La imaginación y la democracia

El 15M fue un movimiento democrático y reformista con muchos elementos meritorios. También tuvo errores como ofuscarse con la representación y enfrascarse en la retórica de la autenticidad.
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Albert Hirschman hizo la observación de que no existía, a su entender, ningún idioma en el que se pudiera expresar el antónimo de “decepción” con una sola palabra. Hay que acudir a compuestos como “agradable sorpresa”. El motivo es de economía del lenguaje. Lo normal es que nuestras expectativas superen la realidad y lo raro es que la realidad supere nuestras expectativas. Podemos añadir que algunos idiomas, como el nuestro, reservan el antónimo de “desilusión” no para su alternativa sino para lo que la precede, como si debiese suceder con la necesidad de la gramática.

La decepción es inevitable en la vida pública tanto como en la privada. La democracia real decepciona y lo hace, entre otras razones, por una que no conozco a nadie que la desvelara tan bien como Hirschman: por falta de imaginación. Especialmente, entre ese tipo de activistas que no pueden visualizar que el cambio es gradual y las mejoras, pactadas. Sin embargo, ese activista es necesario para todos, al menos una vez que la tentación de superar las frustraciones quebrando la democracia no se encuentra entre las opciones de nadie. La democracia sería peor que decepcionante si no tuviera lo que los clásicos llamaban “una fuerza variable” en su interior, algo que produzca novedades y algún que otro escándalo si es preciso, y que haga estar vigilantes a los gobiernos. Pero la democracia real tiene arrugas, rutinas, unas cuantas ideas fijas… La falta de imaginación nos puede volver no solo infelices sino cínicos, descomprometidos, y hacernos no estar allí cuando nos necesite.

Quiero defender que el movimiento 15M fue un bienvenido movimiento democrático y reformista, con demandas que, en parte gracias a él, hoy son consideradas razonables por la mayoría. Pero también fue un movimiento que interpretó mal la democracia, que se ofuscó con la representación, para dejarlo todo prácticamente igual, con la mayoría de las reformas democráticas en el olvido, y que por un tiempo ayudó a algunos a adoptar la retórica de la autenticidad, frente a una democracia supuestamente falsa. Y la autenticidad en política es a menudo enemiga de la verdad.

Mejor democracia y mejor capitalismo (pero llámalo como quieras)

De forma muda, una de las cosas que distinguen a las protestas del 15M es que suceden en una circunstancia en que la democracia y el capitalismo son parámetros que no se discuten. Pensemos en los años sesenta y setenta, o en los años treinta. A aquellos ciclos de protesta solo se parece en que respeta una misma distancia temporal. No es que no participaran chiflados a quienes se les humedecen los ojos mirando viejas fotografías con lemas que anuncian la verdadera democracia como un desfile de obreros con fusiles: lo podemos curiosear en las redes sociales. Pero al hacerlo entendemos lo lejos que estamos de aquellas calamidades.

Por mucha retórica antisistema que hubiera en algunos momentos, se trataba de una protesta para mejorar la democracia y para mejorar el reparto del capitalismo, empleando las reglas de la democracia para ello. Los medios de la protesta fueron los de los movimientos sociales que desde los años ochenta se han empeñado normalmente en las causas tomadas de una en una, como el medioambiente, pero dirigidos ahora al centro de la política, a quiénes y cómo toman las decisiones. Y a la desigualdad, porque esta vez la clase media sufría sus consecuencias. “Somos el 99%” fue el lema perdurable de su réplica estadounidense.

Que fue interclasista y democrático lo deja claro el que los políticos de casi todos los partidos, de izquierda a derecha, reaccionaron con cautela y con frecuente simpatía. Unos pocos agitadores de derecha dijeron algunas palabras feroces, pero se debieron menos a las protestas que al hecho de que Rubalcaba, ministro del interior socialista, las tolerase. “Lo último que deben recibir los jóvenes es un porrazo”, dijo; para qué queríamos más.

Aquellos cuyo reino no es de este mundo tuvieron argumentos propios, y eso confirma lo que digo. Carod-Rovira, vicepresidente de la Generalitat de Cataluña hasta pocos meses antes, se preguntaba ante la acampada de Barcelona: “¿Qué credibilidad tiene la indignación de una gente, la mitad de los cuales está en contra del derecho de autodeterminación?” También dijo que la mayoría de las pancartas estaban en castellano “para no dejar entrar al nacionalismo”, y que había agentes del cni infiltrados para hundir la imagen de Cataluña con “meadas”. (Esto último lo añado solo para recordar cómo entonces todo aquello estaba en un mismo nivel de chaladura.) Monseñor Rouco Varela, campeón de las misas de multitudes, vio en la protesta un síntoma de cómo los jóvenes se alejaban de Dios, y cómo sus vidas estaban “rotas” por el fracaso de las “soluciones materialistas”. Ambos tenían sus propias ideas sobre cómo llenar una plaza.

Años más tarde, en noviembre de 2014, en su discurso como secretario general de Podemos, partido fundado a comienzos de ese año, Pablo Iglesias dijo que “el 15M no reveló nuestra fuerza, reveló nuestra maldita debilidad”. Se refería a la izquierda radical, consciente de su condición minoritaria tanto en la democracia como en aquella movilización (lo explica José Ignacio Torreblanca en su libro Asaltar los cielos, Debate, 2015). Esto puede ayudar a entender algunas vacilaciones de Podemos, pero aquí me interesa lo que corrobora sobre el movimiento social que lo precedió.

Me parece obligado insistir en que solo lo precedió. Podemos, partido que se presentaba inicialmente bajo el aspecto formal de un movimiento social politizado, tardó más de dos años en aparecer y muy poco en convertirse en un partido jerárquico (no sé si muchos recuerdan por qué su logo son unos círculos). Compárese con los plazos del movimiento verde y los partidos verdes. El partido verde de Alemania surgió casi a la vez, en plena movilización social ecopacifista y como acelerador de la misma en los años ochenta (su primera candidatura es de 1979), mientras que su transformación en un partido “realista”, aunque con un liderazgo más colegiado que el de Podemos, ha progresado lentamente a lo largo de decenios.

En general, el vínculo entre las protestas y la llamada nueva política, su enlace con los partidos que entraron en el escenario electoral a partir de 2014, es más bien indirecto, como debería ser evidente porque esta incluye no solo a Podemos y a Ciudadanos, que quieras que no coincidía con algunas propuestas regeneracionistas del movimiento, sino también a Vox, fundado un mes exacto antes que Podemos. No es posible seguir aquí todos los movimientos de las bolas a lo largo de aquellos años, que tocan los ayuntamientos del cambio, la cuestión territorial, la corrupción y otros factores, incluyendo el cambio interno en los partidos tradicionales, hasta encontrar un conjunto de resultados que pueden conectarse con el movimiento social, pero debería ser fácil estar de acuerdo en que el 15M es solo una de las cosas importantes que le sucedieron al país durante la recesión.

De las cerca de quince mil propuestas individuales que se recogieron en el buzón de la Puerta del Sol en 2011, según informó la prensa, el 32% se clasificaron como propuestas de reformas políticas y el 22%, económicas, seguidas de las de temas medioambientales, educativos, etc. La reforma democrática fue protagonista, y la propuesta política más repetida fue la reforma del sistema electoral (al menos si se suman todas las menciones, incluidas las de las listas abiertas), de forma parecida a la de suprimir algunos privilegios de los políticos. “No nos representan”, se decía.

Bastantes de las propuestas socioeconómicas del 15M han influido en la agenda política del país y, mucho tiempo después, han sido leyes o han incidido en las leyes que se han aprobado. Sobre hipotecas y desahucios, sobre salario mínimo, sobre bienes básicos como la energía, sobre el ingreso mínimo vital… Lo llamativo es el completo abandono práctico de la reforma electoral por parte de los partidos que, como Podemos y Ciudadanos, heredaban parte del impulso del 15M y, además, podían ser los más beneficiados de un cambio razonable. En su lugar, Podemos se ha quedado en pedir retoques y Ciudadanos en descarrilar cualquier debate con la exigencia, tan loca como inviable, de emplear la reforma electoral para excluir a las minorías nacionalistas del parlamento. (Vox les dijo que para eso ya las prohibían ellos, y no les faltaba algo de razón, pero incluso en sus países de referencia, como Hungría y Polonia, las minorías nacionales cuentan con una vía para facilitar su acceso al parlamento.) Tal vez puede verse en esto una señal del sueño que tuvieron algunos líderes de la nueva política de sustituir a los viejos partidos con nuevas mayorías, con la colaboración necesaria del denigrado sistema electoral.

Es posible que después de 2021 el viejo sistema ayude a reducir a alguno de los nuevos partidos a tamaño testimonial y haga fosfatina a otros, pero así es la historia de la ambición de estos diez años y el 15M no tiene culpa. Sin embargo, sí hemos de anotar como una limitación del movimiento el que, dejada al sentido de oportunidad de los partidos, la reforma electoral se haya quedado en nada.

Sí nos representan

En las asambleas del 15M se hablaba mucho de democracia directa y de iniciativas populares, y algunos amigos, académicos con sus locos cacharros, se animaron a especular sobre las ideas más fabulosas y futuristas acerca de cómo hacer la política más democrática, votando y deliberando con frecuencia desde una zona wifi. Los problemas me parece que son dos: uno es conceptual y esconde el otro, que es empírico. El conceptual es que una asamblea abierta no es “democracia directa” (un nombre quimérico para una forma de gobierno) sino también una forma de representación, y que la representación que inducen algunas de las soluciones que se ofrecen con la etiqueta de efecto inmediato puede ser, como cuestión empírica, más bien elitista.

La asamblea abierta es una forma primitiva y eficaz de representación, donde el representante, en buena medida, se autoselecciona y el control se ejerce mediante la presencia. Dicho con menos pretensiones: unos deliberan y deciden, otros escuchan y raramente hablan. Es conocido que en la Atenas clásica se ofrecían incentivos para asistir a la asamblea, cosa que hacía, según se estima, al menos un tercio de los ciudadanos, pero no se ofrecían incentivos para hablar. La democracia activa era en realidad bastante pasiva –pero no estaba ausente– para casi todos durante casi todo el tiempo. François Guizot, en su Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa (1821), es el primero en relacionar claramente, hasta donde yo sé, la presencia de la multitud con la representación. La razón es que “la transparencia es tal vez el rasgo esencial del gobierno representativo” (lect. viii). Para él los campos abiertos donde se reunían (circunstate inmensa multitudine) los francos o los lombardos estaban siendo reemplazados en su tiempo por la prensa y la publicidad sobre las deliberaciones. Esto era tan importante como las elecciones para hacer posible el gobierno representativo en la sociedad moderna, una lección de la que pocos dudamos ahora.

A Guizot que la representación fuera elitista no debía de preocuparle mucho (era monárquico, creo que por eso se le lee poco); le bastaba con que sucediera a la vista de todos. El republicano Condorcet era partidario de las votaciones frecuentes como forma de control, pero apenas pudo observarlas durante su vida (dramáticamente acortada por los revolucionarios). Tal vez no era consciente de que cuanto más se exija participar activamente a la ciudadanía, más se filtra por sus cualidades; y que el resultado no es neutral, ni bueno, en un mundo desigual. La autoselección es elitista, eso es algo que hemos aprendido desde entonces. Puede que para evitar la autoselección de los que deciden los griegos se empeñasen en que muchos cargos fueran rotativos o por sorteo, caiga quien caiga. Para evitar su elitismo, la vieja izquierda introdujo el salario de los políticos.

Transparencia, selección y rotación son instrumentos que deberían combinarse. Las reivindicaciones del 15M relegaron la transparencia, que se quedó en la posición 21 de todas sus demandas en la asamblea de Sol. Tristemente, pues no nos sobra. En otro singular error de tiro, al agitar contra los “privilegios” de los políticos, se creó un clima de oposición a que la política sea una profesión bien pagada, un argumento clásico de las élites.

Es difícil mejorar el funcionamiento de la democracia aumentando la exigencia activa de los ciudadanos, como se pretendió desde las asambleas. Podría ser mejor combinar un buen proceso de selección con un incremento de sus funciones pasivas, activas en potencia. Saber más, hablar más, tener información veraz y relevante, y que los gobernantes lo sepan, puede ser más efectivo que votar más veces para que nos representen mejor. Hace algunos años Adam Przeworski se quejaba de que en la democracia “no se había inventado nada desde la representación proporcional” (lo que no era verdad, pero daba el tono sobre el tipo de invento), y proponía una agencia independiente que informara públicamente de la actividad del gobierno, con detalles y consecuencias, de forma neutral y fiable. Quienes dicen “No nos representan”, y yo estoy con ellos, creo que deberían volcarse en eso, además de en la reforma electoral, antes que hacerlo en reclamos sobre la superioridad de la llamada democracia directa, o en medidas para el deterioro de la profesión políticas. En ambas cosas el tiro antiélite sale por detrás.

Con esto no quiero cuestionar el ejercicio del debate público y la participación en asambleas. Al contrario, creo que el 15M tuvo un importante efecto para mejorar la representación en España, con su sola manifestación continuada, actuando como foco de muchas conversaciones, aunque sus propuestas concretas sobre la representación fueran fallidas y por sí mismas hayan cambiado pocas cosas (dejando aparte algunos interesantes experimentos municipales que habría que valorar con cuidado). Paradójicamente, fue su efecto indirecto en la “transparencia”, la divulgación de ideas, de problemas y de alternativas, más que las ideas mismas allí triunfantes sobre las virtudes de la democracia inmediata, lo que favoreció el clima de exigencia en los ciudadanos y mejoró la democracia real.

Poner el foco en la representación es uno de los méritos del 15M. La representación es una característica de la política mucho más complicada de lo que parece. Dejémonos de cuentos con la soberanía y si se transfiere o es intangible: es el juicio lo que se delega siempre (una observación de Nadia Urbinati), inevitablemente, y solo se puede hacer mejor o peor. Esto es lo que entendió Condorcet, metido como estaba en diseñar instituciones de verdad, y por eso puede decirse que llegó más lejos que Rousseau a la hora de entenderlas, quien, grande como era, en esto fue inspirador del populismo más pacato, y un precursor de la especie de los intelectuales con ideas políticas un poco peregrinas.

Democracia real, ya

En el movimiento 15M la retórica se deslizó por la pendiente de “lo llaman democracia y no lo es”, lo peor que tuvieron. Fue una singularidad ibérica: en la réplica de Occupy Wall Street, en Estados Unidos, se peleó por la libertad de expresión y de asamblea y, sobre todo, por una mejor distribución de la riqueza, pero no hubo aquello. Fueron al edificio de la bolsa, lo de rodear el Congreso no tuvo nada que ver con ellos. En España, sin embargo, se abrieron algunos caminos para el ulterior cinismo hacia la democracia (el “régimen del 78”, “España”, etc.). Cierta frustración con la democracia no es difícil de entender, incluso cuando todo funciona más o menos tan bien como puede hacerlo, pero ese apetito, no sé si fingido, por empezar todo de nuevo, esa arrogancia para distinguir lo verdadero de lo falso, es algo más enigmático.

No es raro que la democracia decepcione, al menos a algunos. Condorcet descubrió el fundamento de una de las razones más importantes. La regla de la mayoría induce a la moderación, lo hace porque la alternativa a las circunstancias en las que triunfen las posiciones centradas, las cercanas al votante mediano, es enfrentar a la sociedad a situaciones en las que se verifica la paradoja que lleva su nombre. O moderación, o un Estado en el que la mayoría no puede decidir lo que quiere, porque las preferencias conducen a un ciclo sin fin que deja un saldo indeterminado y arbitrario. Si las cuestiones se deciden en una votación libre y bien regulada, en una sociedad suficientemente diversa las posiciones más moderadas son las preferidas. La “maldita debilidad” de los extremos es que la mayoría nunca está con ellos en una democracia, si no es de forma pasajera y vacilante: la opción moderada siempre se termina imponiendo sobre ellos si se le ofrece la ocasión.

Una razón complementaria, de peso parecido, es que la democracia requiere de una Constitución tanto como el mercado de un Estado y unas reglas de vigilancia, porque la cuestión no va solo de votar o comerciar, sino de un precioso equilibro social en el que están en juego el bienestar y los derechos fundamentales y que, en ocasiones, en un mundo donde caben la manipulación, la trampa y el engaño, puede ser socavado por esas mismas fuerzas: las votaciones sin más, la búsqueda del beneficio sin más. La división de poderes, las garantías, no son un límite sino una condición necesaria de la democracia. Pero también puede volverla, al menos de apariencia, aburrida, fatigosa y conservadora, pese a ser la democracia el sistema menos protector del statu quo que puede ser sostenido indefinidamente sin tener que matar a nadie.

A estas dos razones de la teoría política, algunos observadores sociales añaden otras. Weber, en un discurso suyo muy famoso, encontraba que quienes tenían vocación política estaban sometidos a un conflicto permanente, pues siempre habían de elegir entre valores y ninguna victoria era más que transitoria. Como la convicción era necesaria, la desilusión era inevitable. Weber presintió en los políticos de su tiempo, con una conocida imagen de una sociedad politeísta enfrentada a exigencias dispares, la fragmentación de los valores que es propia de los ciudadanos en la democracia moderna. El esbozo que hace Hirschman de la fenomenología del desengaño con la actividad pública, al que he aludido arriba, es más original. No depende de los otros sino de uno mismo: nos bastamos solos para defraudarnos. Sus posibles raíces se hallan en el exceso de compromiso dictado por la ignorancia, en la estimación incorrecta del tiempo necesario en esos menesteres, en la adicción en la que puede degenerar ese exceso, y, sobre todo, la falta de imaginación. Nos falta imaginación no para ser audaces, sino para entender los mecanismos del progreso gradual y las reformas.

El problema de cuando se confunden las propias frustraciones con la autenticidad es que eso nos mete en un sendero de retórica inquietante. Hay políticos que transmiten mucha autenticidad y se despreocupan bastante de la verdad. O que juegan con dos conceptos de verdad, el de lo genuino frente a la objetividad (esta observación se la debo a Luis de la Calle). No es casual que quien dijo (algo así como) que lo verdadero es una cualidad del oro, no de lo que decimos sobre el oro (Heidegger) se fascinara políticamente con un monstruo muy real. La posverdad desprecia la verdad de los hechos, pero es amiga de la autenticidad. Del casticismo trumpista al populismo nacionalista, lo peor de la democracia lo suscita el reclamo de lo auténtico. Incluyendo, me parece, el de la verdadera democracia.

En resolución: gracias, 15M; ojalá que no haya que esperar otro cataclismo social para volver a encontrarte. La próxima vez insistamos en que la verdad de los periodistas es más importante que la de los filósofos, que no es conformismo buscar la felicidad en la casa propia, aunque no la habiten los dioses, y que, si nadie es más que nadie, no es porque así resulte de forma espontánea entre nosotros, sino porque mantenemos instituciones que procuran la igualdad. Cuidémoslas mucho, porque es un “si” grande, como dicen en inglés. ~

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es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.


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