Uno de los dones de la edad es que favorece valiosas perspectivas en el tiempo. Hace 31 años España era por primera vez país invitado a esta Feria del Libro de Fráncfort, y yo estaba entre los escritores españoles que participaban en ella. En 1991 los escritores que vinimos a Fráncfort llevábamos ya al menos quince años disfrutando de una plena libertad ciudadana y creativa, y cinco de la integración de nuestro país en Europa. De entonces a ahora una generación entera ha tenido tiempo de hacerse adulta, ya sin el lastre ni la sombra de la dictadura, y sin el asombro de la novedad de la democracia, pero también sin muchas de las seguridades que en 1991 dábamos por supuestas. Alemania estaba entonces recién reunificada, y la esperanza y la gradual realidad del sistema democrático se abrían para los ciudadanos de los antiguos regímenes comunistas, incluso para los de Rusia y las ex repúblicas soviéticas. Había una presunción entre distraída y utópica de que el reino universal de la libertad se estaba expandiendo por el mundo, lo cual añadiría nuevas voces a la polifonía de la literatura, y ayudaría a rescatar otras voces sepultadas por la persecución y el olvido.
Pero en 1991 Salman Rushdie llevaba ya dos años escondiéndose de la condena a muerte dictada por imanes fanáticos, y la libertad de espíritu y de expresión era muy peligrosa o del todo imposible de ejercer fuera del ámbito de las democracias liberales. Treinta y un años después, Salman Rushdie, ejemplo admirable de hombre libre y escritor sin miedo, se recupera de un ataque criminal contra su vida, y en muchos países las personas dedicadas al oficio de contar las cosas tal como son o de imaginarlas como podrían ser se enfrentan a la censura, a la cárcel, a la persecución, al asesinato. Soy consciente del privilegio de ejercer mi trabajo en un país democrático, en la anchura hospitalaria de la Unión Europea.
Los escritores que ahora rondamos los sesenta y tantos y los setenta años fuimos los jóvenes que llegamos al oficio de la literatura al mismo tiempo que nuestro país llegaba a la democracia. Teníamos un mundo entero por contar, y para nuestra sorpresa encontramos una nueva comunidad de lectores que se interesó ávidamente por nuestros libros, y encontramos también editores internacionales y públicos de otros idiomas que ensanchaban el ámbito de nuestra literatura. Fuimos casi los primeros escritores españoles que no padecían otros límites que los que a cada uno le impusiera su propio talento.
Hablo, claro, sobre todo de escritores varones. Una de las grandes diferencias entre la literatura española que vino a Fráncfort en 1991 y la que llega ahora es la irrupción de las mujeres, que siempre han sido la parte mayoritaria del público lector, y ahora empiezan a tener la presencia que les corresponde en los catálogos editoriales y en el ecosistema general de la literatura. No hay mayor diversidad que la surgida de la imaginación libre, del ejercicio soberano de la observación, la invención, el recuerdo, la diatriba. Cuantas más personas, hombres o mujeres, de cualquier origen de nacimiento o de clase o condición sexual, accedan a una educación de calidad, mayor y más variado será el número de las que elijan manifestar su creatividad a través de las artes. En estos 31 años, en la literatura española, se han multiplicado las voces, y por lo tanto los mundos, y mucho de lo que antes permanecía sometido al secreto o se decía en voz baja ahora se declara con una rotundidad afirmativa que tiene mucho de desafío, de proclamación de la vida irreductible de cada uno, porque las formas expresivas de la literatura pueden ser tan variadas como las del deseo o la identidad personal. Yo no sé si ahora, en conjunto, la literatura española es mejor o peor que hace treinta años, y ni siquiera si es más libre. Lo que sí sé, y celebro sin reserva, es que es mucho más variada y plural, en todos los sentidos. Y lo es también porque en España se hace una rica literatura en las otras lenguas igual de nuestras que no son la castellana, y porque nuestro español ibérico está siendo cada vez más enriquecido por el de quienes escriben en América Latina y publican en España y quienes forman parte de la gran emigración que en los últimos decenios ha llegado de allí, y está presente en todos los ámbitos de la vida española.
Y ese es otro de los cambios formidables que han sucedido en nuestro país en estas tres décadas. En 1991 había poco más de 300.000 extranjeros residentes en España. A fecha de hoy, son 7.200.000, el 15,2% de la población. Han venido de América Latina, de Marruecos, de China, del este de Europa. Un país que hace treinta años era casi del todo homogéneo ahora es uno de los más diversos de Europa. Ese cambio tan profundo ya ha empezado a reflejarse en nuestra literatura, en la que se van incorporando las voces que cuentan la experiencia de la inmigración. Y eso, como escritor y como lector, me llena de esperanza. Serán los hijos y las hijas de los inmigrantes los que impulsen una nueva edad de la literatura española. Eso ya está sucediendo en toda Europa, y es uno de los mejores antídotos contra los viejos fantasmas europeos del nacionalismo y la xenofobia. Educación pública y justicia social son las condiciones necesarias para que no se malogre el talento. Educación pública, justicia social, buenas bibliotecas, y también un grado máximo de libertad de expresión y libertad de espíritu.
No hay causa justa cuya defensa haga necesaria la censura o justifique la coacción. En medio de la ruina y la mortandad provocadas a lo largo de Europa por las guerras de religión, Michel de Montaigne ejerció la libertad de conciencia, la curiosidad crítica, el sentido de la irreverencia, el recelo y la burla de los dogmas, el placer de la conversación civilizada, todos esos raros dones europeos que solo unos años después Miguel de Cervantes iba a convertir en la hermosa ficción de don Quijote de la Mancha. La ironía y el gusto de vivir y de imaginar y contar de Michel de Montaigne y Miguel de Cervantes son dones tan valiosos para la literatura como para la ciudadanía. En el instante en que dejamos de defenderlos o en que aceptamos cobardemente renunciar a su pleno ejercicio estamos empezando a perderlos. Mi oficio de escritor, mi vida misma, son inseparables de mi condición de ciudadano libre de España y de Europa. En estos tiempos tan inciertos, y tan poblados de incertidumbres, temores y amenazas, casi la única certeza que podemos tener es la integridad en el ejercicio de nuestro trabajo, y el compromiso cotidiano con los valores civiles en los que se sostiene. ~
Discurso inaugural de la Feria de Fráncfort 2022, con España como país invitado.