La pareja

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¡Qué distintos eran del tuerto Zamudio, distribuidor de muestras médicas! O de la señorita Engracia, pánfila hasta el cansancio, siempre con la lengua de fuera y la media rota. Ni qué decir de Gálvez, el pedorro agente de productos agrícolas, o de Silvina, la empleada del Palacio de Hierro que arrastraba los pies. O Tacho y Nicho, estudiantes de San Ildefonso. Todos ellos gente sencilla, honorable, sí, comunes y corrientes como ella, nada excepcional, pero llenos de defectos que no tardaba en encontrar para alimentar su desilusión durante toda la semana. Porque doña Loreto tenía sueños de grandeza, aunque durmieran ocultos en el ropero de la pensión que dirigía con mano de hierro en la calle de Argentina, a tres cuadras de la Catedral. El enorme mueble atesoraba los vestidos, los perfumes y las joyas que su finada madre logró rescatar de los revolucionarios allá en Torreón y que Loreto conservaba con enormes esfuerzos, resistiendo la necesidad de venderlos y sin tener lugar ni sociedad para lucirlos, de manera que en las noches, a solas y en secreto, se contemplaba hecha una reina en la luna del espejo, reprochándole al destino haberle jugado chueco y murmurando diálogos imaginados de la alta sociedad.

Por eso casi se desmaya cuando esta pareja llegó a pedirle alojamiento. Parecían de otro mundo muy distinto, casi, casi del mundo de su espejo, como si Alguien superior se los hubiera enviado para que alternara por fin con los de su clase. Venían de Guadalajara, le dijeron, y en efecto hablaban con el tono suave y cordial de los tapatíos, y se expresaban con mucha delicadeza. Ella vestía un traje de saco y falda, de lana muy fina, muy bien combinado con blusita de seda y zapatos de pulsera. Y a él no se le podría reprochar ser lo bastante rubio ni tener los ojos más azules que doña Loreto había podido ver jamás, o el traje más fino. Altos, de porte exquisito, ella con los ojos negros y la tez blanquísima, el cabello perfectamente rizado, no como el de Silvina que siempre se le quedaba lacio a la mitad. Eran tales sus ganas de mirarlos que no se permitió dudar de que una pareja así le pidiera alojamiento. Su pensión tiene muy buenas credenciales, le susurraron, y buscamos una habitación para cinco días. Estamos de visita en la capital, queremos admirar la Catedral y los monumentos. María y Pedro Iglesias, se presentaron, tendiéndole la mano. Ella los hizo pasar con cierta ceremonia, les invitó una taza de té y en lo que el agua hervía los paseó por las dos habitaciones que en ese momento estaban disponibles. Las fumigaron hacía una semana y todavía apestaban bastante a insecticida. Se veían muy limpias, incluso alegres con sus búcaros de flores pero pobres, desoladas de tan sencillas, las camas estrechas y monacales como de hospital. La pareja fruncía la nariz, se miraban entre ellos, buscaban la puerta, daban la impresión de que mejor se irían a otro sitio. Y de camino pasaron por el cuarto de doña Loreto cuya puerta a medio abrir les dejó ver el gran armario, la cabecera labrada con las mesitas de noche y el tocador que hacían juego. Qué buena se ve esta habitación, ¿estará ocupada?, preguntaron.

Es la mía, les respondió con una mezcla de orgullo y sobresalto, pero si les gusta podemos arreglarla, no tengo inconveniente en cambiarme por unos días. La tiene muy bonita, muy bien arreglada, la halagaron, nos gustaría mucho quedarnos ahí. Ella se sonrojó. Muchas gracias. De muy buen gusto. Ahí nomás, les respondió, cargando ella misma los maletones a la habitación, unas cuantas herencias que me tocaron. Les propuso una cantidad desproporcionada que ellos accedieron a pagar sin protestas y después los dejó tomando el té en el salón, en lo que cambiaba las sábanas y sacaba algunas cosillas muy personales: las fotos de sus sobrinos, el retrato de Gerardo el Manco que estuvo a nada de ser su esposo, un poco de ropa. Dejó el ropero cerrado con llave, eso sí, pues le avergonzaban un poco sus joyas y sus vestidos tan fuera de lugar, no fueran a pensar que los había robado. Salió a buscarlos y se apenó un poco más de encontrarlos con la señorita Engracia que les hablaba como cotorra con la blusa desfajada. Les voy a pedir que utilicen el armario empotrado en la pared nada más, pero pueden instalarse con confianza.

La pareja entró al cuarto que parecía estar esperándolos. Ellos sí correspondían a esos muebles heredados, se veían hermosos, como una postal, pensó, con sus finas maletas de piel de cabra y esa altura que los elevaba por encima de los mortales. Y se quedó mirándolos encandilada una vez que entraron, tan absorta que le tuvieron que cerrar la puerta en las narices: con su permiso. Se avergonzó un poco y se puso a pensar qué les podía ofrecer para la merienda y el desayuno, algo mejor, desde luego, que las tortas que les ofrecía a Tacho y Nicho o las enchiladas que devoraba Gálvez y culminaban en sus sonoros y malolientes espectáculos. Tuvo que ir a La Merced a buscar unas cuantas cosas buenas. Cuando regresó, se encontró al tuerto Zamudio leyendo el periódico de perfil y rascándose el tobillo por debajo del calcetín. Le preguntó por los nuevos inquilinos y Zamudio le preguntó cuáles. Casi tuvo miedo de haberlos imaginado, que no fueran verdad, pero se tranquilizó luego de correr a su cuarto y darse cuenta de que la puerta seguía bien cerrada.

Preparó unos filetes para la pareja, además del pollo en adobo que serviría a los demás inquilinos. No llegaron más que Tacho y Nicho, siempre hambrientos, y el Tuerto que manchó el mantel de salsa. La parejita nunca acudió a sus gritos de que ya estaba la comida. A lo mejor irían a un restaurante después, pensó, o estaban muy cansados de su viaje. ¿Se les ofrece algo?, preguntó al cabo de un par de horas, tocando a la puerta con discreción. Al no obtener respuesta se otorgó la autorización de doblar el tronco y espiar por la cerradura. Dormían uno en brazos de otro, a cual más peludos los dos.

¡De modo que la señora María Iglesias era un hombre! Pero qué hombre más fino y delicado, qué facciones tan puras. Traía las piernas rasuradas hasta un poco pasada la rodilla, más allá el sexo caracoleaba airoso cerca del de su compañero y las bocas estaban casi juntas. Sintió cosas muy extrañas, aparte del gran pasmo, mezcla de espanto y fascinación. Tendría que deshacerse de ellos y lo primero que pensó fue llamar a la policía, pero ¿y la paga? Le habían dicho que sí se la darían, no debía desaprovechar, era una cantidad nada despreciable por tan solo cinco días. Si disimulaba y hacía como que no se daba cuenta, no pasaría nada.

Decidió esperar a que despertaran; si salían, aprovechar para esculcar un poco su equipaje, averiguar algo más. Se mantuvo cerca por si escuchaba ruidos. En el fondo de su alma, con todo y el horror moral que le había provocado el espectáculo, anhelaba mirar a María Iglesias arreglada como mujer, transformándose con esa ropa tan fina que llevaría en la maleta. En las clases altas se daban esas cosas, lo sabía. Los pobres y la gente común, tan apretados en el espacio unos contra otros, se vigilaban siempre, como hacía ella con sus pensionados cuyos secretos sabía aun a su pesar: que Zamudio lloraba en las noches por el ojo que le arrebataron las balas, que Silvina perdió el honor en uno de los probadores del Palacio de Hierro, que la señorita Engracia escondía unos crucifijos de oro debajo del colchón. En los grandes hoteles sucedían las cosas más perversas y ni quien se enterara, entre alfombras gordas y paredes gruesas. Pasó toda la tarde así, pegando la oreja a la puerta de vez en cuando un poco disimulada, pues Tacho y Nicho decidieron estudiar toda la tarde en la mesa del comedor, desde la que se alcanzaba a ver su habitación con solo levantar tantito la cara hacia la escalera. Ella que vigilaba la casa desde el quicio de su puerta, ahora tenía que disimular, qué paradoja.

A las siete preparó la merienda y les volvió a tocar. No hubo respuesta. A las siete y media cenaron los huéspedes como siempre, entre bromas, susurros y dispepsias, pero ellos no salieron. A las ocho y media acabó “La hora azul” en el aparato de radio y se levantaron de la mesa. Ella esperó que se retiraran a sus cuartos. Como a las nueve pegó por fin el ojo a la cerradura de la habitación, alcanzando a ver en la penumbra la cortina de la ventana que se agitaba al viento y la cama vacía. Tuvo que mandar llamar a un cerrajero para que le abriera la puerta. A esa hora le cobró una fortuna. Su magnífico ropero estaba abierto de par en par, vacío de recuerdos y aspiraciones.

Fue a la Comandancia para denunciar que la habían robado dos hombres, uno vestido de mujer, el otro rubio y de ojos azules. ¿Pero cómo?, exclamó el ministerio público. El mismísimo Raffles, el que todos buscaban, el que se acababa de fugar de la cárcel de Belén merced a su habilidad para el disfraz, había estado en su pensión. Un golpe más del ladrón misterioso que traía loca a la policía. Los periódicos la entrevistaron, su historia salió en la página policiaca, claro, con algunos detalles cambiados, no quería que se pensara mal de ella. En la pensión hubo gran algarabía, los visitaron los vecinos, hubo nuevos huéspedes que querían quedarse en el cuarto de Raffles –así le llamaban ahora– y pagaron bien por hacerlo. Tacho y Nicho se tuvieron que ir porque habían terminado el semestre. Lo mismo Gálvez, que ya no se sentía tan a gusto entre los nuevos huéspedes. Quedaron el Tuerto y la señorita Engracia, que en la noche sacaba sus crucifijos, mientras la señora Loreto le daba gracias a Dios por un poco de alegría en su vida. ~

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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