La nueva (y artificial) mayoría legislativa

La coalición lopezobradorista obtuvo una victoria contundente en los comicios de julio, pero fue una anacrónica ley electoral, y no los votantes, la que consolidó su poder en las cámaras.
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Los resultados de la elección de 2018 no solo dieron un abrumador triunfo a Andrés Manuel López Obrador con el 53% de la votación, sino que le brindaron una mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso y le permitieron aproximarse a la mayoría calificada de dos terceras partes de los escaños, necesaria para modificar la Constitución. Es una situación parecida a la que prevalecía bajo el PRI cuando aún era hegemónico. En un principio no se pensaba que algún partido o coalición pudiera obtener la mayoría absoluta. Se especulaba simplemente sobre si López Obrador podría ganar, y muchos aseguraban que, si acaso, lo haría con una votación minoritaria (entre el 30 y el 35%). Cuando, ya en pleno proceso, las encuestas empezaron a mostrar el crecimiento de López Obrador, aparecieron pronósticos de que la coalición lopezobradorista podría alcanzar la mayoría absoluta en ambas cámaras (65 escaños en el Senado y 251 en la Cámara baja). La magnitud del triunfo sobrepasó lo esperado. Sin embargo, que la coalición lopezobradorista haya obtenido la mayoría absoluta en ambas cámaras legislativas no se debe a la votación recibida sino a la sobrerrepresentación existente en el actual sistema electoral.

López Obrador recibió el 53% de la votación, pero su coalición obtuvo solo el 43%, tanto en la pista de diputados como en la de senadores. Para los senadores, la fórmula vigente de mayoría arroja en automático la sobrerrepresentación. Los senadores de representación proporcional aminoran la sobrerrepresentación, pero al constituir solo la cuarta parte de las bancas en disputa (128) la sobrerrepresentación prevalece. En la Cámara de Diputados hay trescientos legisladores de mayoría relativa y doscientos, de representación proporcional, que en otros países cumplen la función de equilibrar el porcentaje de votos con el porcentaje de escaños (es decir, aminorar o eliminar la sobrerrepresentación, según el caso). Dice Dieter Nohlen: “La representación proporcional se da cuando la representación política refleja, lo más exactamente posible, la distribución de los votos entre los partidos […] impide la constitución de mayorías parlamentarias demasiado artificiales que no corresponden a una mayoría real del electorado.”

(( Dieter Nohlen, Sistemas electorales y partidos políticos, Ciudad de México, FCE, 1995, pp. 88 y 112.
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 En la medida en que no se da esa correspondencia entre votos y escaños, se distorsiona la representación, y se generan inequidades entre los partidos y los ciudadanos que votan por ellos.

Para entenderlo, imaginemos un país con un sistema en el que solo existan diputados de mayoría y que esté dividido únicamente en cien distritos (y no en los trescientos distritos uninominales que hay en México). En ese país imaginario el partido a obtiene el 50% de la votación, el partido b, el 30%, y el partido c, el 20% restante. Ahora supongamos que dicha votación se distribuye de manera idéntica en cada uno de esos cien distritos: en una proporción de 50%, 30% y 20% para los partidos a, b y c, respectivamente. El resultado electoral será que el partido a habrá ganado en los cien distritos y tendrá el 100% de las curules, mientras que los partidos b y c no tendrán ningún escaño, pese a la votación recibida. En tal caso, el partido a estaría sobrerrepresentado en un 50%, en tanto que los partidos b y c estarían subrepresentados en 30% y 20% respectivamente. Precisamente por este tipo de distorsiones, muchos países democráticos han incluido en su sistema electoral a los diputados de representación proporcional que se combinan con los de mayoría, para así distribuirlos de tal manera que cada partido obtenga el mismo porcentaje de curules que obtuvo en votos. Siguiendo con nuestro ejemplo, supongamos que a los cien diputados de mayoría se agregan otros cien de representación proporcional. Si el partido a obtuvo 50%, pero ganó los cien de mayoría, con esos se quedará (pues representan el 50% del nuevo Congreso). El partido b, que recibió el 30% de la votación, pero no obtuvo ningún diputado de mayoría, tendría que recibir sesenta diputados de los cien de representación proporcional (equivalentes a 30% de curules, es decir, el mismo porcentaje que tuvo en las urnas), y el partido c, que logró 20% de la votación, pero ningún diputado de mayoría, recibirá los cuarenta escaños de representación proporcional restantes, que equivalen justo al 20% de curules. Es la forma de distribución más democrática, equitativa y justa en términos de representación, pues, sin el sistema de representación proporcional, la mitad de los ciudadanos –que votaron por los partidos b y c– se habría quedado sin representación legislativa. En cambio, bajo la formula mixta aquí considerada (diputados de mayoría y de representación proporcional), esos segmentos de electores quedarán representados en la misma proporción a su tamaño y fuerza.

En México tenemos un sistema mixto y, por principio, debería operar de la misma manera que en otros países democráticos. Sin embargo, la inclusión de los diputados de representación proporcional en el sistema electoral, en 1979, no tenía el propósito de equiparar el porcentaje de votos al porcentaje de curules, sino solo aminorar un poco la sobrerrepresentación del PRI y la subrepresentación de la oposición. Se trataba de generar incentivos a los partidos opositores para continuar en la brega electoral, y legitimar en cierta medida al sistema político y electoral, pero sin quebrantar la hegemonía del PRI. La fórmula para distribuir a los diputados de representación proporcional sufrió diversos cambios, pero siempre manteniendo la ventaja para el partido mayoritario (el PRI) o para los partidos que quedaran arriba en la votación, en detrimento de los minoritarios. Incluso, en la reforma de 1987, se introdujo la llamada “cláusula de gobernabilidad” que dictaba que si el partido mayoritario (todavía el PRI en aquel momento) no obtenía “el 51% de la votación nacional efectiva” y no alcanzaba, “con sus constancias de mayoría relativa, la mitad más uno de los miembros de la cámara” (por ejemplo, que obtuviera 230 de los 500 asientos), se le asignarían los diputados de representación proporcional que hicieran falta para que lograra esa mayoría (es decir, al menos 251 asientos), al margen de la votación que obtuviera en las urnas. Dicha fórmula sufrió nuevos cambios, pero fue acotada finalmente en 1996, en la llamada reforma electoral “definitiva”, que cruzó el umbral hacia una plena competitividad electoral. Y en efecto, con esta última reforma pudo ser posible una competencia real que implicó primero la pérdida de la mayoría absoluta por parte del PRI por primera vez en su historia, así como la autonomía del IFE respecto del gobierno (y abrió la puerta para una alternancia presidencial, lo cual ocurrió en el 2000). Sin embargo, solo redujo la sobrerrepresentación en lugar de eliminarla por completo. Bajo esa nueva ley, ningún partido podría obtener una sobrerrepresentación mayor al 8%, pero sí podría estar sobrerrepresentado en ese porcentaje. Así, un partido que obtuviera poco más del 42% de la votación podría aún alcanzar la mayoría absoluta y, en esa medida, los partidos minoritarios quedarían todavía subrepresentados (aunque en menor proporción que antes). Dicha disposición sobrevivió a varias otras reformas electorales. Los partidos opositores pusieron atención a otros temas de equidad, pero olvidaron por completo la cláusula de sobrerrepresentación, que aún favorecía al PRI (si bien en ciertos momentos también benefició al PAN).

En 2018 ha sido el lopezobradorismo el gran favorecido por dicha fórmula, pues en la Cámara de Diputados su coalición quedará sobrerrepresentada en dieciocho puntos porcentuales (que corresponde también al porcentaje de subrepresentación del resto de partidos); en conjunto, Morena, el pes y el PT obtuvieron el 43% del voto para diputados (diez puntos menos de lo obtenido por AMLO en la elección presidencial), pero tendrán el 62% de curules en dicha cámara. En otras palabras, eso significa que 43% de los votantes deseaba darle a López Obrador una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, en tanto que el restante 57% no votó por eso (incluido el 10% de los electores que votó por AMLO para presidente, pero no por los candidatos a diputados de su coalición). ¿Por qué entonces la coalición Juntos Haremos Historia obtuvo una gran mayoría? Gracias a la anacrónica fórmula de sobrerrepresentación. Sin dicha cláusula la coalición lopezobradorista habría obtenido solo 215 diputados, pero con ella tendría 306 (91 curules más de las que determinó el electorado en las urnas). Eso implica que el conjunto de partidos de oposición (incluido el PRI) quedan subrepresentados en esa misma proporción. Y en particular, el PRI quedará muy por debajo de su votación: habiendo obtenido 16% de la votación (que en principio le daría ochenta diputados), tendrá solamente 47; es decir, el 9.5% de las curules; una subrepresentación de casi 7%. En el caso del PAN, la desproporción es menor: su votación fue de casi 18% y su bancada alcanza 79 diputados (16%).

Pero hay otra cuestión: si la ley establece que la sobrerrepresentación máxima por partido es del 8%, ¿cómo es que la coalición lopezobradorista logra estar sobrerrepresentada en 18%? Como la coalición está compuesta de tres partidos, cada uno tiene derecho a estar sobrerrepresentado hasta en un 8% y en conjunto podrían haber alcanzado hasta 24%. Aunque no llegaron a ese tope y solo tuvieron el 18%, el porcentaje en sí mismo es excesivo, porque representa el tamaño de la distorsión del deseo ciudadano en las urnas. Así por ejemplo, el PT obtuvo cerca del 4% de la votación (equivalente a veinte curules), pero por su convenio de coalición con Morena alcanzó 61 escaños (12%), 41 curules más (poco más del doble de lo que la ciudadanía decidió otorgarle, lo que significa un 8% de sobrerrepresentación). El pes, por su parte, no alcanzó el 3% requerido por la ley en ninguna de las elecciones (presidente, diputados o senadores) y perdió el registro. Sin embargo, en virtud del convenio de coalición con Morena ganó en 55 distritos de mayoría (equivalentes a 11% de las curules), mismos que detentará incluso sin tener registro. Se trata también de una sobrerrepresentación del 8%. Paradójicamente, Morena fue el partido que obtuvo menos sobrerrepresentación dentro de la coalición, pues, habiendo captado por sí mismo el 36% de la votación, tendrá solamente un 2% de sobrerrepresentación (que le otorga en total 191 diputados). Sin embargo, dado que muchos de los candidatos del pes y el PT en realidad eran de Morena, estos formarán parte de esa bancada, con lo cual Morena quedaría con 247 curules, es decir el 49.5%, el equivalente al 11% de sobrerrepresentación (a costa de sus aliados). Ya después se sumaron a Morena cinco diputados del pvem y dos del PRI, con lo cual contará con 254 diputados.

Fue una gran maniobra de López Obrador haber ido con otros partidos en coalición. Imaginemos que Morena hubiera ido sola a la elección y hubiera captado la misma votación de 43% (eso supondría que el PT y el pes habrían obtenido cero votos, algo improbable): la cláusula de sobrerrepresentación le alcanzaría para 51% de diputados (es decir, 255), en lugar del 62% del que dispondrá la coalición lopezobradorista (310 curules). Todo ello gracias a las distorsiones que una disposición anacrónica todavía posibilita. Ese resabio de la hegemonía priista ahora permite el surgimiento de una nueva dominación legislativa en manos de otra fuerza política: la lopezobradorista.

¿Esto es sano para la democracia, en términos de equilibrios de poder y justa representación ciudadana? No lo parece, y esa ha sido mi posición desde siempre (en 1996, recomendé eliminar dicha cláusula por completo, pero el PRI impuso su criterio y los partidos opositores se conformaron con limitar la sobrerrepresentación al 8%). ¿Por qué? Por una parte, en una democracia más cabal, los ciudadanos de cierta tendencia u opción pueden verse reflejados en el Congreso en una proporción semejante a su tamaño y fuerza: si el 20% de los ciudadanos opta por un partido, el 20% de las curules se asignará a ese partido. Las distorsiones lastiman la representatividad y, en esa misma medida, la legitimidad legislativa y electoral se va aminorando (incluso si se trata de una medida legal, dado que así lo dispone la ley). Por otra parte, un sistema de partidos que, de principio, es más o menos equilibrado (en este caso, 43% para la coalición gobernante y 57% para el conjunto de la oposición), se desequilibra a raíz de la distorsión que genera una ley (de modo que la coalición en el poder tenga el 62% de los diputados y la oposición solo el 38%).

De ahí que los controles políticos y contrapesos que son la esencia del juego democrático se vean disminuidos, dando paso a una hegemonía de partido o coalición gobernante que puede traducirse (aunque no necesariamente) en discrecionalidad y, de manera eventual, en abusos. Eso no significa que no sea democrático que un partido o coalición goce de mayoría, y que esto incluso pueda favorecer la gobernabilidad, sino que la democracia debe respetar en su justa medida la voluntad de los electores. Preocupa todavía más si la sobrerrepresentación es tan grande que abre la posibilidad de que la coalición gobernante modifique a su gusto la Constitución sin necesidad de negociar con el bloque opositor. Es decir, con los 215 que le corresponderían (43%) la coalición lopezobradorista estaba obligada a negociar con la oposición la aprobación de leyes secundarias y con mucho mayor razón el cambio constitucional; sin embargo, gracias a la sobrerrepresentación permitida por la ley, podrá hacer lo primero sin negociar con nadie, y para lo segundo necesitará cooptar a muy pocos legisladores del bloque opositor (veinte diputados).

En otras palabras: la voluntad ciudadana emitida en las urnas proyectó un cambio de gobierno sin control absoluto en el Congreso y, por tanto, dividido, con contrapesos eficaces. Sin embargo, la distorsión que permite la ley electoral arrojó un gobierno con una enorme mayoría, no solo absoluta sino cercana a la calificada, que evoca el antiguo presidencialismo imperial (más allá de cómo se ejerza ese poder). No deja de ser paradójico que, si la democracia es el régimen de mayorías, una voluntad mayoritaria sí se cumplió –la del 53% del electorado que votó en las presidenciales por López Obrador– y, sin embargo, otra no –la del 57% que votó porque AMLO no tuviera mayoría absoluta en la Cámara de Diputados–. Todo gracias a las distorsiones de una ley obsoleta.

Respecto a la “cláusula de gobernabilidad” –la original de 1987, de la cual la vigente es un caduco resabio–, Carlos Castillo Peraza escribió: “Toda cláusula de gobernabilidad, en el más extremo de los casos, solo puede admitirse como transitoria y no fijarse para siempre como candado jurídico contra la democracia misma.”

((Carlos Castillo Peraza, “No al fatalismo, sí al diálogo” (1989) en El porvenir posible, Ciudad de México, FCE, 2006, p. 383.
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 La pregunta aquí sería: ¿utilizará Morena y su coalición su mayoría artificial derivada de la ley electoral, para modificar dicha ley, cuando por años la izquierda la objetó al serle desfavorable, pero ahora le ha sido altamente ventajosa? ¿Buscará una representación más precisa de los electores en el Congreso, como propugnó durante mucho tiempo? Me parece que es poco probable que eso suceda. En tanto sea una fuerza mayoritaria, la fórmula electoral que permite una sobrerrepresentación jugará a su favor. Sobre el tema ha escrito José Woldenberg:

Durante décadas la izquierda mexicana (o por lo menos la mayor parte de ella) se esforzó por alcanzar una representación proporcional estricta en la Cámara de Diputados […] Es no solo lo justo sino lo democráticamente más sano. Que no exista sobre ni subrepresentación de las distintas fuerzas políticas […] ¿Será posible que ahora que la coalición en torno a Morena es mayoría se impulse una reforma para alcanzar la representación proporcional exacta? Me parece difícil. No es lo mismo ver la vida política desde la mayoría que desde la minoría.

((José Woldenberg, “Registros y plurinominales”, Reforma, 26 de julio de 2018.
 
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Más aún, el hecho de ubicar la consulta por revocación de mandato de López Obrador al mismo tiempo que la elección intermedia (2021), le permitirá hacer campaña personal a favor de su partido (y contará con cerca de nueve millones de promocionales mediáticos). Tanto Vicente Fox como Felipe Calderón (y en menor medida Enrique Peña Nieto) sufrieron un duro embate en sus respectivas elecciones intermedias (con disminución de la bancada de sus respectivos partidos). No parece que eso ocurrirá en 2021, menos todavía con la participación directa de AMLO en la campaña. Si la apuesta es, como todo indica, por un nuevo hiperpresidencialismo, dicha fórmula ayuda a fortalecerlo, así sea de manera artificial. Conviene recordar lo dicho por Giovanni Sartori en otro momento de la democratización mexicana, y sus dificultades para conciliar gobernabilidad con los equilibrios de poder: “La transición mexicana puede salir bien en las urnas y fracasar por falta de leyes e instituciones que le permitan encauzar sus resultados.”

((Citado por Carlos Castillo Peraza en “Las elecciones federales mexicanas de 1997” (1997), op. cit., p. 460.
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Profesor afiliado del CIDE.


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