Es peligroso asomarse al interior. En él entrevemos el estado de libertad total, de entrega a los deseos, de ausencia de toda norma conocida que teníamos en nuestra infancia. Descubrimos cómo hemos abandonado ese estado y hemos consentido, casi siempre a través de nuestro interés, someternos al trabajo o a aprovechar las oportunidades… ¡Lo que llamamos oportunidades! Hemos cedido ante las amenazas, renunciado a una parte del terreno que debíamos conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía límite alguno, ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional. La imaginación no puede cumplir mucho tiempo esa función subordinada, y pronto prefiere abandonarnos a nuestro destino de tinieblas.1
Pero tan solo la imaginación permite saber lo que puede llegar a ser, y eso basta para abandonarse a ella. Los locos son sus víctimas, en el sentido que la imaginación les induce a quebrantar ciertas reglas. Pero también son gente de escrupulosa honradez, y no ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación.2 Reducirla a la esclavitud es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Únicamente la palabra libertad tiene poder de exaltación.3
Freud proyectó su labor crítica sobre los sueños, ventanas que se abren hacia las profundidades de nuestro espíritu. La armonización de sueño y vigilia, dos estados aparentemente tan contradictorios, crea una especie de realidad absoluta, una surrealidad. A ella conduce el surrealismo, un nuevo método de expresión,4 un automatismo psíquico que intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral. El surrealismo crea un estado de exaltación y no permite a aquellos que se entregan a él abandonarlo cuando mejor les plazca.5
La poesía es una herramienta privilegiada para alcanzar ese estado. Permite superar las aspiraciones vacías y captar las extrañas fuerzas que se ocultan en las profundidades de nuestro espíritu.6
Séame permitido formular algunas reservas. ¿De qué manera serán juzgados los primeros actos delictuosos de naturaleza surrealista? ¿Podemos exigir responsabilidad por ellos? El acusado ha atentado contra la moral pública; sus “más honorables” conciudadanos formulan acusaciones de todo género: difamación, insultos al ejército, inducción al asesinato, apología de la violación, etc.7 En su defensa, el acusado proclama que él no se considera autor, ya que lo juzgado solo puede considerarse una producción surrealista que excluye todo género de consideraciones acerca del mérito o demérito de quien lo firma, ya que este no expresa sus opiniones, y es tan ajeno a la obra como el mismísimo presidente del tribunal que le juzga.8
Un camino de carro os conduce a los límites con lo ignoto. La existencia está en otra parte. ¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes? ~
- En 1928 la directora Germaine Dulac cometió el ultraje de racionalizar el producto del inconsciente. Presentaba La coquille et le clergyman, una película con guion de Antonin Artaud en el que este había querido representar “el espíritu abandonado a sí mismo y a las imágenes” mediante una yuxtaposición de planos incongruentes. La película de Dulac, sin embargo, había tomado una dirección muy distinta: una sucesión de bellas metáforas coherentes entre sí. Los surrealistas reaccionaron. En el estreno, con la sala llena, André Breton leía en voz alta el guion original para resaltar las diferencias con la proyección. En un momento dado, Robert Desnos (o tal vez otro) gritó desde su butaca: “¿Quién ha hecho esta película?”, a lo que otra voz respondió: “La señora Germaine Dulac.” “¿Y quién es la señora Germaine Dulac?”, “¡La señora Germaine Dulac es una vaca!” Por fin fueron expulsados del cine, ocasión que aprovecharon para gritar obscenidades y romper los espejos al salir. Luis Buñuel no estaba presente, pero supo de lo sucedido. La película le había gustado. Cuando presentó Un chien andalou en 1929 aún no era miembro del grupo surrealista, así que, en previsión de un posible altercado, se llenó los bolsillos con piedras para tirárselas al público. Louis Aragon desmiente este hecho, pero qué más da: lo importante es lo que queramos creer. ↩︎
- “Imbéciles que intentan ser tomados por locos.” Así calificó la prensa a los surrealistas, además de “poco viriles” y “escoria agresiva”, tras uno de los primeros tumultos del grupo. En junio de 1925 una revista homenajeó con un banquete al poeta simbolista Saint-Pol-Roux, ya sexagenario, al que los surrealistas admiraban. Su nombre aparecía en el Manifiesto del surrealismo en un par de ocasiones, y poco después el grupo publicó notas laudatorias sobre él, de modo que el bienintencionado escritor les invitó a la celebración. Pero a ella también iban a asistir “personas lamentablemente decrépitas”. La principal era Paul Claudel, a quien Breton despreciaba por interpretar a Rimbaud como un visionario católico y por el atrevimiento de ser diplomático a la par que poeta. Por si ello fuera poco, en una entrevista reciente había llamado “pederastas” a los surrealistas. De modo que un grupo de ellos acudió con tiempo al homenaje y dejó una carta dirigida a Claudel en cada asiento. En ella defendían “la traición y todo lo que pueda dañar la seguridad del Estado” y llamaban a Francia una “nación de cerdos y perros”. Como era de esperar, la tensión fue en aumento durante el banquete. En un momento dado la escritora Rachilde expresó que una mujer francesa nunca podría casarse con un alemán, tras lo que Breton se puso en pie y la acusó de insultar a su amigo Max Ernst. Fue el pistoletazo de salida de una trifulca entre gritos de “¡Viva Alemania!” y “¡Vivan los rifeños!” en alusión a la Guerra del Rif, en la que Francia había ingresado poco antes. Philippe Soupault se encaramó al candelabro para arrojar desde allí platos y vasos. Aragon gritaba obscenidades. Desnos tiraba del pelo a alguno de los asistentes. Michel Leiris bramó por la ventana “¡Abajo Francia!” a la muchedumbre que se había congregado atraída por el alboroto. Avivado por el licor de anís servido durante la cena, decidió salir del recinto para expandir su fervor antigalo entre la gente, pero fue apaleado hasta que la policía lo apresó. El poeta anarquista Louis de Gonzague-Frick, que andaba por allí, ayudó a sus amigos surrealistas e hizo estallar el gran espejo del restaurante con su bastón. Solo cuando la policía arrestó al resto de trapisondistas de uno y otro bando concluyó la gresca. ↩︎
- Antonin Artaud adaptó una obra del dramaturgo sueco August Strindberg. Pero su presentación se pervirtió al subordinar el arte a la esclavitud de la institucionalidad: algunos miembros del consulado de Suecia habían comprado las butacas de la primera fila. Cuando llegó el día del estreno quienes ocupaban esos asientos eran los surrealistas, que al levantarse el telón comenzaron a gritar obscenidades. Artaud, confuso y presionado por Breton, subió al escenario para advertir a la audiencia que Strindberg odiaba todas las naciones, y en especial su patria sueca. Los oficiales, indignados, abandonaron el teatro, así como su mecenazgo, para satisfacción de los surrealistas. Los responsables de la sala se empeñaron en volver a representar la obra, pero esta vez los alborotadores no tuvieron el beneficio de la sorpresa. Fueron recibidos a golpes y acabaron en comisaría.
↩︎ - La obra de Juan Ramón Jiménez era, para Buñuel y Dalí, “insufrible a ojos de la nueva estética en la que militan” (Juan Vicens). El pintor lo consideraba, además, el “jefe de los putrefactos españoles”. Ambos pergeñaron en 1929 una carta llena de insultos al poeta, donde le confesaban que su obra les parecía “inmoral, histérica y cadavérica”. Dalí recuerda que querían “crear una especie de subversión moral, únicamente para provocar una reacción y que la gente dijera: “‘¿Por qué lo han hecho?’, y tal y cual. […] En el momento de echar la carta, Buñuel tuvo una duda, pero la echó, la echamos, y al día siguiente Juan Ramón estuvo enfermo, diciendo: ‘No comprendo, un día antes recibo a estos chicos; me parecen… Y al día siguiente me insultan de la manera más grosera…’ Y no lo comprendió nunca. Fue una cosa incomprensible”. ↩︎
- El paso de un tal Jean Caupenne por el grupo fue fugaz: renegó de un acto surrealista y fue inmediatamente expulsado. En 1929 él y Georges Sadoul, que estaban aburridos en un pueblo, vieron en el periódico la lista de admitidos a una prestigiosa academia militar. Animados por su antimilitarismo y el whisky, decidieron escribir una carta al número uno de la promoción: “Tiene la cara cubierta de asquerosas pústulas, servilismo, patriotismo, mierda y abnegación.” Y también: “Queremos deciros, y por eso os escribimos, a pesar de los pocos ocios que nos deja la pereza, que escupimos en los tres colores: azul, blanco y rojo que la bandera que defendéis.” Se comprometían además a darle “una ronda de nalgadas en público” a no ser que presentara su renuncia en la escuela militar. Sadoul fue condenado a tres meses de prisión y, tras esconderse un tiempo de la justicia, atacado de los nervios, aprovechó un viaje de Aragon a la Unión Soviética para escapar de Francia. Caupenne se disculpó ante la academia, con el resultado fulminante que ya conocemos. Desde esa fecha no se sabe nada más de él. ↩︎
- Desnos era quien estaba “quizá más cerca de la verdad surrealista”, según el manifiesto de 1924. Pero en el segundo manifiesto, de 1929, Breton lo deja fuera del grupo porque “se le ocurrió desgraciadamente actuar en el plano real”, es decir, por su obra como periodista y su versificación tradicional. Ese año el exsurrealista abrió un bar al que llamó Maldoror. Era una afrenta intolerable a uno de los profetas del surrealismo. Breton y su grupo acudieron a reparar el agravio la misma noche que se enteraron. Rompieron el cristal de la entrada, y René Char, muy vigoroso físicamente, levantó al portero y lo lanzó por los aires. Breton golpeó el suelo con su bastón: “¡Somos los invitados del Conde de Lautréamont!” En el restaurante había una cena de gala presidida por una princesa rumana, y la mayoría de comensales huyó como pudo. Sin embargo, otros reaccionaron con puños, botellas y otros objetos contundentes. Todo terminó en comisaría. ↩︎
- L’Âge d’or (1930) es la obra culmen del surrealismo contra la moral pública. Su folleto promocional la definía como un ataque a “una sociedad en putrefacción que intenta sobrevivir utilizando a los curas y los policías como únicos materiales de apoyo”. Tras Un chien andalou y su éxito euforizante pero decepcionante (“¿Qué puedo hacer yo contra la masa de imbéciles que encuentran bello o poético lo que en realidad no es otra cosa que una desesperada y apasionada invitación al asesinato?”, se preguntaba Buñuel en La Révolution Surréaliste), la nueva película del aragonés en colaboración con Dalí iba a suponer un golpe en la sociedad francesa. La cinta había pasado la censura gracias a un soborno. Pero en el quinto día de su proyección, en un momento que habían acordado previamente, unos cincuenta miembros de organizaciones fascistas arrojaron tinta violeta sobre la pantalla, destruyeron el proyector, rompieron las butacas y arrojaron bombas fétidas y gas lacrimógeno en nombre de la cristiandad. Rasgaron los cuadros de Arp, Dalí, Ernst, Miró, Ray y Tanguy que el grupo había instalado en la sala, y rompieron los folletos promocionales. La prensa se hizo eco del ataque e instó a prohibir la película, que consideraban pornográfica, un atentado contra la dignidad humana, cuyo único propósito era corromper. La renombró ingeniosamente como L’Âge d’ordure (La Edad de mierda), y exigía un recrudecimiento de la censura, que dejaba pasar incluso filmes germánicos. Además, reconocemos hoy varias dinámicas periodísticas: uno, los artículos desgranaban con pelos y señales los detalles de la película, es decir, daban a conocer a un público mucho mayor que su audiencia natural aquello que insistía en censurar. Dos, en España el abc tergiversó lo sucedido y aseguró que eran los propios surrealistas quienes habían boicoteado la proyección porque Buñuel acababa de firmar un contrato en Hollywood. Tres, el poder ejecutivo se doblegó ante el mediático, y trece días después de su estreno la película fue prohibida. Cuatro, Charles de Noailles, que había financiado el proyecto, sufrió ostracismo social durante al menos dos años, incluída una amenaza de excomunión de la Iglesia católica, una práctica que hoy conocemos como “cancelación”. Con L’Âge d’or el surrealismo rompió por primera vez los muros del gueto en que había estado encerrado hasta entonces. ↩︎
- Breton promovió buscar en el inconsciente, pero lo que allí encontró Dalí le desagradaba. Por ejemplo, la fantasía masturbatoria sobre una “arpía” de once años, poner el prepucio en una masa de pan para alcanzar el orgasmo, o que le provocaran un “delicioso escalofrío gustativo” la “gorda espalda” de Hitler y cómo el uniforme “ceñía apretadamente su carne”. Por ello, unido a la (probable) envidia hacia el éxito del pintor, le llamó a juicio el 5 de febrero de 1934. Ese día Dalí asesinó al surrealismo. Estaba desquiciado por una fiebre de la que aquejaba, y pasó su visita al tribunal termómetro en boca, quitándose y poniéndose una gruesa capa de jerséis, subiéndose y bajándose los calcetines. Arguyó que Hitler tenía “cuatro huevos y seis prepucios” y que los campos de concentración nazis eran un espectáculo “único y grandioso”. Juró no ser enemigo del proletariado, “el cual, de hecho, me importa un pepino”. Citó los preceptos del manifiesto de 1924 y triunfó, al fin, en los términos del propio Breton: no podía negar los dictados de su inconsciente por groseros que fueran. “De modo que, mi querido André, si esta noche sueño que te follo, mañana pintaré nuestras mejores posiciones con la mayor riqueza de detalle.” Es peligroso asomarse al interior. ↩︎