son o en compilaciones que abusan de la arbitrariedad del criterio. Aunque omita el vocablo, Poesía selecta consigue –en una muestra de trescientas páginas que recorre casi medio siglo de escritura– una selección acertada y vertebral (antológica, si somos redundantes), que se preocupa por conversar entre sí. Jaramillo Agudelo suele numerar los poemas de sus series, pero a veces cambia el número por un título o este se le agrega; y los títulos se repiten, no siempre en la misma publicación. Tal vez ello responda a que, más que títulos, son motivos, pulsaciones frecuentes; y ese título, repartido en números, encierra cierto aire genérico (“De la muerte”), propio de un apunte hecho al descuido que se convierte en tanteo, en exploración sinuosa. Ese punto de la exploración –de la forma y el fondo que se miran– encuentra su espejo y su disolución en la musicalidad del texto: la poesía como sucesión de destellos sonoros, el poema como aparición lenta de cosas, cosas que, en la ductilidad del poema, hablan, sondean, conjuran:
dejo mi palabra sobre el sonido de la luz, sobre el agua
[rumorosa del amor y de la carne:
aquí queda, en esta noche ya sin ruidos, el sudor único de
[dos pieles que son un solo cuerpo
Como es usual en su voz, el poema y la música se difuminan en una serenidad verbal que tiene algo de clásico. Su precisión es calma, y suave el golpe de la frase, que pega con el silencio –que es como decir el color crema o blanco o amarillento del papel–. Como en las piezas de la música clásica, el silencio o el color tenue que compone el poeta santarrosano es virtuoso (“un silencio con piel”, escribe en Cuadernos de música, Pre-textos, 2008), y el sentimiento sabe derramarse, como en las letras de las baladas románticas. Jaramillo Agudelo es autor del ensayo Poesía en la canción popular latinoamericana (Pre-Textos, 2008), y ha sido, con oído formidable, antologador de varios libros. Un personaje de su novela Cartas cruzadas (1995) dice que “la noche se perdió en tu pelo”, el verso de Sandro, es “el poema lírico más conmovedor de la cultura occidental”. La obsesión musical la complementan –en sus poemas– las meditaciones acerca de la quietud, las notas, el sonido de las teclas, las cuerdas o el aire.
Pasados los primeros años, el lector o la lectora de esta antología percibe cómo los textos se vuelven menos afectos a ocupar una página entera y la siguiente; se quedan a la mitad o prefieren la fragmentación. A lo mejor se trata de ese silencio que no es metafísico sino material (de la página, de la tinta en el papel) que va dejando espacios en blanco cada vez más precisos. A veces el poema se construye en versos anchos, como si no quisieran ir tan abajo y decidieran ocupar la página de un extremo a otro, compactando la composición. Desde luego, esto no se cumple siempre –hay textos cortos y hay largos, como es obvio en toda voz que indague en texturas e imágenes múltiples–; pero predomina cierta anchura y brevedad, una brevedad más cercana a la canción que a cualquier otra composición mínima –el aforismo o el haiku, por ejemplo–. Con media hoja o pantalla para la lectura y media para contemplar la piel de la página, el lector se ubica en un punto desde el que puede arrojarse o abismarse a la otra mitad del papel, y así puede descender, prestando oído mientras el poema canta y se queda:
La música no es lo que digo.
Lo que digo soy yo invadido por la música.
Este aleteo de pájaros que puede oírse,
este tartamudeo de las fuerzas del centro de la tierra. ~
(Barranquilla, Colombia, 1993) es escritor y periodista cultural. Es autor del libro de relatos Por eso yo me quedo en mi casa. (Destiempo Libros, 2018).