Desde Balzac y Luis Felipe de Orleans hasta nosotros

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El más probable candidato de la derecha en las próximas elecciones presidenciales chilenas, y, a juzgar por las encuestas más recientes, candidato con fuerte opción de llegar a la Presidencia de la República, Sebastián Piñera, acaba de ser multado por la Superintencia de Valores y Seguros (SVS) por haber comprado un grueso paquete de acciones de la Línea Aérea Nacional (LAN) con información privilegiada, esto es, con pleno conocimiento del balance de la compañía, de la cual ya era accionista mayoritario, y antes de que éste se hubiera entregado al conocimiento público. El caso es escandaloso y frecuente, y da la impresión de que no tendrá mayores efectos para sus aspiraciones políticas. Es decir, parecería que el Chile de hoy admira por sobre todas las cosas las historias de éxito financiero y no repara en forma demasiado escrupulosa, con escrúpulos mayores, en los medios empleados para alcanzar la fortuna.

La defensa de Piñera alegó de inmediato que había centenares de casos anteriores similares y nunca sancionados por la Superintendencia. Pues bien, ocurre que el actual Superintendente, designado hace poco por el gobierno, pertenece a la Democracia Cristiana y al grupo que apoya en particular la precandidatura de Soledad Alvear, la presidente del partido. En estas circunstancias, y frente a centenares de casos anteriores no sancionados, imponer la primera sanción a un adversario político sin duda es discutible. Parece una forma sutil de intervención electoral desde un cargo público que controla el Poder Ejecutivo. En buenas cuentas, la sanción tiene una indudable justificación moral y legal, puesto que Piñera, como parte directamente interesada en la operación bursátil y dueña de una información no compartida por el público, no cumplió con su obligación de abstenerse, pero el procedimiento que se siguió, por el solo hecho de aplicarse por primera vez, no fue completamente convincente para la opinión pública y, dentro de las delicadas circunstancias, tendría que haberlo sido, a fondo y sin el menor resquicio.

Por otro lado, sin embargo, el argumento que usa Sebastián Piñera, seguido por sus numerosos amigos y partidarios, es curiosamente débil. El hecho de que haya existido una cantidad determinada de infracciones antiguas que nunca se sancionaron no demuestra nada. O sólo demuestra, en último término, que la autoridad fue complaciente, negligente, descuidada, y que se puso las pilas, como decimos en Chile, demasiado tarde.

Sebastián Piñera sabe muy bien que el asunto es delicado, que podría terminar por causarle un daño irreparable, y acaba de tomar una decisión muy reveladora: la ley le permite apelar la decisión de la SVS, pero él ha preferido pagar la multa de varios centenares de millones de pesos y evitar que el tema se siga ventilando en un largo proceso. El conflicto es curioso, tiene una forma nueva, muy típica del Chile de hoy, y es a la vez muy antiguo. En algún sentido, el país, después de años de éxito económico, ha cambiado mucho, pero es probable que en su línea gruesa siga siendo el mismo de siempre, o el mismo, al menos, de todo el siglo XX, desde el auge del salitre, que se inicia a finales del XIX, hasta el auge actual del cobre, de la celulosa, del salmón, de los vinos y otros productos de exportación. Por ejemplo, la vertiginosa compra y venta de acciones de sociedades anónimas, la formación de fortunas rápidas, el uso de información privilegiada, la especulación bursátil, no son temas nuevos, al menos dentro de mi ya larga experiencia personal. Me pasé la infancia y parte de la juventud escuchando hablar de operaciones de bolsa arriesgadas, de jugadas maestras o calamitosas, de golpes de suerte casi milagrosos y de quiebras no menos repentinas y sorprendentes. Ahora me vienen a la memoria viejas crónicas y ensayos que hablaban de dos Chiles: el de la pachorra colonial, burocrática, latifundista, representada por Santiago, y el de la aventura marítima, comercial, minera, cuyo centro nervioso, infatigable, cosmopolita, se encontraba en el puerto de Valparaíso.

Por lo demás, pienso también en toda la literatura narrativa chilena, desde las novelas de Alberto Blest Gana, que intentó elaborar una “comedia humana” de Chile, a la manera de Balzac y con todo el trasfondo financiero de las grandes novelas balzacianas, con sus avaros, sus usureros, sus grandes banqueros, hasta las de Jenaro Prieto, cuya novela El socio es el relato de la utilización de un personaje ficticio, un socio inventado, para emprender una operación bursátil de gran envergadura. Podría nombrar a muchos otros autores, pero me limito a constatar que la novela chilena, desde el siglo XIX y comienzos del XX hasta hoy mismo, está saturada de historias de dinero (historias, hoy día, de aquello que llaman mesas de dinero), de papeles, de bonos, de ilusiones alentadas e ilusiones perdidas. Como si la obra del viejo Balzac, y como si el reinado de Luis Felipe de Orleans, el del famoso llamado a los franceses de su tiempo, Enrichissez vous! (¡Enriqueceos!), algo desvanecido en la memoria francesa de estos días, tuvieran plena vigencia en el Chile de la Concertación y de la Alianza, el del contradictorio gobierno de Michelle Bachelet y el del triunfalismo empresarial, el de los socialistas reformados y el de los Piñera y tantos más.

Conocer el balance de una compañía en la mañana, comprar un grueso paquete de acciones a primera hora de la tarde y que los datos sean conocidos por el público a la mañana siguiente, aunque esté muy lejos de ser un proceder encomiable, es, en la práctica de los negocios, una conducta casi habitual. En Chile y fuera de Chile. Todos, en el vasto y complejo universo de las finanzas, tratan y a menudo consiguen actuar sobre la base de información privilegiada. Los que no actúan así son los compradores chicos: las dueñas de casa que ahorran en unas pocas acciones, los intelectuales despistados, los clientes menores. Si usted quiere adquirir millones de dólares en acciones, al menos en Chile y mientras no exista una legislación clara sobre la materia, busque la información privilegiada y lo más probable es que la encuentre. Lo cual no significa, desde luego, que sea una conducta estimable, virtuosa, recomendable para un candidato presidencial. O el candidato representa al ciudadano medio, a las dueñas de casa, a los intelectuales despistados, al mundo que trabaja y se las machuca y ahorra lo que puede y si es que puede, o es mejor que se dedique a sus negocios particulares. Lo que está por saberse, eso sí, es si una conducta de esta naturaleza será castigada por los electores chilenos de hoy o si será, en el fondo, más allá de las apariencias, admirada y premiada con los votos. Es un tema de cultura, y no excluyo la posibilidad de que el triunfalismo universal sea el responsable mayor de la decadencia de nuestra cultura.

En Chile, en el pasado, y sobre todo en la primera mitad del siglo XX, el exceso de fortuna personal era un inconveniente notorio en cualquier carrera política. Se solía sostener, incluso, y con alguna base de verdad, que las candidaturas que contaban con más dinero para la campaña, cualquiera que fuera la fortuna personal del candidato, por lo general salían perdedoras. Lo que ocurre ahora, claro está, es un fenómeno profundamente diferente, un cambio de folio y de época. Cabe preguntarse, entonces, si ese Chile que mencionaba en el párrafo anterior, ese Chile en que el exceso de riqueza era mirado con general sospecha, desapareció para no volver. Las encuestas recientes parecerían indicar que sí, esto es, que ese país del pasado –¿fantasía nuestra, producto de nuestro desencanto?– ya no se divisa por ninguna parte. Estaríamos ahora en un país no del todo reconocible para la gente mayor, un país que adora el éxito económico por encima de todas las demás cosas. Viviríamos, en otras palabras, entre adoradores del becerro de oro. Antes existían, sin duda, pero estaban en minoría, y ahora da la impresión de que dominan todo el espacio, y de que lo dominan, precisamente, a partir del espacio virtual, el de los medios omnipresentes.

Los indicios que van en esta dirección son abrumadores. Hasta la calidad de una obra de arte literario, en los días que corren, se aprecia en función del número de ejemplares vendidos. Y si es así, ¡viva la información privilegiada! En un país triunfalista, los dirigentes naturales son los triunfadores. Menos mal que no surge todavía en nuestro futbol mediocre, en nuestras selecciones apaleadas, un Pelé o un Ronaldinho. El día que esto ocurra, nadie podrá pararlos en las carreras presidenciales. Cada gol que nos meten, en este aspecto, en esta perspectiva de un futuro cercano, debería producirnos algún alivio.

Son reflexiones que hago al pasar, sin demasiado optimismo, pero si cambio de tema, llego a la conclusión de que los revolucionarios de hoy, o los que se autoproclaman revolucionarios, también son triunfadores. El triunfalismo, en buenas cuentas, no es una opción exclusiva de los Piñera y sus seguidores. Ni siquiera se puede sostener hoy en día que sea “de derecha”. Fidel Castro supera las limitaciones de la edad, a juzgar por su intensa actividad de articulista, de orientador público, y Hugo Chávez se mueve en alas de una quimera, en calidad de héroe mediático, y se acerca al poder absoluto. En algún lugar de nuestro amplio territorio hispanoamericano, una señora mundana, bien informada, me cuenta que estuvo hace un par de años en una comida ofrecida en La Habana por un miembro destacado, chileno para más señas, de la nueva nomenclatura de la Revolución. Había un misterio pendiente y un asiento desocupado en la mesa espléndidamente puesta. El misterio se resolvió cuando se abrieron las puertas del comedor en forma sorpresiva y entró el Comandante en Jefe, el Líder Máximo, en su imponente persona. Mientras me contaba la historia, ya sabía para quién estaba destinado ese asiento vacío. Son costumbres isleñas que aprendí a observar en una etapa de mi vida y que no tienen por qué haber cambiado. Pues bien, la cena era de primera clase, como corresponde a los arcanos de la nomenclatura, pero el Comandante en Jefe, después de echar una ojeada y de hacerse una rápida composición de lugar, batió las palmas y le ordenó a sus ayudantes que de inmediato trajeran caviar de sus bodegas particulares. ¡El caviar de todos los triunfalismos, el que unió siempre a los capitalistas ingleses y franceses con los burócratas de los viejos socialismos reales! Ahora sobreviven unos pocos de estos socialismos, mientras se incuban otros, pero los hábitos esenciales se mantienen. Algunos revolucionarios de ayer evocan las armas de ayer, pero son juegos literarios, ejercicios de la nostalgia. Las armas de hoy, como se ve, son otras: son el caviar y son las Tanias, las espías cubanas de lujo repartidas por América Latina, como escribe un economista convertido en novelista de ahora. Y la apasionada protesta de los plumíferos y los criticones de todos lados no puede ser más confirmatoria.

Paso, para terminar, de los cuentos de hadas a los relatos de terribles y dramáticas realidades. Lo hago porque leo un libro, Agonizar en Salamanca, del ensayista, novelista y profesor de filosofía Luciano G. Egido, nacido en Salamanca en 1928, es decir, hombre ya mayor, retirado hace rato de la docencia, pero muy activo en la creación literaria y en la narración testimonial. Agonizar en Salamanca es un relato minuciosamente documentado de los últimos meses de Miguel de Unamuno, rector de la universidad salmantina, entre el comienzo de la Guerra Civil Española en julio de 1936 y su muerte en un gélido 31 de diciembre de ese año. Fui apasionado lector de Unamuno en mis años de adolescencia, pero sólo tenía nociones vagas sobre su conducta política durante los primeros meses de la guerra de su país. No pretendo comentar el libro en detalle, pero podría sostener, en abierto y agudo contraste con los triunfalismos que dominan en estos días en todos lados, en la izquierda y en la derecha, que es un relato sobre la derrota, sobre la ferocidad destructora, sobre el instinto de muerte. No sé, claro está, si la avidez de dinero y de éxito mundano, la manía de ganar, que Unamuno fustigaba con tanta elocuencia, es instinto de vida o enfermedad de otra especie quizá más insidiosa. Unamuno, que había sido republicano y socialista, que había conocido el destierro durante la dictadura del general Primo de Rivera, simpatizó con el franquismo durante los primeros momentos. Lo hizo por reacción, por indignación frente a ciertos excesos del bando republicano, por la ingenuidad de pensar que los militares iban a restablecer el orden y la cultura. Nosotros hemos oído hablar bastante de estas ingenuidades. La experiencia histórica nos ha convertido en expertos en estas delicadas materias. Unamuno se decepcionó bastante pronto de su opción inicial y se quedó en una soledad dramática, encerrado en su casa y vigilado, prácticamente prisionero. Primero lo expulsó Manuel Azaña, el presidente de la República, de su rectoría de Salamanca, y no mucho tiempo después, “con menos miramientos que los de la República –escribe Egido– y desde luego peor prosa”, lo expulsó Francisco Franco. El escritor griego Nikos Kazantzakis, el autor de Cristo nuevamente crucificado, lo visitó en esos días en su casa y publicó su conversación en la prensa europea. “Estoy desesperado”, le dijo don Miguel de Unamuno. Si Kazantzakis pensaba que la mitad de los españoles “cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin”, se equivocaba de un modo frontal. “¡No! ¡No!”, le dijo con su voz cansada, pero apasionada, firme, don Miguel: “Escuche bien, ponga atención en lo que voy a decirle. Todo esto sucede porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada!” Se equivocaba don Miguel, quizá, como pensaban todos sus colegas del otro bando, pero con qué entereza, con qué desinterés, con qué hondura. En algún momento, poco antes de morir, llegó a gritar que todos se equivocaban, y tenía razones sólidas para creerlo.

En los días que corren, tendemos a creer que nadie se equivoca, o que sólo se equivocan los que no triunfan, y este error es mucho más profundo que el de Unamuno, más profundo y, además de eso, casi imposible de redimir. ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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