Es ingenuo pensar que la ciencia no tiene límites, que lo abarca todo o por lo menos que podría llegar a explicar todos los fenómenos observables del universo. En un artículo el profesor V. F. Weisskopf del MIT se explaya sobre el tema, sin dejar de pecar él mismo de ingenuidad.
En un país como México apenas hace falta recordar al ancho público que el pensamiento científico representa un caso particularísimo de la actividad mental humana. La mayor parte de cuanto escuchamos, leemos y decimos no es solamente precientífico sino hasta prelógico. Basta desmenuzar un poco cualquier discurso político para percatarse de ello. La contaminación más seria que padecemos es la del ambiente intelectual.
Dicho lo anterior, que a mí se me hace evidente, habría que agregar que tampoco en Estados Unidos, y ni siquiera en el augusto recinto del MIT ha llegado a primar el discurso científico sobre otras modalidades de aproximación a la verdad. Lo admite el propio Weisskopf cuando dice que “la experiencia humana abarca mucho más que lo que puede expresar cualquier sistema de pensamiento dentro de su propio marco conceptual”. Y agrega: “la ciencia misma tiene raíces y orígenes que se encuentran fuera del territorio del pensamiento racional”. En otras palabras, nuestra actividad científica se nutre de ideas, actitudes y experiencias que provienen de la vida social en sus aspectos más variados. No nos referimos solamente a las motivaciones de orden individual, como la rivalidad, la ambición, el patriotismo o el amor. En esto, los científicos no diferimos de otros se- res humanos. Pero la ciencia es una actividad creadora que es extremadamente sensible a los cambios en el ambiente político y social. Por eso encontramos siempre a los científicos entre los más vigorosos defensores de las libertades individuales y de los derechos civiles, en una larga tradición que va desde Galileo hasta Sájarov.
La libertad política es un ingrediente esencial del quehacer científico. Pero hay enemigos más insidiosos que la tiranía: la desigualdad social, la colonización cultural y el sometimiento de las supersticiones. Dice Weisskopf: “la ciencia tiene que tener una base no científica: la convicción de todo científico y de la sociedad en su conjunto de que la verdad científica es pertinente y esencial”. Pero este planteamiento es ingenuo: no basta el convencimiento de que algo es esencial para descartar lo superfluo, lo retrógrado y lo nocivo.
La cuestión estriba más bien en la justificación de la actividad científica como tal, desde el punto de vista de las prioridades nacionales, sociales y hasta individuales. ¿Podemos quedarnos sentados en nuestros escritorios o proponer nuevos laboratorios y costosas instalaciones, cuando en la calle hay injusticia, sufrimiento y miseria? Es difícil trabajar tranquilos en medio del alboroto cruel de las muchedumbres oprimidas por las necesidades humanas más elementales.
Menciono todos estos problemas de nuestra ciencia porque son también fronteras y límites de nuestra actividad, aunque el profesor Weisskopf no parece tomarlos en cuenta. Es más, Weisskopf comparte la falacia de atribuir una mayor realidad a los conceptos físicos o biológicos que a los sociales. Dice, por ejemplo, en relación a la evolución de las sociedades: “Los principios rectores no eran exclusivamente la sobrevivencia de la especie sino también la sobrevivencia de lo que podríamos llamar ideas.” Pero ¿qué es la “sobrevivencia de la especie”? ¿No es también una idea? En esta ingenua calificación se transparenta el prejuicio del científico “exacto” contra todo aquello que podríamos llamar ciencias sociales. Sé que Weisskopf va mucho más allá que otros colegas al concederle importancia a aquellos modos de conocimiento que rebasan el método científico: habla incluso de la “impresión inmediata y directa” como pertinente al conocimiento de una obra de arte musical. Sin embargo, no parece percatarse de la posibilidad de que las ciencias sociales pudieran contribuir también a dilucidar las fronteras de las ciencias físicas y matemáticas.
En efecto, la contribución inversa (o sea, de la física y las matemáticas a las ciencias sociales) ha sido profunda, y se acepta como natural e inevitable. En cambio, existe sorpresa e incredulidad cuando se revela que “la ciencia” (vale decir, las ciencias físicas) se inserta en la realidad social y es comprensible solamente en función del marco social.
¡Científicos sociales del mundo, uníos! Hay que enseñar los rudimentos de las ciencias sociales a los físicos y a los matemáticos. ~