Laurel Canyon: La tierra (des)prometida

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No todos estuvimos allí pero todos sí sabemos a qué nos suena ese lugar. No subimos y bajamos por sus curvas laberínticas pero sí giramos en círculos concéntricos de vinilo del que se desprendían todas esas canciones resoplando en el viento (y el viento era el rojo y enloquecedor Santa Ana al que le dedicaron grandes páginas Raymond Chandler y Joan Didion), con los desentonados aullidos de coyotes acompañando a las más afinadas voces.

Y si se presta atención, todavía se las oye claramente: ahí están una más que apreciable cantidad de álbumes legendarios y aquí está ahora el resonante Hotel California: cantautores y vaqueros y cocainómanos en Laurel Canyon 1967-1976 de Barney Hoskyns (Editorial Contra). No es el primer libro dedicado a la flora y fauna de este tiempo y lugar (que no hace mucho también protagonizó un par de series documentales y es escenario importante de esa graciosa novela-coral que es Todos quieren a Daisy Jones de Taylor Jenkins Reid). Años atrás leí otro, Laurel Canyon: The inside story of rock-and-roll’s legendary neighborhood de Michael Walker; pero el de Hoskyns me cae mejor porque, de entrada, abre con un epígrafe/estrofa de ese secreto para connoisseurs que es David Ackles y, sobre el final, dedica más espacio que el de Walker al genio y figura del tan sentimental como inflamable Warren Zevon: uno y otro cronistas/testigos/participantes con mirada feroz y noir de lo que muchos intentaban vender al mundo como una suerte de Shangri-La en technicolor donde imperaba la paz y el amor y todo eso.

Allí y entonces (luego de años donde lo que reinó eran las bandas británicas mutando a partir de la radiación de The Beatles y ese verso libre e inapresable que fue y sigue siendo el sin límites ni fronteras Bob Dylan) sucede el advenimiento de muchos huyendo de los inclementes inviernos del Greenwich Village de Manhattan en busca de veranos eternos. Y de ahí el surgimiento de la figura del songwriter confesional y soft pero deep que ya no intentaba ser atronador portavoz generacional sino susurrante cantautor confesional poniéndole letra y música a una suerte de versión rimada de lo que hoy se entiende como la millennial Literatura del Yo y que, en verdad, no es más que un mentirse a sí mismo con la esperanza de que los demás se lo crean.

De semejante intención (que, además, distraía un poco de la cada vez más sucia y menos perfumada utopía hippie así como del lejano pero cercano the horror, the horror de Vietnam) surgieron las escalas a trepar mientras se enredaban entre ellos de talentosos como Joni Mitchell, Jackson Browne, The Mamas and The Papas, Gram Parsons, Carole King, James Taylor, Linda Ronstadt y los importados Elton John y Cat Stevens siendo “descubiertos” en el Trobaudor en el Santa Monica Boulevard junto a las correspondientes superbandas (The Byrds, Buffalo Springfield, The Flying Burrito Brothers y ese cóctel molotov de superegos de Crosby, Stills, Nash & Young) que no eran otra cosa que sucesivas recombinaciones de intérpretes cada vez más actuando de sí mismos. Y todos juntos entonces pensando que todo lo que se necesitaba era amor y que el dinero no podía comprarlo a lo largo y ancho de un amorfo y casi líquido vecindario de Los Ángeles donde todos se quieren entre ellos (aunque por allí anduviesen también los menos entusiastas con ese oasis con mucho de espejismo como Arthur Lee y el Forever changes de su ácido y amargo Love, Randy Newman, The Doors, Frank Zappa y la joven pareja de Tom Waits & Rickie Lee Jones y un David Bowie que pasó por ahí para caer a la Tierra y grabar esa obra maestra, Station to station, de cuyo registro aseguró no recordar nada cortesía del alud de sustancia controlada entrando por su nariz). Y todos practican una política de puertas abiertas y barra libre de botellas y pastillas y hongos y hierbas. Hoskyns da cuenta de todo lo que se cantaba entonces y lo hace como presentando una cruza entre soap opera y reality show (el sueño húmedo de un party animal pronto deviniendo en la pesadilla reseca de un misántropo) donde el playero California dreamin’ deviene en California snortin’: erosionantes montañas de cocaína a escalar con la anuencia y hasta patrocinio de ejecutivos de discográficas con ínfulas de rock stars pero más cerca del eclipsante agujero negro devorador de toda luz ajena. (Quien quiera profundizar, más allá de los chismes irresistibles y las anécdotas inverosímiles pero ciertas que reúne Hoskyns, en el aspecto frío y calculador y corporativo del asunto, ahí está el magistral The mansion on the hill de Fred Goodman.)

Así –entre peleas, reproches, venganzas y grandes canciones multimillonarias– hasta alcanzar ese virtual pero poco virtuoso crepúsculo de los dioses representado en el Yin y Yang de dos obras magnas y superventas: la alucinación diabólica (que preanuncia la toxicidad de David Lynch en su Trilogía L.A.: Lost highway, Mulholland Drive e Inland empire) que es el Hotel California (1976) de The Eagles y su insoportable y circular solo de guitarra, y el exhibicionismo promiscuo de parejas disparejas en el divorcista Rumours (1977) de Fleetwood Mac. Mientras, Manhattan ya reclamaba lo suyo con todos esos herederos de The Velvet Underground como Television, Patti Smith, The Ramones, Talking Heads y The New York Dolls y el Lou Reed a solas consigo mismo.

Todo muy cinematográfico a su manera. Y –casi en tándem– se ha editado su perfecta contraparte transcurriendo en el cercana fábrica de otro tipo de sueños: El gran adiós: Chinatown y el ocaso del viejo Hollywood de Sam Wasson (Es Pop Ediciones) donde el magistral filme de Roman Polanski (a partir de ese guion considerado “perfecto” de Robert Towne) se convierte en el hito-tótem de un nuevo orden del establishment luego de que las indies con tanto elemento musical Easy rider y Two-lane blacktop aceleraran la consciencia de que los tiempos estaban cambiando incluso en los grandes estudios. Y, sí, aquí también: mucho (además de genio) sexo y drogas y rock’n’roll.

Y hay dos figuras paradigmáticas y arquetípicas que se mueven entre un libro y otro, entre este y aquel barrio: el diabólico compra-vendedor de almas David Geffen y su enloquecedora y muy apropiadamente bautizada Asylum Records, y el satánico Charlie Manson con vocación frustrada de actor y de músico y responsable directo de que la wonderland devenga wasteland y que todos los pacifistas salgan a comprar armas y candados y cadenas y cambien las cerraduras.

Sobre unos y otros, canta y baila y actúa hoy ese gran personaje elegíaco de todo aquello: la tan brillante como perturbadora Lana Del Rey, mientras Quentin Tarantino publica la encarnación en novela de su genial Once upon a time in Hollywood en cuyo soundtrack, perversamente, no hay rastro alguno de la bonita vecindad.

Y a no olvidarlo nunca: al final del filme dirigido por Polanski y estrenado en 1974 alguien se acercaba al hasta entonces cínico pero de pronto conmovido detective privado (Jack Nicholson) y le explicaba, como si se tratase de un niño incapaz de ver y sentir lo más obvio, que “Olvídalo, Jake. Es Chinatown”, queriendo decirle que las cosas no se pueden cambiar porque son como son. Década y media después, en la noblemente fallida secuela The two Jakes (protagonizada y dirigida por el propio Nicholson y otra vez con guion de Towne), es el investigador privado quien, más sabio y parafraseando una de las citas más citadas de William Faulkner, concluye que “El pasado jamás desaparece.”

Y, sí, es Laurel Canyon.

Pero resulta imposible olvidarlo porque sigue sonando.

Como el viento. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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