El primer personaje de Elle es un gato de pelo oscuro y ojos verdes que, sobre un fondo sonoro de gran ruido, mira a la cámara con la fijeza del felino que considera sus posibilidades de intervención. Enseguida ve el espectador lo que veía el gato: una agresión sexual sufrida por una mujer que yace, atenazada por un enmascarado, en el suelo de una mansión burguesa. Es el arranque de la nueva película de Paul Verhoeven, un director que narra muy bien la violencia, y se esmera en el relato cuando hay además una connotación libidinosa. Acabada la violación, la víctima se recupera, se levanta, estima las heridas corporales y recoge con modosidad los desperfectos domésticos. Y así irrumpe Isabelle Huppert en la película que –según los eruditos– hace el número 104 de su filmografía.
Uno de los factores que convierten a la Huppert en una actriz a la que nunca nos cansamos de ver es su falta de miedo. Se sabe que el director holandés largo tiempo afincado en Hollywood quería hacer Elle allí y no encontraba a ninguna estrella norteamericana dispuesta a encarnar un papel tan expuesto, tan atrevido, como el de Michèle, la ejecutiva de una firma de videojuegos digitales. Hasta que la producción fue trasladada a Francia y apareció Isabelle, que comparte con el cineasta la “investigación sobre la extrema normalidad y la extrema anormalidad”. De hecho, añade la actriz en la entrevista con Jean-Michel Frodon que estamos citando (publicada en Caimán Cuadernos de cine, núm. 52, septiembre de 2016), esos personajes que la mayoría del público y muchos intérpretes juzgan inabordables “yo, al interpretarlos, no los considero marginales o extraños, estoy con ellos, los acompaño”. Hermosa manera de definir el arte interpretativo, que, entre otras capacidades (la modulación de la voz, el desafío corporal, la mirada elocuente) tiene la de la aventura solidaria con cualquier ser de ficción, demoníaco o angélico.
Pero la Michèle de Elle no es un demonio, sino una mujer madura que se enfrenta a la vida con la curiosidad insensata de los adolescentes, superando a cualquiera de estos en la memoria del dolor y del placer, en la astucia nunca calculada, en la dureza extrema de un comportamiento marcado por el sadismo con los otros pero también abierto al daño propio. Michèle es una overreacher, una figura extralimitada que por tanto nunca sabe su siguiente paso, su siguiente goce, su último desengaño. Y todas esas facetas de la personalidad sin límites Isabelle Huppert las encarna de modo incomparable. Por ejemplo en la brillante secuencia de la cena de navidad, en la que Verhoeven, que en otros momentos del filme exhibe una aparatosidad formal contagiada de lo peor de la narrativa hollywoodiense, sabe ser contundente y sutil, hábil en el humor (la vecina católica con sus bendiciones y sus deliquios papales) y en el trazo cruel del trato de la protagonista a su hijo bobalicón, desprovisto de voluntad, y a su madre libertina, esa anciana que seguramente de joven fue tan aventurera como su hija Michèle y por eso esta la odia y la ataca, viéndose en el espejo decrépito de sí misma.
El gato escrutador y la madre, otro tipo de madre, vuelven a aparecer, sin duda por casualidad, en El porvenir (L’avenir), la excelente película de la francesa Mia Hansen-Løve, en la que Huppert pasa a ser Nathalie, una profesora de filosofía y una mujer abandonada, no solo por su marido, un profesor más circunspecto que ella, sino por los tiempos modernos, por sus alumnos, por el nuevo orden académico: las notas de caracterización de la creciente banalidad del mundo editorial “serio” son lacerantes, por lo acertadas y actuales. La sexualidad tampoco falta, pero aquí lo que cuenta no es el final del deseo sino el de la cultura anterior. El fallecimiento de la madre (interpretada de modo encantador por la veterana Édith Scob) carece de truculencia, comunicado por medio de una llamada de móvil a Nathalie; la cara de la Huppert, sin gesticulación ni llanto, nos da la cifra grave y leve de una muerte que la libera. Aunque el gato materno, heredado por la hija, hace pervivir el carácter coqueto y arisco de su dueña, desbaratando a la vez con su presencia animal el núcleo de las certezas y normas que rigen la vida de la profesora.
El porvenir es, de un modo natural, argumental, una película de filósofos y citas. Los personajes centrales tienen casi siempre un libro en las manos, y hablan sin petulancia de Rousseau, de Martin Buber, de Husserl, Heidegger y Jankélévitch, mofándose una vez, de pasada, de Raymond Aron. Son las referencias seguramente autobiográficas de Hansen-Løve, cuyos padres sabemos que fueron profesores de filosofía. Una separación puede tener como problema fundamental el reparto de una biblioteca común, adquiriendo perfiles de tragedia el que Nathalie advierta que su marido se ha llevado entre otras pertenencias un libro de Lévinas “con mis anotaciones”. Él, por su parte, vuelve al hogar en busca frenética de su ejemplar de El mundo como voluntad y representación, y el fantasma de Schopenhauer se incorpora a la trama del filme. Los desequilibrios de la soledad no elegida, la búsqueda fallida de un consuelo vital en las cosas bellas, el doloroso fin de las costumbres quedan reflejados de modo admirable en la escena en que ella, asqueada de que su esposo, para paliar su huida, deje ramos de flores por la casa, quiera arrojarlas y no encuentre un contenedor de basura lo bastante grande para todas. De nuevo la Huppert trasmitiendo con un juego de manos y una mirada las esencias del mundo. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).