Ya se sabe aunque no quiera recordárselo: ahí está la falla de san Andrés. Una cicatriz que nunca cicatriza en el rostro perfecto de California a lo largo de 1.300 kilómetros llegando hasta México. Una “falla transformante” y productora de los asombrosos efectos especiales de sismos imponentes. “Hito natural nacional” que –se sabe, se lo predice para algún instante definitivo en los próximos treinta años– viene acumulando presión desde hace tres siglos y que se muere de ganas de matar y cualquier día de estos… Mientras tanto y hasta entonces “The Big One” sónico en ese paisaje a devastar es la ya devastadora Lana Del Rey como sísmica falla dando en el blanco con el pleno acierto de quien sabe lo que quiere.
Lana Del Rey nació en 1985 como Elizabeth Woolridge Grant y –por apenas un debutante álbum hoy retirado e inencontrable– rebautizada en 2010 como Lana Del Ray, con a, también conocida como Lizzy Grant.
Lana Del Rey, cuyo nombre cruza el de Lana Turner con el del sedán Ford modelo Del Rey y quien nació ya hecha y derecha y que no es un simple y ocasional y ya tardío alias artístico de esos que adoptan Janet Jackson y Madonna y Mariah Carey y Britney Spears y Beyoncé porque están aburridas de sí mismas o porque los demás ya empiezan a aburrirse de ellas.
Lana Del Rey, que no tiene nada que ver con calculadas y calculadoras al milímetro Taylor Swift o Katy Perry o Lady Gaga. Tampoco con las funcionalmente disfuncionales Lorde o Billie Eilish o, antes, Fiona Apple.
Lana Del Rey, a la que puede emparentarse con las voces de Portishead o Mazzy Star (o muy especialmente con esa Aimee Mann musicalizando ese milagro angeleno que es la Magnolia de Paul Thomas Anderson) pero quien, en verdad, viene de mucho más lejos: de las gargantas profundas y fantasmas de Laura Nyro y Judee Sill, del oficio de Carole King y Carly Simon, del gótico-moderno de Kate Bush, de los sonrientes blues de Rickie Lee Jones y Suzanne Vega.
Lana Del Rey, que es como una Nancy Sinatra que se peleó con Daddy Blue Eyes y se fugó de casa para unirse a la familia Manson para salir de allí justo antes de…
Lana Del Rey, que es como una torch singer de acetileno; como una prima lejana y “con problemas” de Adele; como la sobrina del tío Chris Isaak quien una noche se pasó de copas en una fiesta familiar… y como la bisnieta de Norma Desmond mudándose al Chateau Marmont/Hotel California en cuyo bar canta la más crepuscular Peggy Lee; como la Cecilia Brady de ojos bien abiertos en El último magnate de Francis Scott Fitzgerald y como la Faye Greener en El día de la langosta de Nathanael West (interpretada en la versión cinematográfica por Karen Black, esa actriz de mirada tan rara como la de Lana Del Rey) o como la bruja new age Yvonne de Mendocino County en Already dead de Denis Johnson; como la compañerita de juegos en el recreo del pequeño psicótico Norman Bates; como la colega de juergas de Eve Babitz.
Lana Del Rey, que suena a uno de esos encendidos atardeceres West Coast pintados por Ed Ruscha y cuyo fraseo y tempo son los ideales para que Joan Didion cante en la ducha mientras David Lynch sale a soñar por Mullholand Dr. y los vampiros de Bret Easton Ellis bajan en caída libre por Ventura Boulevard para cruzarse con el auto en el que viajan Brad & Leo.
Lana Del Rey, que protagoniza grandes videoclips casi domésticos y a la que se acusó de ofrecer la peor
live performance en toda la historia de Saturday night live para –un par de shows después– ser imitada y redimida por la formidable Kristen Wiig.
Lana Del Rey, que –como Lloyd Cole– es como una elegante vampira maníaco referencial y se nutre de la sangre de todos aquellos a los que admira aludiéndolos por su nombre o por su obra o por sus actos: John Lennon y David Bowie y The Beach Boys (y Dennis Wilson) y The Eagles y Joni Mitchell y Eminem y Crosby, Stills & Nash (y Neil Young a solas) y Frank Sinatra y Led Zeppelin y Kanye West y Miles Davis y Radiohead (de quienes tomó prestada sin pedírselo su “Creep” para “Get free”) y Lou Reed (quien la llamó para hacer algo juntos y quien murió “dos minutos después” de que el avión de la convocada que salió de lax aterrizase en jfk) y siguen las firmas.
Lana Del Rey, quien –como toda buena hija de Manhattan y estudiante de filosofía y metafísica– entiende a California más como un state of mind que como sitio real. California como estado desunido de los Estados Unidos al que cantarle largos adioses con aliento retro-vintage-déjà vu y con esos colores desteñidos de los filmes de los cincuenta, sesenta y setenta. Y Lana Del Rey lo viene haciendo desde el 2012 con Born to die (incluyendo al instantáneamente consagratorio “Video games” y, en su edición Paradiso, a la majestuosa “Ride”) y con Ultraviolence (su primer gran álbum de 2014), Honeymoon (2015), el “con invitados” de 2017 Lust for life (con portada sonriente y, en “Beautiful people beautiful problem”, junto a Stevie Nicks y así la veterana hechicera giratoria dándole la bendición a la flamante hechizada estática). Todos y cada uno de ellos con ese obligatorio sticker que advierte un Parental/Advisory/Explicit content porque en los versos de Lana Del Rey abundan los bailes sensuales y las drogas duras y el sexo blando y la palabra fuck en todas sus acepciones y ese aburrimiento existencial que puede llevar a pensar en hacer cosas raras.
Y lo que hizo en 2019 Lana Del Rey fue lanzar Fucking Norman Rockwell!, su indiscutida obra maestra hasta la fecha y uno de los álbums del año si no el mejor y punto. Título infantilmente transgresor que alude a las ilustraciones del gran predicador del Sueño Americano desde las portadas del Saturday Evening Post, pero que en realidad se concentra en las íntimas pesadillas de una chica que ama y deja de amar y se emborracha y sueña con escribir “the next best American record” acaso sabiendo que acaba de hacerlo. Aquí, catorce canciones (incluyendo la inspirada reinvención/mutación del “Doin’ time” de Sublime y a la que se ha ilustrado con un video que la muestra como una mujer de cincuenta pies brotando de la pantalla de un autocine) que se funden unas con otras con cadencia de insomne suite sonámbula son un prodigio de concisión verbal y –con el perfecto arropamiento del productor estrella Jack Antonoff– no dudan en extenderse en langueurs sónicos como puestas de sol a cámara lenta no aptos para los adictos a las enredaderas sociales y a la audición de tracks sueltos. fnr! es, sí, un disco redondo de surcos indivisibles.
Y a las pocas semanas de haber sido consagrada crítica y comercialmente Lana Del Rey se ha permitido un nuevo desconcierto: participar en el tonto single para la banda sonora del
reboot de Los ángeles de Charlie en la cada vez más minúscula gran pantalla junto a los jadeos de la conejita neumática Ariana Grande y los gruñidos de la rebelde by design Miley Cyrus.
Allí –mientras ambas hacen lo esperablemente suyo– Lana Del Rey se hace esperar. Y –cuando lo hace– lo que hace es prodigioso: inserta un bridge en llamas. Una minicanción suya que no tiene nada que ver u oír con lo de las otras dos.
Allí, mal acompañada pero aun así sola y mejor, Lana Del Rey recuerda a aquello que alguna vez escribió y cantó Warren Zevon mientras escuchaba el desperado murmullo del aire acondicionado en una habitación del Hollywood Hawaiian Hotel. Eso de “Y si California se desliza hacia el océano / como místicos y estadísticas dicen que lo hará / yo predigo que este hotel se mantendrá en pie / hasta que yo pague mi cuenta.”
Allí, mientras tanto y hasta entonces (y anunciando libro de poemas y nuevo lp para el 2020 a titularse White hot fever; aunque ya tendría otro listo de reunir todas las canciones que ha grabado para películas como El gran Gatsby, Big eyes, Maléfica, El secreto de Adaline, El rey; los cover-standards como “Blue velvet” y “Chelsea hotel#2” y “Summer Wine” y “You must love me” y “Season of the witch” incluida en Historias de miedo para contar en la oscuridad, producida por Guillermo Del Toro; y lo que ha colaborado aquí y allá mientras escribe un musical para Broadway) está Lana Del Rey. A quien cada vez son más los que le deben y le agradecen por lo suyo.
Allí sigue Lana Del Rey: surfeando las olas de su propio tsunami, sin fallar ni caerse de la tabla, con sus cuentos y cuentas en orden, y anticipando en sus canciones los primeros temblores del último terremoto. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).