Los mejores defensores de algo no suelen ser quienes recomiendan su empleo para cualquier cosa sino quienes aconsejan su uso limitado a las circunstancias para las que está indicado. Esta constatación vale también para la moral que, siendo una estrategia contra las tentaciones, suele ser también ella misma una tentación. Seguramente la mejor defensa de la moral es proteger su especificidad frente a su utilización para cualquier cosa como si fuera una especie de remedio universal. Hay asuntos para los que el recurso a la moral no solo no sirve de nada sino que lo estropea todo. Cualquier cosa en dosis exageradas suele malograr los buenos efectos que tiene si se suministra en la cantidad adecuada.
Mi caveat frente a la moral no se debe a que sea una persona especialmente malvada sino a que he comprobado muchas veces los infortunios de la buena voluntad: que los mejores intencionados son quienes más estropean las cosas; que la moral suele simplificar demasiado todo; que preguntarse siempre y en primer lugar por quiénes son los buenos y los malos nos lleva con frecuencia a diagnósticos erróneos; que apelar demasiado pronto a la moral nos impide comprender de qué va la cosa; que no es muy razonable ponerlo todo perdido de principios.
Voy a tratar de explicarlo con una pequeña gran narración, porque tal vez se haya pasado aquella crisis de los grandes relatos que diagnosticó Jean-François Lyotard en los setenta y que nos llevó a ser demasiado cautos en materia de generalizaciones. Ahora que andamos sobrados de descripciones exhaustivas de cualquier nimiedad y echamos tanto de menos historias que nos inscriban en una totalidad con sentido, propongo el siguiente microrrelato de la historia universal de la moralidad, la historia de la ética en una frase: al principio era la moralización indiferenciada, vino después la individualización de la ética y tenemos por delante el desafío de proceder a su desindividualización, subrayar su valor cognitivo y repensarla para una sociedad compleja.
1. Al principio todo era moral
Las sociedades tradicionales, premodernas, se caracterizan por que en ellas había lo que Marcel Mauss llamaba un “hecho social total”. La ética, la religión y el conocimiento eran realidades indiscernibles. En cada acontecimiento de la vida humana, en cualquier acción, todo estaba ahí (lo cognitivo, lo moral, lo político, lo bello). La sabiduría era inseparable de la bondad y la piedad. Se suponía que el que más sabía era la mejor persona y que tenían que mandar los más listos, que los más ejemplares debían regir los destinos colectivos. Tampoco había una diferencia sustancial entre el saber teórico y el práctico, lo que testimonia muy bien aquel rapsoda protagonista del diálogo Ion de Platón que aseguraba ser capaz de conducir una guerra por haber leído libros sobre batallas navales.
La modernidad supuso, entre otras cosas, un proceso de diferenciación. El derecho se desliga de la moral; el arte se emancipa de servir a la religión; la economía se despolitiza. Al diferenciarse la moral de todo lo demás, se especifica y limita. La evolución de la conciencia moral implica una cierta delimitación de la moralidad, que desmoraliza ámbitos que antes no lo estaban. Se protege a la política frente a la moralización desde el momento en que la discrepancia no es descalificada moralmente; empezamos a pensar que haber perdido las elecciones no implica haber perdido la razón; el arte se salvaguarda frente a quien no entiende que el experimento estético es un ámbito de excepción; desarrollamos una cierta tolerancia para el error de quienes están trabajando en las fronteras de la ciencia y la innovación; llegamos al convencimiento de que es mejor asegurar la libertad de expresión que otorgar a alguien el derecho de administrar la verdad.
Como ha sido tantas veces demostrado, la gran revolución de la modernidad en materia moral surge cuando en virtud de la imprenta se generaliza la figura del lector individual y, con él, la de la conciencia que interpreta la escritura y las normas morales. La noción moderna de individuo explica el despliegue de toda una serie de fenómenos que particularizan: la responsabilidad, la conciencia, el sufragio, los derechos. Todo esto ha sido muy bien estudiado por Elias y Dumont, entre otros, por lo que me ahorro dar mayores explicaciones ya que me interesa principalmente aquello que nos queda por hacer.
Quiero hablar de las tres revoluciones pendientes de la moral (si lo puedo expresar así, con aires más épicos que éticos): la desindividualización de la ética, la ética del conocimiento y la ética del desconocimiento, que darían lugar a tres campos en buena medida sin colonizar, la ética de los sistemas, la dimensión cognitiva de la ética y la ética de la complejidad.
2. La desindividualización de la ética o una ética de los sistemas
Lo primero de todo podría ponerse bajo el imperativo de la desindividualización de la ética. ¿Qué ética corresponde a los procesos cuando el sujeto del que partimos ya no es el lector privado sino el que participa en las formas de inteligencia colectiva? No es solo la idea aristotélica de que no se puede ser excelente fuera de la polis, sino que lo que nos hace buenos es la existencia de normas justas. Propongo pensar en una ética de los sistemas y las organizaciones de tal manera que no tengamos que esperar demasiado de las virtudes de las personas ni temer demasiado de sus vicios. Una sociedad del conocimiento es aquella en la que podríamos prescindir de las personas inteligentes pero no de los sistemas inteligentes. Lo decisivo es la organización de la inteligencia colectiva.
Desde esta perspectiva, seguir poniendo en el centro la ética de las personas (o su carencia) funciona como una distracción que nos impide entender la lógica de la acción colectiva, los incentivos en virtud de los cuales nos comportamos de una determinada manera. Podemos comprobarlo en dos discursos recurrentes: el elogio de la ejemplaridad y la indignación ante el escándalo. Sería conveniente que quienes nos representan fueran buenas personas, pero ese no es el tema. De entrada, la apelación a la ejemplaridad es incompatible con el principio democrático de que de los gobernantes esperamos que nos gobiernen, no que nos den ejemplo. Además, la democracia está para el ser humano corriente (e incluso para una república de demonios, según la ficción con la que Kant recomendaba diseñar los sistemas políticos). El otro caso de individualización que nos impide prestar la atención debida a la lógica de las organizaciones es la paradoja del escándalo, quiero decir, el hecho de que nos indignen más los detalles escabrosos que las estructuras (que todo el mundo conozca mejor el uso que ciertos banqueros hicieron de unas tarjetas black que lo que nos costó el rescate de sus bancos; o que la presidenta de Madrid haya dimitido tras visualizarse el robo de unas cremas y no por el destrozo que provocó en la institución universitaria el fraude de su máster). Lo malo de los escándalos es que individualizan y se olvidan las condiciones estructurales que lo hicieron posible. Incluso la corrupción privada es siempre y sobre todo un fallo colectivo, no solo personal, una conducta que solo es posible allí donde falta transparencia, vigilancia y control, incentivos y amenaza de castigos.
Como puede verse, defiendo una perspectiva más republicana que liberal. El bien común tiene más que ver con la ausencia de estructuras de dominación y con el compromiso público de su ciudadanía que con la no interferencia entre sujetos soberanos. Prefiero la perspectiva de los bienes comunes que la esperanza en la agregación de las buenas conductas personales. Lo virtuoso y lo vicioso son los círculos y no tanto las personas. Pensemos más en contextos que en gestas y entenderemos mejor por qué nos jugamos más en el modo en que organizamos las condiciones de la vida colectiva que en el adoctrinamiento individual.
Si se me permite exagerar retóricamente esta contraposición, sostengo que no necesitamos buenas personas sino buenos sistemas, es decir, procedimientos, reglas y protocolos (lo que incluye incentivos para que quienes los dirigen se comporten correctamente y disuadan del mal comportamiento). Estar gobernados por personas irreprochables moralmente no nos asegura en absoluto que vayamos a estar bien gobernados. No confundamos la moral con la competencia. Se puede ser moralmente irreprochable y políticamente incompetente. La ética no regula nuestras intenciones sino nuestros actos, que generalmente tienen lugar en un plexo de interacciones con otros.
3. La ética del conocimiento: una reivindicación de la dimensión cognitiva de la ética
Cuando se convierte en la única mirada, la perspectiva moral sobre la realidad, tan necesaria, resta importancia a lo cognitivo. El ser humano es más de errores que de maldades. Casi siempre que hacemos algo mal es más por ignorancia que por maldad. Si en un momento determinado comenzamos a considerar que la mayor parte de lo que llamábamos pecados no eran sino faltas o debilidades, si despenalizamos ciertas cosas, tal vez ahora deberíamos diagnosticar a muchas de ellas como equivocaciones. Muchas veces nuestra incapacidad no procede tanto de la escasez de virtudes como del saber escaso, de la pobre iniciativa e imaginación, de la indecisión y la rutina, de la falta de conciencia ante las nuevas responsabilidades que llevan consigo los cambios sociales y culturales.
Insistimos mucho en el cambio de valores y ello nos hace olvidar que para abordar con éxito la solución de nuestros principales problemas necesitamos una gigantesca movilización cognitiva. No hace falta formularlo como una contraposición, pero si subrayo esta dimensión es porque me parece que el ruido de las exhortaciones morales nos dificulta prestar la necesaria atención a las dimensiones cognitivas de nuestra vida común, desde las organizaciones hasta el gobierno. Este cambio de perspectiva que propongo no es ninguna justificación cínica de cualquier comportamiento inaceptable, ni rebaja la seriedad de nuestros deberes; puede incluso resultar más exigente que una apelación a los valores, casi siempre inconcreta y subjetiva.
4. La ética para el desconocimiento: responsabilidad en la interdependencia
Si la ética tuviera únicamente que ver con lo que conocemos, la mayoría de nuestras decisiones quedarían fuera de toda calificación moral porque la mayoría de nuestras decisiones las adoptamos en medio de incertidumbres, información insuficiente y riesgos poco visibles. ¿Se ha de quedar todo este espacio al margen de la ética? Esta es la razón por la que podría hablarse de una ética para el desconocimiento que ponderara nuestra responsabilidad en relación con lo imprevisto, el principio de precaución y la gestión de la complejidad. Especialmente necesaria es esta reflexión en la política, donde rige más bien una lógica consecuencialista y compleja, más de responsabilidad que de convicciones, por usar la contraposición de Max Weber.
En un mundo de crecientes interdependencias, donde se encadenan los efectos sinérgicos, las obligaciones pierden visibilidad y nitidez, al tiempo que aumenta también el número de consecuencias de las acciones que no resultan fáciles de imputar. Han cambiado las condiciones en las que se pensaba y ejercía la responsabilidad. El problema estriba en cómo representar esa responsabilidad en un momento en el que ha perdido evidencia la relación entre mi comportamiento individual (como prestamista, consumidor, accionista, votante o cliente) y los resultados globales.
¿Cómo pensamos la responsabilidad en un mundo de consecuencias secundarias? De entrada, profundizando en la idea de una desindividualización de la moral a la que antes he aludido. La habitual moralización del discurso público (la búsqueda de culpables, por ejemplo) trata de convertir los problemas opacos de responsabilidad en cuestiones personales. La personalización de la responsabilidad parte de un tipo de causalidad individual que no puede ser identificada con claridad en los procesos complejos. Como nadie puede hacerse responsable de ese modo, las cosas pueden continuar irresponsablemente su curso. No hay nada más favorecedor de la irresponsabilidad que un concepto de responsabilidad inutilizable. Frente a los riesgos ecológicos, económicos y tecnológicos, la responsabilidad por lo común requiere otro marco diferente de la mera apelación personal. Necesitamos un concepto ampliado de responsabilidad para una era de interrelación sistémica.
“No es nada personal”, decían los gánsteres antes de proceder a la liquidación del adversario. Algo así podríamos afirmar ahora, pero para situarnos correctamente ante la nueva magnitud de nuestros deberes. La moral que ha de regir la esfera pública ya no puede deducirse de las experiencias privadas que se adquieren en lo que podríamos llamar una moral de cercanías, el holy watching vecinal, en contextos de inmediatez, visibilidad y abarcabilidad de las consecuencias de la acción. Tenemos que ir a buscarla en lugares menos familiares y siguiendo el consejo de Nietzsche cuando proponía ampliar los deberes frente al prójimo con una ética de las cosas lejanas. ~
Es catedrático de filosofía e investigador Ikerbasque en la UPV/EHU. Acaba de publicar La democracia en Europa (Galaxia Gutenberg)