Tres tipos de película dan forma a Oppenheimer, lo cual justificaría la inmensa duración del filme, 180 minutos que no pesan, al menos al espectador impaciente y cansable en el que los años y el hecho de ver cine solamente en los cines me han convertido. Ahora bien, la fatiga hipotética no depende solo, naturalmente, de la longitud de las obras ni del grado mayor o menor de masticación de las palomitas que suelen acompañar, al menos en España, la contemplación en manada de estas sagas largas; por mucho estruendo que haya en la sala el público más exigente y menos proclive al maíz salteado y las bebidas carbónicas podrá alcanzar en este caso el objetivo de captar la riqueza de las incidencias y giros dramáticos que el director Christopher Nolan, que es también guionista, ha amontonado y graduado trepidantemente en Oppenheimer, una película que no nos da respiro ni tregua, hasta el punto de ver (yo la vi una tarde de agosto en los cines Renoir Princesa de Madrid) cómo un devorador recalcitrante del citado alimento gramíneo suspendía, a mitad de una secuencia de gran ansiedad, el vuelo desde el grasiento cono de cartón a su boca, donde tardó aún en entrar un pequeño rato: lo que duró el suspense nuclear.
He hablado de tres tipologías como matrices de este nuevo trabajo del prolífico Nolan, si bien lo más justo sería referirse a subgéneros o formatos inspiradores: el primero, el biopic de grandes personajes; el segundo, la sinuosa vida sexual del genio (tan parecida a la nuestra, simples mortales, en sus infidelidades o caprichos), y por último el llamado courtroom drama, que en esta ocasión se sitúa más en una reducida oficina administrativa que en el foro legal donde, desde el tiempo de los griegos, se dirimen aún hoy las traiciones, las malversaciones, los estupros y los parricidios reales o simbólicos, tema este último que Oppenheimer bordea y resuelve con inteligencia.
Del biopic ya lo sabemos casi todo, gracias a Hollywood. Lo que sucede es que agotada, digámoslo así, la primera fila de la genialidad mundial, la industria cinematográfica ha entrado a saco en las medianías de prestigio, o sea, las estrellas fugaces y los oficios con apenas glamour, por lo que a falta de pintores locos, de antiguas escritoras audaces y en el amor voraces, de pianistas desaforados y reyes minusválidos, el cine se adentra en el criptoanalista perseguido por gay Alan Touring (memorablemente interpretado por Benedict Cumberbatch en The imitation game ), en el matemático psicótico y lumbrera John Forbes Nash de Una mente maravillosa, que dirigió Ron Howard y protagonizó Russell Crowe, y ahora en el físico nuclear J. Robert Oppenheimer, que encarna con un aplomo muy seductor el actor irlandés Cillian Murphy. Hago dos confesiones previas y un tanto ajenas acerca de la película: la primera es que de la mecánica cuántica, tan destacada en los diálogos y situaciones del filme, lo ignoro todo, cosa que avergüenza a mi cultura general, en algunos tramos muy básica. La segunda, más grave a mis ojos, concierne a Nolan, un director por el que siento una admiración muy tornadiza, ya que, siguiendo los parámetros fundacionales de la crítica de cine cahierista, le tengo por un consumado tacheron (“trabajador a destajo”, según lo traduce el Larousse) y no por un auteur, que además de sonar mejor en francés que tacheron es una figura de autoridad a la que sigo apegado.
Dicho esto, también diré que los elementos manejados por el cineasta en esta película son de (intermitente) altura; una altura que aun siendo operativa y no tanto conceptual juzgo más propia del auteur que del maestro artesano. El ritmo veloz ya mencionado antes, sensacional y arrebatador, es un territorio que los grandes medios y los grandes aparatos que ahora se usan con profusión en los rodajes permiten con relativa facilidad, pero aquí Nolan no abusa de las llamadas, en la jerga del cine, “cabezas calientes”, ni adocena los drones que también surcan los cielos naturales y los grandes espacios de los estudios. Prefiero con todo señalar una decisión estética que me atrevo a suponer que a Nolan le costó tomar: poner música en toda su película de un modo permanente y a la vez no intrusivo. La partitura de Ludwig Goransson, tenue y bella, actúa en el filme como un bajo continuo que a veces se eleva y añade sentido, aunque también gusta escucharlo y oírlo cuando en los momentos que no deberían necesitar música la tienen, y se nota, y no molesta, y se echa de menos si baja de tono o queda tapada por el diálogo o la explosión.
La vida privada de Oppenheimer, tal como la cuenta la película, no adquiere la importancia que se le da a su ideología, de raíz comunista, o cuanto menos de fellow traveler de la URSS en los convulsos años 1930. Lo cual desemboca en uno de los segmentos narrativos más interesantes, su compromiso y ayuda a los republicanos de la Guerra Civil española. Aunque ese episodio no está reflejado en el guion cinematográfico, es sabido que en 1937, al morir su padre, un humilde emigrante alemán que se había enriquecido como comerciante textil en Nueva York, el científico heredó una fortuna, parte de la cual gastó en subvencionar a organizaciones antifascistas amparadas por Moscú, poniendo especial empeño en la causa de nuestra República. Hay que decir, en su honor, que al saber el físico de las persecuciones de Stalin a la comunidad científica en la Unión Soviética, retiró esas subvenciones hechas a título personal. La posterior caza de brujas estadounidense desatada por el senador ultraderechista McCarthy sí que es otro de los episodios recogidos en el filme con la debida importancia, dadas las sospechas de filocomunismo que alcanzaron a Oppenheimer, exonerado más tarde, y galardonado en 1963 siendo presidente Lyndon B. Johnson.
La bomba atómica y sus preparativos y pruebas en la base de Los Álamos ocupa un largo desenlace que da a la película lo mejor de su guionista y director: el Christopher Nolan virtuoso de la imagen y sus filigranas, y el de sus espectaculares Batmans, o el tour de force de Dunkerque, con una añadidura inesperada, según yo la veo: la impronta del David Lynch más osado, el de Twin Peaks. El retorno, la serie de diecisiete horas, otro récord de longitud superior. En las escenas de la espera de ese botón que hay que pulsar en el laboratorio y ese hongo de fuego que hay que liberar en la atmósfera se ven imágenes incomprensibles, fascinantes, descritas tal vez en el programa de mano de los Cines Renoir de este modo: “una combinación de imax de 65 mm y película cinematográfica de gran formato que incluye por primera vez en la historia imágenes analógicas imax en blanco y negro”. No sabría yo explicar, tampoco eso, lo que tal heroicidad o logro significa en el campo tecnológico, que tampoco es un territorio en el que yo me mueva bien. Los resultados son, en más de una ocasión, apabullantes, como si la belleza y el alarde nos embaucaran, dejando en un segundo plano los enigmas, la parte oscura y las heridas abiertas en la histórica y letal jornada del 6 de agosto de 1945, cuando la bomba atómica creada en la cabeza de Oppenheimer y sus colaboradores fue lanzada sobre Hiroshima, acabando con la vida de más de 200.000 personas, sin contar a las numerosa víctimas posteriores de la radiación y el envenenamiento.
Pero también vi, y no sé si es ya demasiado precedente, otras similitudes lynchianas: la del humor irreverente. Es la secuencia más inesperada de Oppenheimer y parece inventada, aunque fue real: la visita protocolaria de nuestro protagonista, el padre de la bomba atómica, al presidente Truman, que le recibe en el Despacho Oval en presencia del secretario de Estado; ambos políticos quedan ridiculizados de un modo que no vamos a describir: la escena hay que verla en pantalla, pues el slapstick no admite imitadores. Sí se puede decir, sin arruinar la trama, que esa escena no trata de borrar la amargura de las conciencias, y que, nada más acabada la entrevista, Truman le pide a su secretario de Estado que no le traiga más llorones a la Casa Blanca. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).