Los feminismos en disputa

Los debates del feminismo en torno a la transexualidad, la pornografía o la prostitución son los debates propios de una sociedad liberal. Pero el enconamiento y la aspereza que muestran pueden ayudar a los enemigos del feminismo y de la libertad.
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La cancelación, o intento deliberado y concertado de silenciar al que me agravia u ofende, se está convirtiendo en una de las principales estrategias de comunicación –y “desinformación”– de la era digital. Si a lo largo de la historia ha sido el Estado el artífice de la prohibición de los discursos disidentes, hoy la censura parece haberse “democratizado”, y quienes la ejercen con mayor pasión son, precisamente, aquellos grupos o colectivos tradicionalmente silenciados.

Para los colectivos o movimientos que la practican, la cancelación parece actuar como una suerte de justicia paralegal, restaurativa, ejemplarizante. Y la defenestración de ciertas ideas es entendida por ellos como algo justo y necesario en aras de frenar la divulgación de los discursos nocivos y contrarios a su causa moral. De dicha práctica no se escapa lamentablemente el feminismo, en cuyo seno sus distintas corrientes emplean el linchamiento y el boicot recíprocamente. Y la sexualidad se ha convertido nuevamente en el principal campo de batalla.

En la actualidad, el feminismo español se halla inmerso en una confrontación asfixiante en torno a dos grandes cuestiones: por un lado, la relativa a cómo se entiende la identidad o, más en concreto, qué significa ser mujer, y por otro, el modo de pensar la sexualidad. La disputa sobre quién es el sujeto del feminismo, la transexualidad, la prostitución o la pornografía, así lo evidencia. Pero dicho desacuerdo no es novedoso. Carole S. Vance destacó en su libro Placer y peligro, de 1984, que la confrontación en torno a la sexualidad de las mujeres se remonta al siglo XIX. Pero es, sobre todo, en los años setenta del pasado siglo cuando se recrudece, y me atrevería a decir que los argumentos actuales replican aquellos.

En relación con el sujeto del feminismo, el llamado “feminismo de la diferencia”, con autoras como Annie Leclerc y Luce Irigaray en Francia, Carla Lonzi en Italia y Victoria Sendón de León en España, defendió una concepción esencialista y biologicista de la mujer, cuya capacidad reproductiva la diferenciaba de lo masculino. La identidad de las mujeres vendría definida, por tanto, por lo biológico, lo corporal y lo reproductivo. Por lo que el sujeto político del feminismo sería un sujeto de carácter universal, unitario, homogéneo y estático: la mujer, que engloba a la totalidad de las mujeres.

En España, una concepción parecida es asumida por el llamado “feminismo de la igualdad” o “feminismo ilustrado”, constituido en torno a la figura de Celia Amorós y a su famoso seminario “Feminismo e Ilustración”, impartido en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid (1987-1994). En sus sesiones se encontraban algunas de las feministas esencialistas más relevantes y beligerantes como Amelia Valcárcel, Rosa Cobo o Ana de Miguel.

Pero tras la consecución de los objetivos más imperiosos para las mujeres españolas en los primeros años de la democracia, como el reconocimiento legal del divorcio en 1981 o la aprobación de la ley del aborto en 1983, la unidad del movimiento salta por los aires a finales de los años ochenta, cuando la definición de la mujer sobre una base biologicista, que fundamenta una identidad estática e inamovible frente a la identidad enemiga –la masculina–, comienza a ser cuestionada por producir exclusiones.

Otro de los grandes temas que divide y enfrenta al feminismo es la sexualidad de las mujeres y su representación, que para un sector se mide desde el peligro y, para el otro, desde el placer y la liberación sexual. Las sex wars estadounidenses de los años setenta, que marcan el fin de la segunda ola del feminismo, se enfrentaron al “feminismo abolicionista o antisexo” –surgido en el seno del feminismo radical, y que se alinea con las posturas esencialistas– y al llamado “feminismo prosex”, crítico con ellas.

El primero defendía una idea de la sexualidad como espacio permanente de peligro para la mujer. Autoras como Catharine MacKinnon, Andrea Dworkin, Robin Morgan, Susan Brownmiller, Gloria Steinem y Kathleen Barry, entre otras, defendieron que las inclinaciones sexuales agresivas del hombre serían la base de un poder que justificaría y exigiría el dominio y la consiguiente sumisión de la mujer. Y el fenómeno que por excelencia demostraría dicha posición natural de dominio masculino sería el coito, una forma de posesión en la cual el hombre habita o más bien “conquista” el cuerpo de la mujer a través de la penetración. Es más, las feministas abolicionistas consideraban que todas las relaciones sexuales heterosexuales que suceden en el marco de una sociedad patriarcal son inevitablemente degradantes para las mujeres y equivalen a la violencia sexual.

En esta línea, la escritora y activista feminista radical estadounidense Andrea Dworkin llevó la idea de la violencia como estándar de la sexualidad masculina hasta sus últimas consecuencias al afirmar que toda relación heterosexual es en sí misma una violación, aunque la mujer crea participar voluntariamente en ella, pues su voluntad está enajenada por la opresión sistémica a la que ha sido sometida. De esta manera, todo consentimiento es solo aparentemente voluntario. Dicho vínculo inescindible entre violencia y sexualidad masculina encuentra su expresión cultural en la pornografía.

Bajo el lema “la pornografía es la teoría, la violación es la práctica”, de Robin Morgan, el abolicionismo comenzó una verdadera cruzada contra el porno. Según esta postura, la pornografía es una práctica de política sexual que, al reproducir siempre la jerarquía de los roles de dominio y subordinación, es, a su vez, una institución de desigualdad. Sostienen, además, que la pornografía no es ficción sino una realidad sexual en sí misma, pues no solo representa a la mujer en el papel de objeto de uso sexual masculino, sino que hace de ella tal objeto.

En la misma línea, la jurista, académica y activista Catherine MacKinnon aseguró que la pornografía produce daño tanto a las mujeres que participan directamente en su realización como a “todas” las mujeres de la sociedad. Con relación al primer tipo de daño, MacKinnon sostuvo que las mujeres son brutalmente coaccionadas para que realicen actuaciones pornográficas. El mejor ejemplo sería el de la actriz Linda Lovelace, protagonista del filme Garganta profunda, a la que representó como abogada y que publicó en 1980 su libro Ordeal, una autobiografía en la que hablaba de palizas y coacciones, y desvelaba que no había recibido ni un dólar de los beneficios de la película, llegando a afirmar: “Cuando ustedes ven la película Garganta profunda están viendo cómo soy violada. Es un crimen que se siga mostrando.” En relación con el daño que la pornografía produce sobre todas las mujeres, MacKinnon alegaba que su consumo por parte de los hombres conlleva un aumento de las agresiones sexuales y de la violencia contra la mujer. Desde su perspectiva, el daño que la pornografía produce es un daño grupal, un daño colectivo a la mujer, en la que se integran todas las mujeres.

Frente al abolicionismo surgió, a principios de los años ochenta en Estados Unidos, la corriente del feminismo pro-sex, también llamada sex-positivesex-radical feminism sexually liberal feminism, que se fundó como un movimiento que luchaba por una sexualidad libre como componente esencial de la liberación de las mujeres. Tras producirse la vinculación entre la principal entidad abolicionista, Women Against Pornography (wap), y el conservadurismo de Reagan para tratar de prohibir la pornografía, el feminismo pro-sex, aglutinado en torno al grupo Feminist Anticensorship Taskforce (FACT), acusó a aquella de situar a la mujer en el lugar de víctima. Gayle Rubin, Carol Vance, Alice Echols y Patrick Califia fueron algunas de sus principales voces. En España, a partir de 1983, el feminismo anticensura fue encarnado por autoras como Raquel Osborne.

De acuerdo con la famosa frase de la activista y actriz porno Annie Sprinkle, “la respuesta al porno malo no es la prohibición del porno, sino hacer mejores películas porno”, que rompan ciertos estereotipos asociados a la visión tradicional de la sexualidad. Por ello, estas autoras se propusieron construir una teoría de la sexualidad no desde el peligro y la culpa, sino desde el placer.

Este feminismo celebró la conocida “Conferencia sobre Sexualidad” en el Barnard College de Nueva York, en abril de 1982, que fue objeto de uno de los primeros actos de cancelación que han llevado a cabo las corrientes enfrentadas del feminismo. La Universidad de Barnard recibió llamadas y amenazas en contra de su realización y terminó incautando una publicación que se iba a repartir entre las asistentes. Además, el día que comenzaban los debates, militantes antipornografía trataron de impedir su celebración con piquetes en la entrada. Las actas de la célebre conferencia, que acabó realizándose, se recogen en el libro Pleasure and danger. Exploring female sexuality, de Carol S. Vance, publicado en 1984.

A esta corriente del feminismo se sumó en la década de los noventa del pasado siglo el movimiento queer. En 1990, la filósofa norteamericana Judith Butler publicó su libro El género en disputa, en el cual sostenía que la identidad de la mujer es una categoría del poder. Y frente a ella reclamaba la desidentificación y la abolición del género, por ser un disfraz creado a partir de una repetición ritualizada de las convenciones sociales. De forma que eliminando el género se acabaría, a su vez, con el sujeto del feminismo que excluye a los “otros” y las “otras”, los sujetos queer. Desde el movimiento queer se defiende, por tanto, una concepción performativa de las identidades, en constante movimiento y fluctuación, frente a su concepción estática y absolutista. En suma, el movimiento queer rechaza toda concepción esencialista de la identidad y, para sus integrantes, no existen diferencias binarias, sino una multitud de diferencias.

Con el pistoletazo de salida del MeToo en 2017, que emplea la denuncia pública como instrumento de lucha contra el acoso sexual y el comportamiento misógino, principalmente a través de las redes, los feminismos han vuelto a evidenciar su enfrentamiento en torno a la sexualidad de las mujeres. La carta firmada por cien artistas e intelectuales francesas, y encabezada por Catherine Deneuve, que denunciaba el puritanismo del movimiento abría con la siguiente frase: “La violación es un delito. Pero la seducción insistente o torpe no lo es, ni la galantería una agresión machista.”

En España, la reacción de las mujeres frente a la primera sentencia del caso de la Manada, que calificó los hechos como abuso y no como agresión sexual, dio lugar a algunas de las manifestaciones más multitudinarias del 8 de marzo. Sin embargo, el inicio de la tramitación de la llamada ley del “solo el sí es sí” y la polémica en torno al proyecto de ley trans han envenenado el debate hasta extremos irrespirables. Y de nuevo la escisión gira en torno a la sexualidad de la mujer.

Así, para el sector pro-sex y transfeminista, el punitivismo inherente a la reforma del Código Penal no es efectivo para acabar con la violencia machista, y vuelve a colocar a la mujer en un papel de víctima. Asimismo, rechaza que el Estado tenga capacidad para regular, y mucho menos prohibir, la voluntad de la mujer que ejerce libremente el “trabajo sexual”, en su propia terminología. Mientras tanto, el sector esencialista y abolicionista sostiene que la prostitución es un régimen de esclavitud de la mujer que debe ser abolido, y recupera las tesis de Dworkin y MacKinnon en torno a la pornografía.

Además, la llamada “autodeterminación de género” del proyecto de ley trans es entendida por este último como un intento del “lobby trans” de borrar el sexo como un dato biológico y jurídico relevante, y de tratar de fulminar la legislación existente para acabar con la desigualdad entre los sexos y la emancipación de las mujeres. Por ello, llaman al activismo contra el “borrado de las mujeres” y sostienen que las luchas del movimiento lgtbiq+ no incumben al feminismo. Por su parte, las posturas pro-sex o transfeministas acusan al feminismo identitario de ir en contra de los avances en derechos de las mujeres trans al oponerse a la despatologización de su identidad.

Desde que la Universidad de A Coruña suspendiese en 2019 unas jornadas sobre prostitución por las presiones del abolicionismo, los actos de cancelación, boicot y linchamiento virtual y analógico se han sucedido desde uno y otro sector, con la arrogancia de una auténtica cruzada moral que pretende aniquilar al adversario. Cuando Amelia Tinagus –del sector esencialista– declinó mi invitación y la del profesor Pepe Reig para hablar sobre prostitución en mi universidad, empleó una frase que bien delata la estrategia: “Mi negativa al diálogo se fundamenta en el rechazo a legitimar la existencia de las otras.” Pero, como digo, la cancelación se sucede desde ambos bandos. Sirvan solo a modo de ejemplo, de entre los procedentes del sector pro-sex, los diversos actos de boicot contra la presentación del ensayo Nadie nace en un cuerpo equivocado de Marino Pérez y José Errasti a instancias de las acusaciones de transfobia.

Los debates sobre la pronografía, la prostitución o la transexualidad son debates propios de una sociedad liberal. Lo paradójico, a la luz del enconamiento y la agresividad que ahora alcanzan, son los réditos que de ellos hoy obtienen los enemigos del liberalismo. ~

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es doctora en derecho constitucional, profesora en
la Universidad de Castilla-La Mancha y autora de La libertad de la
pornografía (Athenaica, 2022)


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