Más allá del academicismo: la filosofía en la vida pública

La tendencia a considerar las universidades como el único espacio válido para acoger el pensamiento filosófico ha convertido esta disciplina en un coto cerrado. Si la filosofía, como pugnan algunos, está llamada a conectarse con la esfera pública y la vida cotidiana, ¿qué es lo que puede aportar?
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El mundo filosófico es variopinto. Se hace filosofía desde la academia y existe –imposible negarlo– una fuerte tendencia a creer que la universidad y los institutos de investigación son los ámbitos más propicios para la labor filosófica. El filósofo “profesional” discute variedad de temáticas relacionadas con ramas como la lógica y la metafísica, la epistemología y la filosofía de la ciencia, la ética y la filosofía política, entre muchas otras. Trabaja con una metodología rigurosa que le permite entender y analizar diversos problemas, reconocer sus aristas, reformularlos y, en varios casos, sugerir y generar alternativas para su posible resolución. El corazón de esa metodología es el análisis lógico y argumentativo. Sin embargo, la filosofía recurre muchas veces a la exploración lingüística y se interesa en otros saberes como la historia y la filología, la psicología y la sociología, el arte y la literatura, y, por supuesto, las ciencias empíricas. Se ha discutido si el lugar de la filosofía debe ser la academia o si debería volverse algo más popular, democrático e incluso mediático.

Hace poco más de veinte años apareció en la revista Diánoia (lvii, 68, 2012, pp. 165-173) una nota de Guillermo Hurtado, investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, titulada “¿Qué es y qué puede ser la filosofía analítica?”. Ahí examinaba con un enfoque crítico el desarrollo de la filosofía analítica latinoamericana y proponía su reconexión con los ámbitos político y educativo. Su planteamiento fue controvertido, sobre todo, entre los filósofos analíticos resguardados en institutos, departamentos y facultades de filosofía. Una de las preguntas que planteaba era si la filosofía analítica, la más dominante en el ambiente filosófico internacional, debía dar la espalda a los excesos del academicismo y ocuparse de los problemas cotidianos. Hurtado reavivó una discusión que, aunque no suele estar presente en la literatura académica, es un tema debatido al interior de algunos círculos filosóficos. Varias de las preguntas que ahí planteaba siguen vigentes. Viene al caso volver a ellas y debatirlas fuera del ambiente filosófico en donde el academicismo sigue siendo algo común. ¿Pierde su pureza la “filosofía académica” si voltea a ver asuntos cotidianos, algunos importantes e incluso urgentes? Si es que la filosofía está llamada a la reconexión con la vida pública y la esfera de lo cotidiano, ¿qué es lo que puede aportar? Por otro lado, ¿no es la popularización de la filosofía una forma de edulcorarla, descafeinarla y reducirla a un discurso ramplón?

Hurtado sostiene que “la profesionalización de la filosofía” –léase, su academización– ha generado efectos perniciosos. “Los filósofos –dice– nos hemos convertido en empleados de instituciones de educación superior y, por ello, hemos quedado sujetos a las instrucciones –no pocas veces mezquinas y filisteas– de las autoridades de aquellas. La profesionalización también es responsable de la especialización a ultranza. Muchos artículos de filosofía analítica son como una sofisticada herramienta de precisión que solo sirve para ajustar un pequeño tornillo. Por eso no es sorprendente que los filósofos nos hayamos vuelto irrelevantes para el resto de la cultura.” A mi juicio, la filosofía analítica ha ido superando poco a poco esa tendencia a la hiperespecialización y en los últimos años se ha diversificado volcándose hacia temas mucho más variados. Sin embargo, sigue habiendo algunos núcleos en los que permanece esa preferencia a hacer filosofía encerrada en sí misma, desentendida de los problemas cotidianos. Es cierto que, desde hace tiempo, al menos en América Latina, la presencia de los filósofos analíticos –yo diría, de los filósofos en general– en la cultura y el debate público ha sido escasa o, cuando menos, demasiado discreta. Estamos habituados a discutir casi siempre entre nosotros problemas de gran complejidad muchas veces ajenos al resto de la sociedad.

En el terreno de la ciencia la divulgación es algo respetable. Quienes se dedican a ella conectan con la gente común, saben mostrar la relevancia de sus investigaciones y despiertan nuevas vocaciones. Los filósofos profesionales, en cambio, suelen mirar con cierto desdén al divulgador. No les falta razón. Suena arrogante decirlo, pero abundan los charlatanes. Irrita encontrarse con influencers más o menos letrados alardeando como si en verdad fuesen filósofos. Repugna también el éxito de esos autores de ocasión y su capacidad para publicar libros uno tras otro como si los filósofos no necesitaran reflexionar lenta y pacientemente. El abuso de la erudición y el reciclaje de ideas revolcadas, una buena retórica y una excelente promoción editorial, producen autores muy leídos y bien pagados, mas no filósofos con suficiente solidez y hondura. Ante esa clase de divulgadores la molestia es comprensible. No es por lo tanto una exageración defender la filosofía como un saber riguroso, científico y comprometido. Un inconveniente es que, al hacerlo de modo desmedido, la filosofía puede replegarse en sí misma desvinculándose de la vida pública.

Para la reinserción de la filosofía en la cotidianidad, Hurtado propone romper con la relación de dependencia o subordinación con la filosofía analítica anglosajona y que, a cambio, los filósofos se atrevan a pensar por sí mismos, en su lengua materna, los problemas propios de su contexto y desde su tradición intelectual. Recomienda además superar la reclusión en la academia y ocuparse de los asuntos públicos incidiendo en la agenda de la discusión democrática, sobre todo en temas educativos. Aunque sensatas, estas propuestas tienen algunos riesgos. No es mala idea guardar cierta distancia de la influencia anglosajona. Es innegable que la filosofía analítica ha dominado, para bien o para mal, las escuelas y departamentos de filosofía en gran parte del mundo. Aunque al parecer en algunos lugares la situación comienza a cambiar (y no siempre hacia algo mejor), su influencia ha sido tal que se requiere un enorme esfuerzo para no seguir dependiendo de ella. Es un referente indispensable. A pesar de sus excesos, la analítica ha contribuido a plantear y comprender los problemas filosóficos con mayor rigor y precisión utilizando una metodología eficaz. No es la única forma de concebir la filosofía ni mucho menos la única que exige rigor metodológico, pero sin duda ha aportado herramientas argumentativas útiles incluso para quienes hacen filosofía con otros enfoques y desde tradiciones intelectuales distintas.

Con todo, se puede abordar una variedad de problemas sobrepasando los lindes de las discusiones anglosajonas. Por vanguardista que sea, es un error reducir la filosofía a la analítica y alinearse de manera incondicional a su agenda. A estas alturas es obsoleto, como fue común hacerlo durante algún tiempo, pensar en la filosofía desde dos tradiciones en pugna –la continental (con todas sus derivaciones) y la analítica (en sus distintas modalidades)–. Lo que existe son “problemas filosóficos y extra-filosóficos”. Para enfrentarlos las dos tradiciones aportan enfoques sugerentes y no pocas veces complementarios. Es posible, por lo tanto, generar formas de diálogo y retroalimentación entre ambas alrededor de cualquier asunto que admita ser pensado filosóficamente. Lo mismo sucede en el caso de temas, problemas y discusiones que encontramos en distintos contextos culturales. Con el auge de las filosofías regionales –la mexicana o la africana entre ellas– no falta quien ha querido establecer una falsa dicotomía entre la filosofía vista como una disciplina universal y las filosofías que tratan problemas locales. Hacer filosofía regional o local no implica renunciar a la filosofía entendida como una disciplina dedicada a asuntos perennes que preocupan e inquietan a todo ser humano al margen de los distintos contextos y tradiciones culturales.

Es fascinante la pluralidad de enfoques que permite la indagación filosófica. La filosofía es una disciplina tan peculiar que se puede discutir si ha habido alguna forma de progreso desde sus orígenes en la Grecia antigua hasta la analítica, la hermenéutica o la fenomenología. Ha habido quien ha negado la posibilidad de progreso filosófico: los problemas siguen siendo los mismos y simplemente han variado las metodologías. Entre estas algunas son más adecuadas que otras dependiendo del problema. En el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura, por ejemplo, Kant piensa que no puede hablarse de un progreso continuo en la filosofía, sino más bien de un ciclo de afirmaciones dogmáticas seguidas de refutaciones escépticas. La filosofía podría considerarse una disciplina dinámica que vuelve de manera continua a los mismos problemas ensayando cada vez nuevos enfoques, a veces con éxito y en ocasiones con fracaso rotundo. Acierta Stephen Gaukroger (The failures of philosophy, Princeton University Press, 2020) cuando afirma que el éxito o fracaso de la filosofía solo puede determinarse, por un lado, en función de las motivaciones específicas de un programa filosófico y, por otro, de los argumentos filosóficos utilizados para alcanzar los objetivos de dicho programa. Si seguimos este criterio, es fácil encontrarse con que las variedades del filosofar responden a diversas motivaciones y a preocupaciones de todo tipo. Si bien hay filósofos analíticos dedicados a resolver problemas estrictamente filosóficos –algunos autogenerados–, existen también por ahí quienes son conscientes de que la filosofía ha podido y puede ocuparse de asuntos, problemas y embrollos más allá de la filosofía. Una discusión filosófica es, por supuesto, las condiciones bajo las cuales un asunto, problema o embrollo puede ser abordado filosóficamente.

Coincido con Hurtado en que la filosofía debería tener mayor incidencia en asuntos de interés público. En su nota y en otros lugares él ha sostenido que los filósofos deberían comprometerse con la reconstrucción de la democracia y, para ello, propone la participación más activa en la prensa, los medios digitales, las asociaciones civiles e incluso los partidos políticos. El llamamiento es oportuno. Considera que el mejor sitio para la participación de la filosofía en el proceso de reconstrucción social es la escuela. Es verdad que, en algunos países europeos, la filosofía está integrada a los planes de estudio en los distintos niveles escolares. En 2019 el Observatorio Filosófico de México consiguió que la enseñanza de la filosofía y las humanidades se incluyera en el artículo tercero de la Constitución. Espléndida iniciativa. La enseñanza de la lógica y la teoría de la argumentación, de la ética y la historia de la filosofía puede contribuir de manera importante a la formación de ciudadanos más críticos, reflexivos, dialógicos, conscientes de su contexto sociopolítico y de la importancia de participar en el debate público y la resolución de problemas inmediatos. Sin embargo, lo que parecía un logro quedó en manos de la Secretaría de Educación Pública. La sep optó, en el mejor de los casos, por integrar la filosofía a otras humanidades como la historia y la literatura; en el peor, la redujo a una mezcla de educación emocional y formación cívica. El proyecto escolar fracasó o, cuando menos, ha de admitirse que lo que se enseña ahí no es filosofía en estricto sentido.

No dudo de que la dilución de las asignaturas filosóficas se deba en parte a la poca presencia de los filósofos en la conversación pública. La mayoría de las personas desconoce para qué sirve la filosofía. El haberse desligado de la vida y los asuntos cotidianos no ha jugado a su favor. Podría parecer que la filosofía profesional y la participación en la vida pública son oficios distintos. La filosofía académica está dirigida a una comunidad de especialistas y, por lo tanto, aborda temas y problemáticas específicas que deben ser planteadas con suficiente rigor y sistematicidad, en un lenguaje técnico y cuidando las formas propias de la escritura científica. En cambio, para participar en la conversación pública se requieren ciertas destrezas discursivas que permitan conectar con la gran audiencia. En ese espacio se tratan asuntos, temáticas y problemas de interés común –a veces coyunturales– que han de ser planteados con claridad, sensatez y de manera accesible, con la intención de impactar en la opinión pública y en decisiones relevantes para los ciudadanos. Seamos realistas: se lee poca filosofía porque pocos filósofos escriben de manera accesible. Ello podría deberse, en algunos casos, a cierto temor por perder densidad filosófica. Es probable que muchos filósofos se sientan más cómodos escribiendo filosofía para filósofos. Creo que no es lo mejor.

Encapsular de esa forma la filosofía conduce lógicamente al academicismo. Sin embargo, no puede decirse que ello solo haya acarreado desventajas. Las exigencias académicas han favorecido, por ejemplo, la conformación de comunidades filosóficas más serias y competentes. Los criterios académicos –algunos discutibles– han aportado un conjunto de referentes que ha permitido enfocar la investigación filosófica evitando con ello dispersiones, divagaciones y generalidades a las que con facilidad se tiende en las humanidades. El inconveniente ha sido que gestores y administradores de la investigación han cooptado algunos de esos criterios para cuantificar el trabajo académico y posicionar sus instituciones en rankings mundiales. La investigación humanística no ha de medirse con el mismo rasero de las ciencias empíricas. Hay quienes piensan que la filosofía habría de ser más libre y que los criterios rígidos de la academia son una limitante para abordar inquietudes vitales y existenciales. Por lo pronto, las actividades primordiales de los filósofos profesionales se han vuelto las que exigen las universidades y los organismos certificadores: la especialización en un área determinada, la publicación indiscriminada de papers, la acumulación de tesis “dirigidas” y la impartición de clases en programas académicos certificados.

Si uno mira los perfiles de los filósofos profesionales o da un vistazo a las convocatorias para acceder a una plaza universitaria, se encontrará con que siempre ha de especificarse el “área de especialidad”. ¿Cuál era el área de especialidad de Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant, Hegel, Wittgenstein, Putnam o Kripke? Hay algo raro en tener un área de especialidad filosófica. Leí –no recuerdo en dónde– que alguien sugería, en todo caso, elegir el área en la que a uno le interesara enseñar. No es mala idea. Con todo, la especialización ha permitido delimitar un campo de estudio en una disciplina tan abarcadora como lo es la filosofía. No me parece que la filosofía deba ocuparse solamente de generalidades. Por lo tanto, no creo que deba renunciarse a la especialización; creo, sin embargo, que, siendo especialistas, podemos interesarnos en otros temas y problemas, en otras tradiciones y disciplinas, e incluso reconocer enfoques afines y complementarios si aceptamos el diálogo entre la filosofía, la ciencia y la cultura en general. No viene mal que la filosofía rebase los confines de la academia; no viene mal de vez en cuando una dosis de generalidad; a ratos la filosofía puede, si se me permite el término, “desprofesionalizarse”.

No veo mal buscar un equilibrio entre la filosofía profesional y la participación más activa en la vida pública. El rigor analítico, conceptual y argumentativo de la filosofía es aplicable al análisis y discusión de asuntos que, si bien están fuera de nuestras “áreas de especialidad”, resultan fundamentales para el resto de las personas. La filosofía puede ser capaz de articular diversas necesidades sociales, culturales y políticas, teniendo en cuenta la cantidad de variables de índole económica, geográfica, educativa, etcétera. El entrenamiento filosófico nos tiene habituados a revisar problemas desde múltiples perspectivas y teniendo en cuenta la variedad de aristas.

Las discusiones generadas alrededor de leyes y políticas públicas en temas delicados suelen darse casi siempre sin ningún tipo de orientación filosófica. Rara vez se tienen en cuenta las condiciones conceptuales y formales que permiten un debate más razonado. Los filósofos podrían participar de manera más activa en el asentamiento de las bases necesarias para el debate y la conversación pública, en la detección de dilemas y en la incorporación de consideraciones éticas de cara a las acciones públicas. Podrían, incluso, adoptar el rol de mediadores cuando las tensiones políticas y sociales estancan los posibles acuerdos. Un argumentador desapasionado y dispuesto a tomar distancia de las ideologías puede refinar la calidad del debate. Las habilidades argumentativas, discursivas y dialógicas que proporciona la filosofía habrían de abonar a la posibilidad de generar acuerdos y equilibrios en la diversidad, así como aprendizajes en el disenso y las diferencias.

No vendría mal participar de manera más activa en asociaciones que se dedican a atender sectores vulnerables –pobres, adultos mayores, migrantes, víctimas de violencia, etc.–. No basta con defender desde el escritorio la justicia social. Viene bien actuar. Muchas organizaciones necesitan el apoyo de personas con formación cabalmente científica, pues sus acciones, planteamientos, propuestas y objetivos requieren fundamentos y argumentos que les brinden una mejor orientación.

Las aptitudes que proporciona la filosofía son idóneas para el fortalecimiento de la vida pública y la cultura democrática. La filosofía nos interpela como individuos y como sociedad. Incita a preguntarnos por el sentido del mundo, de la vida y de nuestras relaciones con los demás seres humanos. Enseña a pensar y a enfrentar situaciones y desafíos inesperados (pandemias, la incursión de nuevas tecnologías e innovaciones científicas, crisis ambiental, el fenómeno migratorio, la violencia, los peligros del autoritarismo, los fanatismos, etcétera). La búsqueda de la armonía entre la filosofía profesional y la participación en la vida pública no es nada nueva. Es el ideal que encontramos en el planteamiento clásico desde Platón y Aristóteles. ~


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