Werner Herzog, en Mi enemigo íntimo (1999), exhibió la tensa, pero productiva y afectuosa relación que tuvo con Klaus Kinski, su actor de cabecera en cinco de sus célebres películas: Aguirre, la ira de Dios (1972), Nosferatu (1979), Woyzeck (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). El documental resultó una ventana, no solo a la amistad entre ambos artistas, sino al temperamento del vehemente actor nacido en 1926 en la entonces ciudad libre de Dánzig, actual Polonia.
De ese temperamento dan cuenta sus memorias, publicadas en español en 1992 –un año después de la muerte de Kinski– bajo el título Yo necesito amor. Su narración, realista hasta la crudeza, es un reto constante a las personas y los acontecimientos que lo rodean, manifestado entre burlas (la manera de hablar de Herzog es aburrida, “más perezosa que un sapo”), pero también como un acto de expiación resignado, aunque apasionado, ante la vida. Kinski recordó su deserción del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, su estancia en la cárcel y en un hospital psiquiátrico; hizo un recuento pormenorizado de sus zafarranchos sexuales; mansiones, autos de lujo, alguna que otra sustancia psicotrópica, la compra de una isla de las Exumas, sus parejas y el nacimiento de sus hijos.
El actor describe la cruda realidad, y también relata con aspereza las reacciones que esa realidad le provoca, salvo aquellas escenas que involucran a su hijo Nanhoï (Nikolai), y que lo desbordan de un amor enternecedor, como cuando lo besa mientras duerme: “Solo mis labios besan, con toda precaución, con la delicadeza de un soplo de brisa, su cabecita, que es tierna y fuerte como la flor de la lila, y huele igual de bien.”
Sin embargo, Kinski admite y confecciona su realidad temperamental, la que enriqueció sus arrebatadas relaciones personales y que fundamentó con creces el ethos de su obra y de su profesión: “Oh, mi Nanhoï, que me transportas sobre tus alas por encima de este gueto mortífero que esas carroñas ambulantes llaman vida, que me elevas por encima del horrible abismo de la desesperación.” La mayor parte de Yo necesito amor da cuenta de sus proyectos actorales y las numerosas anécdotas con directores alrededor de un trabajo, la actuación, por cuya vocación Kinski accedió sin mediación de escuela alguna.
Kinski asegura haber rodado más de doscientas cincuenta películas y “rechazado más de dos mil”, aunque en su libro solo menciona cerca de 145 proyectos concretados, no solo de cine (que son los más), sino de teatro, radio y grabaciones. Por lo demás, México aparece como lugar de paso, como locación de una película sobre autos de carreras que no se realizó, por la mención de una bruja mexicana, y otra película en el país que, al parecer, sí se filmó, pero de la que no da su título. Un dato curioso, que Kinski no menciona, fue su colaboración con Claudio Brook en Coplan salva el pellejo (1968) y, cuatro años después, en la célebre Aguirre, la ira de Dios, donde actuó junto con Helena Rojo.
La concepción del arte actoral que tiene Kinski se sustenta en una manera de ser en la vida y no en un descubrimiento vocacional. El también buen escritor ironiza sobre las escuelas de actuación, para sugerir que sus enseñanzas rayan en una ridícula obviedad humana: “¿Cómo se puede enseñar a otra persona lo que es reír y lo que es llorar? […] ¿Se puede aprender el instinto? ¿El olfato? ¿La concepción? ¿El parto? Todo es vibración, magnetismo: la recepción de la semilla.” Tanto el magnetismo, como la metamorfosis y la encarnación, términos de abrupto dinamismo, son palabras que emplea Kinski para advertir que la habilidad actoral es precedida y condicionada por un modo de ser, tan trastocador y descarnado como el suyo, en el mundo. Se trata, no de interpretar a un personaje, sino de encarnarlo al nivel en que el borde entre persona y personaje se disuelva y deje en un predicamento al actor: “El peligro de no poder librarme de las encarnaciones que yo mismo he conjurado es cada vez mayor.”
A pesar de Kinski, su visión de la actuación es sintomática de la escuela vivencial expuesta por Konstantín Stanislavski en Un actor se prepara, publicado en Rusia en 1936, y en México, con la presentación de Celestino Gorostiza, en 1954. En términos generales, el método de Stanislavski apoya la comprensión e interpretación del personaje desde la asimilación interna en la persona del actor, y no meramente como un desenvolvimiento mecánico y despersonalizado del acto escénico. El dinamismo del actor que interpreta a un personaje debe ser el mismo que tendría ese personaje, si viviera.
Si bien la indiferencia de Kinski a las escuelas actorales lo acercan, paradójicamente más por testimonio personal que por método, a la escuela de Stanislavski, también el libro del ruso confirma lo contrario del ser actoral de Kinski: que no hay buen actor sin una pedagogía de la técnica actoral. Como Gorostiza indicó, la imagen del actor nato resulta solo un imprudente idealismo de los alumnos, pues estos creen que no requieren “más preparación que la de gastar un par de zapatos sobre los escenarios”. Paradójicamente, a pesar de Stanislavski y Gorostiza, la imprudencia de Klaus Kinski, actor nato, permitió que su personalidad, y no propiamente su vocación, legara obras memorables.
Ante una tormenta, donde las olas alcanzan los quince metros, dice Kinski: “Nunca he sido tan feliz en mi vida.” La tormenta, vista como un modo de ser feliz en la vida, y que tantos frutos artísticos le dio, exhibe la relación caótica entre la vida y la muerte. Si Kinski es feliz en la tormenta, se debe a que ese caos –y, por tanto, drama– finalmente se desbordó de manera liberadora. El apego a la naturaleza (expuesto varias veces en las memorias) como proveedora, además de su hijo, de una profunda felicidad, resultó en Kinski un bienintencionado, aunque exótico, deseo por librarse tranquilamente de su temperamento.
La tormenta que asumió felizmente Kinski resulta el epíteto que corona su trabajo artístico, aunque esa misma tormenta tan personal también se desbordó, pero esta vez de manera lamentable y ciertamente destructiva, en su vida privada. Así como en Yo necesito amor el mismo Kinski recuerda, entre sus primeros contactos sexuales, el que tuvo con su propia hermana cuando ambos eran niños, veintidós años después de la muerte del actor, en 2013, su hija Pola Kinski publicó la autobiografía Kindermund (en español Nunca lo digas a nadie), cuyo testimonio exhibió el terrible abuso sexual que recibió de su propio padre. La tormenta, en efecto, liberaba a Kinski, pero también arrasó y atormentó a otros.
Fue la de Kinski una subjetividad vehemente y apasionada, que lo llevó a oscilar con admiración entre Jesucristo y el poeta, ladrón y asesino François Villon, que se refugia buenamente en el lirismo absoluto de En las cimas de la desesperación de Cioran: “Quisiera estallar, hundirme, disgregarme, quisiera que mi destrucción fuese mi obra, mi creación, mi inspiración.” Es en esa anulación que Kinski habría descubierto no la nulidad de la vida, sino su feliz y poco humana liberación. De ese estado tan lírico e íntimo mostrado en Yo necesito amor emergió también su relación problemática, burlona y pendenciera con el mundo, cuyo recuerdo para la posteridad se condensa en las palabras de Eduardo Lizalde sobre François Villon en “Testamento”: “y aquí, bajo esta horca, / me rompo y muero y me masturbo / frente a todos / para gloria de Europa”. ~