La crítica en su espiral: la intelectualidad mexicana frente al gobierno populista

Ante el avance del populismo autoritario, muchos vislumbran un futuro oscuro para la democracia en el país. Sin embargo, el compromiso ciudadano con las instituciones y la batalla que, en el terreno de las ideas, libran artistas, intelectuales y académicos contra la demagogia oficialista dan motivos para la esperanza.
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El gobierno de López Obrador ha dejado en la intelectualidad una estela oscura de pesimismos y ha ocasionado una gran alarma. Se ha extendido la idea de que hay una erosión de la democracia y que se desprecia el Estado de derecho. Se siente que hay una anulación de la opinión pública y que están cancelados los diálogos. Se observa que el pensamiento crítico no incide en el curso de la política gubernamental. Muchos perciben que, en medio de la abundante palabrería política, el silencio se cierne sobre ellos. El asombro por el desmantelamiento del aparato cultural y el abandono del apoyo a la investigación científica están generando una amargura acompañada a veces de autocensura. El desgarro del tejido social no parece preocupar a los gobernantes. La academia, amenazada, no responde críticamente de forma articulada. Aunque hay una crítica muy activa en los medios y en las redes, ello no parece hacer ninguna mella en las políticas públicas. Pareciera que predomina una crítica ferviente que no llega a ningún lado. Se cree que hay una sociedad civil inerte y estéril. Quienes buscan una salida temen que el espíritu crítico se ha quedado sin fuerza y las esperanzas en la izquierda que creció con la transición democrática se marchitan al darse cuenta de que esta ha quedado atrapada en un enredo ideológico. ¿Qué hacer? es la pregunta que surge con cierta desesperación.

En 2021 publiqué un libro que comparte este malestar y que trata de explicarlo. Mi pesimismo se cristalizó en Regreso a la jaula que, no obstante, intentó buscar alguna salida. Pensaba que enfrentábamos un populismo reaccionario que amenazaba con llevarnos a una peligrosa deriva autoritaria. López Obrador había llegado a la presidencia gracias a una profunda crisis del gobierno de Peña Nieto y del PRI, fruto de una gran corrupción y de una confrontación entre tecnócratas y nacionalistas. Podemos asegurar que el PRI y su gobierno fueron la clave del triunfo de López Obrador: lanzaron a un lamentable candidato a la presidencia, aniquilaron la fuerza de Ricardo Anaya, el contendiente panista, acusándolo falsamente de fraude y además estimularon un importante flujo de votos hacia López Obrador por medio de gobiernos estatales y sindicatos. Con ello el PRI impulsó una restauración política del viejo régimen de la peor manera: llevada a cabo por otro partido, Morena. Así se inicia en 2018 lo que he llamado un régimen retropopulista con inclinaciones autoritarias.

En las elecciones intermedias de 2021, ante el desastre retropopulista, resurgió en cierta manera el Pacto por México y se aliaron el PAN, el PRI y el PRD. Lograron impedir que el partido en el poder obtuviera una mayoría calificada en la Cámara de Diputados, con lo cual podían bloquear reformas a la Constitución. De cierta forma recuperaron el espíritu de la transición democrática. Tras el ridículo de una pseudo-revocación de mandato, convertida en una ratificación en la que hubo una abstención masiva, el presidente planteó su intención de impulsar tres contrarreformas: la energética, la militar y la política. No logró implantar la energética, pero impuso la militarización. Trató de cambiar la estructura del poder legislativo y las funciones del INE, pero fracasó. Ante el fracaso, siguió intentando implementar un dañino Plan B mediante cambios en las leyes, que ha sido frenado por la Suprema Corte.

Estamos ante una fuerte tendencia restauradora y esta no ocurre solamente por el impulso que le da un presidente con vocación caciquil que trata de instaurar mecanismos carismáticos. Las tendencias restauradoras que querían volver a los tiempos del nacionalismo revolucionario crecieron durante el gobierno de Peña Nieto como respuesta a doce años de gobierno del PAN. Fueron continuadas por el populismo reaccionario de López Obrador. Hay que reconocer que tienen una base social: son los agraviados por la rápida modernización capitalista y los resabios lastimados de sectores en proceso de desaparición en el campo, así como las tensiones de una masa rural que se desplaza a las ciudades en el contexto de una gran dislocación social y de desgarraduras en el tejido de la sociedad.

Como sabemos, en la historia no hay ejemplos de verdaderas restauraciones. Las clásicas restauraciones monárquicas en Francia no fueron auténticos retornos al pasado. Lo mismo está ocurriendo en México: la restauración del viejo régimen nacionalista revolucionario que duró más de setenta años es imposible. El intento restaurador es frenado por la presencia de un sistema democrático instaurado a fines del siglo pasado y por el hecho de que no existe una cultura política sólida que pueda ser el cemento de un regreso a tiempos idos. El presidente López Obrador intentó impulsar una revolución cultural contra sus adversarios, los conservadores que se imagina, en su espejismo mental, que se le oponen. Pero en realidad su intento de revolución cultural fue enderezado contra las esferas intelectuales, académicas y periodísticas que se fortalecieron durante la transición democrática, unas esferas culturales que no tienen nada de conservadoras. En estas esferas hay un gran pluralismo ideológico y político, pero no se observan en ellas tendencias retrógradas. Hay allí principalmente inclinaciones modernas del liberalismo, de la derecha, de la socialdemocracia y de las tecnocracias avanzadas. El presidente impulsó su revolución cultural bajo la forma de una llamada “constitución moral” carente de toda fuerza intelectual, sin ideas robustas y basada en una añeja moralina. López Obrador perdió claramente esta batalla. Ha sido un fracaso que ni siquiera llegó a ser estrepitoso. Hoy no quedan más que unas ruinas olvidadas de aquella revolución moral que pretendió.

Estamos ante una situación extraña. El proyecto de transformación del régimen carece de un discurso sólido, aunque en las mañaneras no deja de fluir de una manera incontenible una perorata, acompañada de actitudes agresivas, insultos, banalidades y mentiras. Este derrame constante al parecer tiene un atractivo efecto hipnótico en muchos, quienes, a pesar de darse cuenta de que se trata de una retahíla de absurdos, quedan atrapados en el discurso presidencial, que la prensa no deja de reproducir diariamente. Hay que agregar que López Obrador no tiene en su entorno un grupo de intelectuales preparados e inteligentes que puedan traducir el flujo elemental y primario de las mañaneras en un mensaje coherente. La derrama cotidiana de palabras tiene como objeto lo que el presidente llama el “pueblo”, que no absorbe discursos sofisticados, y no parece que nadie pueda traducirlo a una versión inteligente y lógica. El régimen carece de una intelectualidad orgánica fuerte: se reduce a unos cuantos comentaristas, a algunos caricaturistas y a muchos matraqueros que repiten los insultos y las agresiones presidenciales. Hay unos cuantos intelectuales que apoyaron inicialmente con entusiasmo el proyecto de la 4T, pero que paulatinamente han expresado ideas críticas y –en consecuencia– han sido marginados a una condición ambivalente e incómoda. Para resumir, el arsenal ideológico del régimen es muy precario.

Al meditar sobre esta situación, resulta intrigante el pesimismo reinante en los medios que se oponen al gobierno. Diríase que hay –en el terreno de las ideas– una enorme ventaja del sector crítico que se resiste a aceptar los discursos superficiales que emanan de los círculos oficiales. No me cabe duda de que esta peculiar situación provocará que, en el largo plazo, el presidente populista pase a la historia como uno de los peores gobernantes que ha tenido México. Y, sin embargo, estamos ante un líder cuya popularidad, medida por las encuestas, se ha mantenido elevada, por arriba del 60%. Esto impresiona e inspira pesimismo.

Pero esta situación no me parece suficiente para que tantas personas vean un futuro negro para la oposición. El futuro sin duda es oscuro para el país por las consecuencias de las equivocadas y erráticas políticas populistas. Hay otra explicación que permite entender el extendido pesimismo. Una gran parte de los comentaristas e intelectuales –así como un sector importante de la clase media y de la opinión pública– está convencida de que los partidos políticos de oposición se encuentran arruinados, carecen de ideas y no tienen líderes atractivos. Hay una generalizada actitud antipolítica que desprecia profundamente a todos los partidos. Estamos ante una situación paradójica: los principales partidos de oposición –el PAN, el PRI y el PRD– son los que a fines del siglo pasado pactaron la reforma electoral que abriría el paso a la transición democrática, con la fundación del IFE. Durante el periodo de transición solo surgió un nuevo partido, aunque calificar a Morena de ser una nueva formación política es un exceso, pues se trata básicamente de una continuación del PRD con otro nombre. El espectro de los partidos políticos hoy es esencialmente el mismo que teníamos antes y durante la transición. Podrá parecer un panorama lamentable, pero no hay otro.

Muchos ciudadanos han esperado una mejora y un cambio en los partidos políticos. Se ha deseado que el PAN adquiriese claramente posiciones liberales. También se ha querido que lo que queda del PRD se convierta en un partido socialdemócrata. Se esperaba que el PRI abandonara el nacionalismo revolucionario para distinguirse de Morena y distanciarse del pasado corrupto. Sin embargo, debemos deplorar que estos tres partidos, hoy en la oposición, no hayan logrado transitar plenamente hacia territorios nuevos. Sin duda hay muchas razones que justifican las actitudes antipolíticas. La alianza de tres partidos de oposición parece a los ojos de muchos como algo poco razonable, pues son grupos que provienen de tradiciones ideológicas diferentes. Cada uno de estos partidos arrastra lastres de corrupción. El PAN no ha resuelto el hecho de haber albergado a un funcionario tan despreciable como Genaro García Luna, que hoy está preso en Estados Unidos al haber sido declarado culpable de aliarse a los narcotraficantes. El PRI carga a cuestas la pésima imagen del gobierno de Peña Nieto, atravesado por la corrupción, y además sufre el desprestigio de haber sido el partido oficial durante los decenios de autoritarismo. El PRD acarrea la culpa de haber sido el partido que incubó el huevo del populismo reaccionario; sus corrientes socialdemócratas no se atrevieron a extirpar el mal a tiempo, por oportunismo o por ceguera. Estos hechos y muchos otros errores han contribuido a generar una pésima imagen de estos partidos políticos, pero no es este el lugar para hacer un balance de sus defectos y virtudes. No hay que olvidar que el PAN fue decisivo en el tránsito a la democracia, al ganar las elecciones del 2000. El PRI contribuyó a lo largo de los años a consolidar una institucionalidad política que hoy valoramos mejor al ver cómo el actual gobierno erosiona a las instituciones. El PRD colocó a la izquierda en las más elevadas órbitas de la política, aunque acabó desperdiciando el intento de fijar las ideas progresistas en el escenario. Hay que decir que los dos partidos aliados al gobierno, el Partido Verde y el Partido del Trabajo, son inmensamente más corruptos que los partidos de la oposición. Y el partido oficial está atado a la putrefacción del gobierno.

No pretendo pulir o abrillantar la imagen de los partidos políticos en México. Reconozco que tenemos una clase política de bajo calibre y muy contaminada por las toxinas propias de su oficio. La lucha por el poder y las ambiciones personales son un factor que deteriora la política. La grandeza de estadistas es un fenómeno raro en todas partes. Y, sin embargo, la democracia es inconcebible sin los partidos. Las divisiones que cruzan la sociedad se expresan en forma civil y organizada en las elecciones y en los mecanismos de representación. Todo demócrata sabe que estas son verdades fundacionales. La ciudadanía debe comprender que cuando se deterioran los partidos es necesario civilizarlos o, en las elecciones, apartarlos del poder. Pero las ciudadanías también en ocasiones se deterioran y con ello amenazan las bases de la democracia, por ejemplo, con la catastrófica influencia de los grupos de narcotraficantes y del crimen organizado. Hay muchas formas en que las ciudadanías se deterioran o se estropean. La que vemos además en México implica la compra de apoyos mediante programas clientelares de reparto de dinero. Este es el “pueblo” que le gusta al gobierno. Los populistas suelen despreciar a los partidos, que son la expresión de una sociedad dividida y no representan al “pueblo”, que es único, indivisible y se expresa a través del líder.

Estamos ante una contradicción. La parte más independiente y culta de la sociedad civil está ante partidos de oposición que le disgustan y, por otro lado, ante la fuerza de una crítica que razona con inteligencia su oposición al populismo gobernante. La paradoja aparece como alarmante cuando una gran parte de esta fuerza crítica menosprecia al sistema de partidos. Es evidente que, si queremos un cambio en las elecciones de 2024 para evitar que continúe el partido oficial en el poder, esta contradicción tendrá que ser resuelta. Los partidos podrían mejorar su imagen acercándose a la ciudadanía y los críticos deberían comprender que en tan poco tiempo los partidos no van a cambiar sustancialmente y que no hay más remedio que esperar que, aliados, logren un vuelco en la política. Si, como es previsible, se agudizan las amenazas provenientes del gobierno, la contradicción podrá, si no resolverse, al menos aceptarse con cierto estoicismo. Acaso será necesario un acercamiento de la masa intelectual crítica con los partidos de oposición. Espero que se acabe comprendiendo que la antipolítica y la alergia a los partidos llevan a un callejón sin salida.

Ya no solamente estamos ante un populismo autoritario y reaccionario que amenaza a la democracia, estamos entrando en una nueva fase de la situación política. Lo nuevo es que, ante el fracaso de la llamada 4T, el gobierno y su partido han iniciado un proceso de putrefacción política. Hay algo más que la conocida corrupción de funcionarios públicos que actúan ilegalmente para favorecer intereses privados a cambio de recompensas, cobrando sobornos, colocando a familiares en empleos públicos o dándoles contratos y apropiándose de bienes gubernamentales para beneficio personal. Esta clase de corrupción no se ha acabado. Pero hay una nueva forma: se están pudriendo el aparato gubernamental y el partido oficial. La falta de alternativas, el caos en la dirección política, la extrema ineficiencia, la austeridad exagerada y la falta de respeto a la ley están ocasionando una descomposición política sin precedentes. El sistema de la 4T está corrompido debido a que carece de alternativas transformadoras (nunca las tuvo) y las opciones que trata de imponer son la militarización cada vez más amplia y la agresión a la estructura del INE. El gobierno no tiene más objetivos que ganar las elecciones de 2024, para lo cual quiere afectar al sistema electoral e intenta pulverizar a los partidos de oposición. Es un esfuerzo por ganar el poder por el poder mismo.

Esto me lleva a otra paradoja. El gobierno de López Obrador es un poderoso motor cuyos ejes giran en el vacío. Al carecer de mayoría calificada en el Congreso, el gobierno se ha convertido en un poder impotente. Es una contradicción: se mueve con fuerza en el vacío provocado por el caos y la incoherencia. El movimiento populista se ha convertido en una fuerza infecunda. Pero no nos engañemos: esta vacuidad es amenazadora. El gobierno está perdido en un desierto sin ideas, muy estéril pero peligrosamente dañino, pues al girar la rueda presidencial de forma insensata en un vacío salpicado de tonterías pueden surgir momentos muy críticos y ocurrencias inesperadas que lastimen más al sistema democrático. Este poder impotente exhibe un furor antineoliberal, a veces con tonalidades de rancio antiimperialismo, con un carácter muy nacionalista. Pero no es un nacionalismo anticapitalista, carece totalmente de rasgos socialistas y aparece claramente como de derecha. El ejemplo más claro de este poder impotente es la amplia militarización que ha promovido el presidente: un poder militar muy acrecentado y extendido a funciones civiles pero incapaz de enfrentar a los narcotraficantes o de encargarse de la seguridad. Se trata de un poder castrado, muy fuerte pero inútil. La expresión que usa el presidente es reveladora: “abrazos, no balazos”. El ejército abraza una gran cantidad de funciones, pero no alcanza a detener con violencia legítima al crimen organizado.

En el panorama político vemos un enfrentamiento entre la vieja derecha patriotera contra la derecha moderna calificada como neoliberal. ¿Y dónde quedó la izquierda? Su presencia es casi imperceptible. La que subsiste dentro de Morena se encuentra marginada, es irrelevante y está atrapada en la maquinaria reaccionaria del régimen. Esta izquierda tuvo la esperanza de que el movimiento popular dirigido por López Obrador provocara cambios revolucionarios en el sistema. Nada de eso ha ocurrido; por el contrario, ese movimiento ha sido capturado por el partido oficial y usado solamente como fuerza de apoyo al presidente. Se ha convertido en una masa atrapada por las redes del clientelismo presidencial. El resto de la izquierda se encuentra disperso en la sociedad, en nichos académicos, en la prensa, en segmentos sociales politizados y en algunos grupos de oposición (entre ellos, el minúsculo PRD). La izquierda crítica parece perdida en un laberinto, pero algo similar ocurre con la derecha. Da la impresión de que la crítica se encuentra inscrita en una espiral que, a partir de un punto central, se va extendiendo. Quiero poner un ejemplo que he experimentado personalmente, junto con otros, y que ilumina con cierto optimismo la labor de los intelectuales críticos. Yo soy muy reacio al optimismo, pues con gran frecuencia lleva a fracasos y desilusiones. Así que el granito optimista que ahora expondré debe tomarse, como se dice, cum grano salis, es decir, con escepticismo.

En 2020 un puñado de intelectuales redactamos un texto que advertía que estábamos ante el riesgo de una deriva autoritaria. Su peculiaridad fue que lo firmaban intelectuales de muy diversas posiciones ideológicas y culturales. Logramos unir a escritores de las revistas Nexos y Letras Libres, que durante mucho tiempo habían cultivado cierto antagonismo. Se publicó como desplegado el 15 de julio de 2020. Lo firmamos solamente treinta personas, entre ellas Christopher Domínguez Michael, Antonio Lazcano, Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, José Woldenberg y Gabriel Zaid. Habían apenas transcurrido veinte meses de gobierno y ya percibíamos amenazas. El manifiesto se tituló “Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia”. El mismo día en que se publicó López Obrador, en un escrito, reaccionó coléricamente contra lo que decíamos. Dijo que “quizá lo único que pueda reprocharse a los famosos personajes es su falta de honestidad política e intelectual”. Ahora ya nos hemos acostumbrado a que el presidente conteste con insultos las críticas que recibe, sin que por ello dejemos de inquietarnos ante las diatribas que caen desde la cúspide del poder. Podría decirse que ese momento fue un punto central que inició el movimiento circular de una espiral.

Al año siguiente el mismo grupo de intelectuales logró convocar a más de quinientas personas para firmar un manifiesto por la democracia y las libertades. Se publicó el 31 de mayo de 2021 y en él llamábamos a vencer en las urnas, en la cercana elección intermedia para renovar la Cámara de Diputados, a la coalición oficialista, para detener la instauración de una autocracia y la descomposición institucional. En esas elecciones el gobierno populista perdió la mayoría calificada que le permitía modificar la Constitución. Los partidos de oposición se aliaron para lograrlo. La espiral había crecido y la crítica de los intelectuales fue recogida en amplios círculos de la política. En realidad, en aquella época aparecieron por todo el país varias espirales que daban vueltas y crecían en medios sociales muy diversos. Algunos de los que habíamos participado en los dos manifiestos nos acercamos a una de esas espirales, el Frente Cívico Nacional. Este Frente se alió a muchas otras organizaciones que convocaron a una marcha para defender al INE de una contrarreforma electoral con la que el gobierno pretendía lastimar seriamente los mecanismos democráticos. La marcha del 13 de noviembre de 2022 convocó a muchos miles de personas en el Monumento a la Revolución de la Ciudad de México y en muchas otras ciudades. La lucha contra la deriva autoritaria se había extendido enormemente en una espiral gigantesca. La consecuencia de esta marcha fue que el PRI, que había considerado apoyar la contrarreforma, cambió de idea y se opuso. Con ello fracasó el intento de introducir cambios antidemocráticos en la Constitución.

El gobierno respondió inventando una vía alternativa, conocida como el Plan B, para modificar leyes y afectar el funcionamiento del INE, algo que logró gracias a su mayoría parlamentaria. El carácter obviamente anticonstitucional de muchas partes de este plan provocó gran indignación y el mismo conglomerado de espirales críticas convocó a una concentración en el Zócalo el 26 de febrero de 2023 para pedir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que parase el atentado contra la democracia. La concentración fue enorme, desbordó con creces el Zócalo y ocurrió también en muchas otras ciudades.

No quiero decir que el detonador de la espiral crítica fue el manifiesto de treinta intelectuales en 2020. En realidad, ese fue uno de tantos detonadores que, en muy diversos medios de la sociedad, impulsaron espirales críticas que comenzaron a girar y a expandirse. Pero al mencionar la espiral convocada por intelectuales quiero afirmar la importancia del pensamiento de escritores, académicos y artistas en la gestación de una rebeldía contra el establecimiento aplastante del populismo autoritario. Hasta aquí mi granito de optimismo. A partir de ahora, y hasta las elecciones presidenciales de 2024, nos esperan, me temo, tiempos aciagos. Las tensiones políticas se multiplicarán. La agresividad del gobierno contra la oposición se exacerbará. La situación económica será difícil. Los candidatos de Morena a la presidencia –mencionados con el ridículo nombre de “corcholatas”– son de una mediocridad y sumisión extremas, han sido incapaces de emitir alguna idea inteligente y dependen totalmente de la voluntad del Gran Dedo que destapará a alguno de ellos. Ninguno de esos candidatos parece capaz de despertar un fenómeno carismático como el que logró López Obrador.

En la oposición las candidaturas presidenciales son un enigma y la forma en que se elegirá al candidato o candidata común de los tres partidos no está definida, aunque posiblemente habrá un acuerdo para seleccionar a unos cuantos, que harán una campaña y serán elegidos mediante encuestas. Igualmente importante será el programa que presente la oposición, más allá del imperativo obvio de detener el autoritarismo, defender la democracia y reconstruir las ruinas que ha dejado el populismo. Lo mejor sería un programa de corte socialdemócrata que impulse un Estado de bienestar. Asumo que el PRI y el PRD aceptarían un programa de esa naturaleza. En el PAN tal vez sea más difícil, aunque hay en este partido corrientes liberales sensatas que han avanzado hacia posiciones modernas y que comprenderían que la defensa del Estado de bienestar sería lo mejor para enfrentar la demagogia populista. En conclusión, pienso que las espirales intelectuales podrían tener un papel importante para inspirar una alternativa de esta naturaleza. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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