Lo que se perdió y apareció en Los Pinos

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Con un título que bien podría ser lema de campaña, se inauguró la primera exposición de arte en el Complejo Cultural Los Pinos: De lo perdido, lo que aparezca. El numeroso público que visita la ex residencia oficial, un lunes a mediodía, se asombra ante los altos techos, los marmoleados pisos y… el vacío de los espacios que antes albergaban oficinas y el hogar del presidente. “Hubieran dejado más muebles”, dice una señora. “Este es el cuarto al que nunca entró Peña”, bromea un adolescente en la biblioteca, una habitación oscura, salpicada de antiguos tomos empastados.

Ese vacío inexplicable que levanta sospechas, avivadas por la escueta pero definitiva consigna que se lee en los pocos carteles explicativos, “Así lo recibimos”, llegó a los oídos de Francisco Toledo. La pregunta ¿dónde están los muebles? se convirtió en ¿dónde está mi obra?, y más específicamente: ¿dónde están las 33 obras comisionadas por el presidente Salinas de Gortari para fundar la colección de arte de Los Pinos en 1993?

Esta pregunta, articulada por Toledo, Sergio Hernández e Irma Palacios a la secretaria de Cultura Alejandra Frausto, desató la búsqueda de las pinturas, que se encontraron “en la bodega que está en Constituyentes”, según declaraciones oficiales. Detrás de la ligereza con la que se comunicó el hallazgo, se intuye el eterno problema nacional: México aún no sabe qué hacer con su patrimonio artístico. Por ahora y hasta enero de 2020, los cuadros previamente “desempolvados” conforman la muestra. El título, De lo perdido, lo que aparezca, fue sugerido por el propio Toledo.

Más que noción de recorrido o curaduría, hay una malicia hilarante en la ubicación de algunas piezas. No es accidental que sea Murciélago, también de Toledo, la obra que se ubica a un lado del escritorio presidencial al inicio de la exposición. Es este un animal que se repite en la iconografía del artista, o casi un fetiche que Toledo representó en incontables obras y formatos: mosaicos, papalotes, aguafuertes, cerámicas, pinturas. Pero lo que en su lenguaje refiere a la mística de la naturaleza y sus formas enigmáticas, dignas de un temor respetuoso, en este contexto se convierte en una sorna que más bien alude a las criaturas vampíricas con las que se ha comparado a Carlos Salinas en un sinfín de objetos de la cultura popular (documentados por Vicente Razo en su obra “Museo Salinas”).

En el primer piso, al fondo y a la izquierda, se encuentra abierta una recámara. “Sí, esta era la recámara presidencial”, dice el joven que hace las veces de guardia. La custodian otras figuras: El fantasma, de Alejandro Colunga (1948), sus labios delgados cocidos con hilo blanco, el cuerpo envuelto en un manto brillante, casi dorado, levita en un lienzo del que parece a punto de liberarse para habitar nuestras pesadillas. Al otro extremo de la habitación, Rafael Coronel hace lo propio con La violencia y la tolerancia, pintura en la que un hombre armado con un sable provoca el terror de otros cuatro, uno de los cuales, con la cabeza a medio decapitar, le sujeta con fuerza la muñeca. Del manto rojo vivo que cubre a uno de los personajes –¿uno de los muertos?– parece levantarse una osamenta en plena fuga, representación y profecía de la triste continuidad nacional. Como observándolas y encarando al público, una obra sin título de José Luis Cuevas retrata a una incómoda pareja que nos mira melancólica, casi temerosa.

Al salir de la recámara, en los espacios que ahora usan las quinceañeras para fotografiarse pese a la mala iluminación, me encuentro con la que tal vez fue una de las últimas obras de Cordelia Urueta. Es un lienzo de gran formato, en el que lo mismo vemos una apacible noche de luna creciente que el día con sus rayos extrañamente geométricos, como si los refractara un prisma y no vinieran directamente del sol que se alza sobre un suelo rojizo e intricado. Cordelia: qué injustamente olvidada, qué injustamente encasillada en los discursos mexicanistas de su época, y aun la nuestra; según la ficha, artistas como ella “trabajaron para enriquecer la cultura nacional”. ¿Algún día dejaremos que los artistas sean libres de los esquemas propagandísticos de los sexenios?

Cerca de Urueta está una obra de Germán Venegas, recientemente reconocido por medio de una gran retrospectiva en el Museo Tamayo. Nostalgia se siente como el fragmento de una obra monumental que el pintor no quiso mostrar. En un formato alargado, verticalmente estrecho, presenta la imagen de algún mar en un encuadre incómodo y parcial, del que surge un paisaje montañoso. Sus apagados tonos rojizos refieren a mares de otros planetas, que sobrevivieron a un grandioso cataclismo, uno que, por terrible, no podemos dejar de mirar.

Según el único texto de sala, la colección comenzó en los noventa con el objetivo de invitar a artistas “con la mayor pluralidad posible y con el único denominador común de su calidad artística, [para reunir] las generaciones, propuestas y tendencias más significativas de la plástica contemporánea del país”. Que la mayoría de los artistas incluidos en la colección hayan fallecido es un síntoma obvio de que no todas las generaciones estaban representadas y, por ende, que tampoco se escogieron todas las expresiones más significativas del arte del momento para vestir el corazón del poder oficial del México de finales del siglo XX. Ese discurso oficial, sin embargo, se reproduce al pie de la letra, sin la crítica que nos permite la simple distancia temporal.

Por su parte, las cédulas que identifican las obras, socorridas por un gran número de personas, presentan la lista de logros de cada artista, como si las hubiera redactado un burócrata en 1993 y no un equipo curatorial informado y sensible a nuestra época. En vez de enriquecer la interpretación y ahondar en las (fascinantes y vastísimas) peculiaridades de cada artista, las cédulas insisten 33 veces en la afirmación de que el único camino para ser creador es asistir a escuelas reconocidas, de preferencia en el extranjero; ser excelentes e irreprochables alumnos, ganar premios y acumular una lista de rimbombantes exposiciones en su cv. Esta reducida visión del arte se siente sutilmente elitista aquí, en la casa abierta al pueblo, según la actual administración. Porque estos amplios espacios, sus perfumadas maderas, este tipo de arte y los logros de cada artista están en realidad, querido visitante, muy lejos de tu alcance.

Como si la muestra no fuera una extensión del ejercicio de propaganda republicana que fue la apertura de Los Pinos –en línea con la transformación del Palacio de Versalles durante la Revolución francesa, la apertura del palacio de Nicolae Ceaușescu en Rumania o la del Castillo de Chapultepec–, los funcionarios que la organizaron pierden de vista que lo que hacen también es política, apresurándose a vestir espacios con ingenio pero sin profundidad, agregando a la vacuidad material de Los Pinos su carencia de discurso. No estaría de más empezar a buscarlo en bodegas. ~

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