Ilustración: Hugo Alejandro González

Los delgados, los desesperados. Una visita a Caracas

La crisis alimentaria venezolana es una sombra vergonzosa que se extiende más allá de las actuales protestas. En una reciente visita a su país de origen, Blanco Calderón le toma el pulso a una sociedad al borde del colapso.
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En Thinner (1984), Stephen King narra la historia de Halleck, un obeso abogado que, por imprudencia, arrolla y mata con su carro a una gitana. Halleck obtiene la libertad gracias a su amistad con el juez, pero a la salida del juzgado recibe una maldición:

“Más delgado.”

Luego, el narrador agrega:

“Y antes de que Halleck pudiera apartarse, el viejo gitano alargó la mano y acarició su mejilla con un dedo contrahecho.”

Halleck comenzará a perder peso vertiginosamente. Entonces deberá encontrar al viejo gitano para revertir la maldición.

Regresé por unos días a Caracas, mi ciudad, después de poco más de un año de ausencia y me vino a la memoria esta novela cuando pude comprobar en persona lo que algunas fotos ya me anunciaban: la marcada, muchas veces dramática, delgadez de amigos y familiares venezolanos.

El primero que vi fue un viejo colega de la Universidad Central, que estaba en la sala de arribo del aeropuerto de Maiquetía, esperando a otra persona. Se encontraba, como quien dice, en los huesos.

La segunda fue una mujer, probablemente indigente, que en la puerta del aeropuerto me pidió dinero. Parecía un espíritu.

Al decirle la verdad, que no traía ni una moneda, insistió rebajando su oferta:

–Dame un billete de cien, pues.

Para ese día, 17 de diciembre de 2016, el de cien bolívares era todavía el de mayor denominación en la vapuleada economía venezolana. Que el más “valioso” de nuestros billetes equivaliera a la más escueta limosna, era un absurdo solo comprensible gracias al decreto que había firmado Nicolás Maduro el domingo anterior: la orden de retirarlo de circulación en el plazo urgente de tres días.

La medida, por una parte, buscaba asestar un golpe a unas inciertas mafias que al parecer operaban en Colombia y Alemania, sacando los billetes del país, pues su valor como papel moneda es mucho mayor al valor nominal. Y por otra, con el develamiento de este complot, se brindaba una explicación a la escasez de billetes que estaba afectando las operaciones comerciales en el país. Después de ese lapso, había dicho Maduro, el billete perdería cualquier valor. La gente debía, entonces, depositar en los bancos los billetes de cien bolívares que tuviera.

La decisión provocó un caos total que se tradujo en largas colas frente a los bancos, en peleas, asesinatos, así como saqueos, disturbios y tumultos en varias ciudades. La que sufrió más daños fue Ciudad Bolívar. Muchos comentaron la funesta sincronía de los sucesos con su causa y su fecha: saqueo general en Ciudad Bolívar por el retiro del billete de cien bolívares, el mismo día de la conmemoración de la muerte del libertador Simón Bolívar.

Aquello parecía la puesta en escena de aquel poema de mal agüero que Neruda dedicó al libertador, Un canto para Bolívar, que literalmente reza: “Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire / de toda nuestra extensa latitud silenciosa, / todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada.”

El problema del hambre en Venezuela es una sombra vergonzosa que ya ha desbordado el presente y se proyecta hacia el futuro.

J., médico obstetra, me hace ver las dimensiones reales del drama. Me habla de las mujeres embarazadas que llegan a su consulta en la populosa barriada de Petare, en la periferia de la ciudad, mostrando diversos niveles de desnutrición y las consecuencias que eso, desde ya, implica. De modo que, por su salud endeble así como por sus diversas discapacidades mentales y físicas, en unos años sabremos reconocer a los “hombres nuevos” creados por la más reciente utopía socialista del continente americano.

Esa utopía se afirmó abiertamente en marzo de 2017 como una dictadura, cuando el Tribunal Supremo de Justicia, subordinado a las órdenes de Nicolás Maduro, desconoció a la Asamblea Nacional mediante un par de decretos espurios. El día 31, la fiscal general de la república denunció que esos decretos representaban una “ruptura del orden constitucional”. Desde entonces se desataron las protestas en todo el país, con una intensidad aún mayor que las que se registraron en 2014. Y con la diferencia, además, de que las manifestaciones esta vez se han extendido a las zonas populares, donde habitan los más “delgados”, las personas con menos recursos que han sido las principales víctimas de la crisis alimentaria y de medicamentos en Venezuela.

Los “delgados”, sin embargo, son el rostro sereno de la debacle. Tanto o más impactantes aún son los que yo llamaría los “desesperados”, aquellos que, cansados de hacer filas interminables para comprar los productos básicos, o que simplemente ya no tienen dinero para comprar lo que se consigue a precios astronómicos, o que no pueden subsistir con las humillantes bolsas de comida que a veces les regala el gobierno, han decidido atacar las otras bolsas, las de la basura, despanzurrarlas a plena luz del día y comer allí lo que encuentren, para horror y vergüenza de todos.

–Hoy vi a uno –me dijo mi esposa.

–Hoy vi yo a uno –le dije, cuando un día después me llegó mi turno.

No se trata de indigentes. Son personas que hasta pueden estar bien vestidas y que probablemente tienen un techo bajo el cual dormir.

Frente a esta realidad, sin embargo, uno puede ver que muchos restaurantes siguen llenos de gente, ofreciendo sus platos a quien pueda pagar aquellos precios de primer mundo. No se trata de restaurantes de lujo. El lujo es solo poder comer en un restaurante.

La impresión la confirmo en Misia Jacinta, un popular restaurante de comida criolla de Caracas. C. y yo aguardamos nuestro turno en la fila para pagar. La cajera divide una cuenta entre varias tarjetas de débito y de crédito que le da una muchacha. Quizás para excusarse por la espera, la muchacha nos dice con una sonrisa:

–No tenemos plata, pero siempre nos damos el gustico de comer afuera una vez a la semana.

El “nos” se refería a los venezolanos, pero lo que no terminé de precisar fue qué hambre, distinta de la otra, se está colmando allí.

Al momento de pagar la cuenta sentí lo que no había sentido en mi reencuentro con Caracas: que el tiempo sí había transcurrido desde que me fui. El tiempo de Venezuela es distinto al de cualquier otro país. Desde una perspectiva panorámica, hay un estancamiento criminal. Lo que justifica que el país figure como líder negativo en los balances globales. Desde una perspectiva interna, una aceleración y un cambio frenéticos. Puede que en ese agotamiento estacionario, en ese girar de hámster sin futuro, consista vivir en Revolución.

El 24 de diciembre empezó el día con una llamada telefónica que recibí a las ocho de la mañana. Era mi tía que me informaba que a mi mamá y a mi hermana las acaban de atracar a punta de pistola. Les robaron las carteras, los bolsos y los celulares. Afortunadamente, no les quitaron el carro ni las secuestraron ni las golpearon.

“Tuvieron suerte” es la conclusión invariable en estos casos cuando se sabe que el desenlace no fue fatal.

Mi hermana mayor es anestesióloga y ese día tenía guardia desde muy temprano en el centro clínico donde trabaja. Mi madre la tuvo que llevar pues hacía menos de un mes a mi hermana le habían robado su carro y el antiguo teléfono celular.

Después del “susto”, mi madre fue a estacionar el carro dentro de la clínica, mientras mi hermana iba a informar lo que acababa de pasar. Al rato llegaron los vigilantes. Mi madre, entre lágrimas, contaba lo sucedido. Se detuvo al ver que uno de ellos comenzaba a llorar.

El hombre se excusó:

–Discúlpeme, señora, es que a mi hermana la mataron hace un mes para robarla.

Mi hermana se quedó con otra imagen. Los asaltantes eran tres muchachitos armados, ninguno mayor de edad. Se veían entusiasmados y hasta divertidos por su hazaña. Le llamó la atención, mientras las asaltaban, un joven que estaba al lado de ellas, hurgando en la basura y que contempló la escena sin inmutarse. Cuando los asaltantes se marcharon, aquel gallinazo sin plumas siguió en lo suyo, escarbando los desperdicios en busca de algo para comer.

Pienso en las lágrimas del vigilante y, aunque parezca un macabro mecanismo de compensación, me digo que esa mañana del 24 de diciembre mi hermana y mi madre tuvieron suerte.

En este punto tropiezo con una impresión, que es también un sentimiento, verdaderamente incómodo cuando toca hablar de la tragedia de Venezuela. La persistencia, inexplicable en mi país, de algo que si no es la felicidad, al menos apunta hacia ella.

Mi amigo C. suele afirmar, para la estupefacción de quienes lo escuchan, que él no se piensa ir de Venezuela.

–¿Qué voy a hacer yo, a estas alturas, en otro país? –me pregunta.

Las “alturas” de C. son las de la mediana edad.

–¿Me voy a ir a otro país, a empezar de cero, trabajando en cualquier cosa solo para tener “calidad de vida”? Prefiero que me asalten de vez en cuando y continuar aquí –sentencia.

Yo todavía estoy procesando sus palabras, pe- ro C. agrega:

–¿Qué quieres que te diga? Yo aquí, a pesar de todo, soy feliz.

El caso de C. puede parecer sorprendente pero en realidad es bastante común. A pesar de que durante los años que el chavismo lleva en el poder más de dos millones de personas han emigrado a otros países, el venezolano sigue siendo alguien profundamente arraigado a su tierra. Como lo afirmaron Thais Ledezma y Cristina Mateo en un estudio dedicado al tema en el 2006: “los venezolanos no tenemos tradición cultural de emigrantes”.

En cuanto a la felicidad, el ejemplo de C. sí me parece una admirable, aunque también un poco sorprendente, excepción. En la autoestima de los venezolanos queda ya muy poco de aquel sentimiento que quizás pudo traducir una encuesta infusa, hace algunos años, según la cual Venezuela era el quinto país más feliz del mundo.

En la Venezuela de hoy, las alegrías, cuando las hay, se confiesan, tal como hizo mi amigo C. Y también, en el otro extremo, se convierten en una declaración de principios. Colgar una foto de la cena navideña en redes sociales fue tema de debate por esas fechas. Algunos lo veían como una falta de consideración. Otros como una afirmación, ante los demás y ante sí mismos, de una dignidad que reposa en la persistencia de ciertas tradiciones. Entre ellas, la de cenar con la familia en Navidad. O, simplemente, la de cenar.

La noche del 31 de diciembre y los primeros días de enero los recibimos en uno de estos clubes tradicionales del litoral central, a una hora de Caracas. La fiesta de año nuevo tuvo algo de oasis y espejismo. En medio de los mesoneros, los adornos, la pista de baile y los músicos que amenizaron la velada, uno podía tener un descanso de tanta realidad. Imponer un pausa ilusoria a los pesares que dejó el 2016, uno de los años más dramáticos de la historia reciente venezolana, que solo prometía ser superado en horrores por ese año 2017, que, en medio de los brindis y de los peores pronósticos, comenzaba.

La celebración, según escuché, era un débil reflejo de las de otras épocas. De hecho, cada familia llevó sus propias botellas de licor, al mejor estilo de fiesta universitaria, donde cada quien contribuye con lo que puede.

No obstante, era impresionante la cantidad de gente que había. Como si allí se encontraran recluidos todos los que, perteneciendo a aquella esfera de la sociedad caraqueña, aún no se hubieran ido del país.

El primero y el dos de enero fueron mi reencuentro con el sol. Solo después de vivir un invierno en Europa se puede comprender a cabalidad que Cristóbal Colón, cuando arribó en su tercer viaje a las costas venezolanas, haya creído encontrar allí el paraíso terrenal. Así como el petróleo es la maldición que explica que la economía venezolana vaya en caída vertiginosa año tras año sin nunca tocar fondo, el clima es, me parece, la fuente secreta de ese resto de optimismo que todavía tienen algunos venezolanos, que a veces espejea como la humedad en una autopista ardiente.

De regreso del litoral, a la miseria inocultable de las calles de Caracas, recuerdo de pronto aquel sobrenombre que hace algunos años Hugo Chávez inventó, con su innegable habilidad verbal, para insultar a sus opositores: los “escuálidos”. A diferencia del gordo Halleck, los venezolanos que hoy desfallecen de hambre, chavistas y antichavistas por igual, no pueden buscar al gitano para que revierta la maldición pues, en nuestro caso, ese gitano ya murió, dejando el país convertido en una bóveda pestífera que vela su cadáver insepulto.

Pienso también, quizás entristecido por mi partida inminente, en los amenazantes versos finales del poema de Neruda:

“Y mirando el Cuartel de la Montaña, [Bolívar] dijo: / ‘Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo’.”

Hugo Chávez, por su parte, en su respectivo Cuartel de la Montaña, como se conoce el lugar donde reposan sus restos, parece despertar cada cien bolívares. Esa es nuestra pobre medida del tiempo: un billete sin valor, como el que me pidió la mujer hambrienta en el aeropuerto y que ni siquiera pude darle. ~

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(Caracas, 1981) es escritor, editor y profesor universitario. Su primera novela The night (Alfaguara, 2016) fue reconocida con el Premio Rive Gauche à Paris du livre étranger.


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