Durante su campaña presidencial de 1980, Ronald Reagan describió al Partido Republicano como un three-legged stool (“banquillo con tres patas”): una coalición de intervencionistas, conservadores y simpatizantes del libre comercio. Cada una de estas facciones tuvo su momento de resplandor a finales del siglo XX y principios del siglo XXI: la guerra en Irak, la campaña moral contra la infidelidad de Bill Clinton en los noventa y los recortes de impuestos firmados por Reagan y George W. Bush.
Pero luego llegó la candidatura de Donald Trump en 2016. Quien fuera mayormente conocido como personalidad de televisión montó una campaña en contra de Irak y en contra de las restricciones fiscales en los servicios sociales. Casado tres veces, ganó a pesar de su larga historia de escándalos personales. Su campaña también se volcó hacia un discurso xenofóbico bastante explícito. Mientras que George W. Bush había llamado al islam un “credo basado en el amor” y había favorecido reformas para legalizar a los inmigrantes indocumentados, Trump impulsó una “prohibición musulmana” y propuso un muro entre Estados Unidos y México para mantener fuera a los inmigrantes por considerarlos “criminales” y “violadores”.
Aunque la izquierda ciertamente se había opuesto al llamado Grand Old Party, el Partido Republicano de la era del three-legged stool fue filosóficamente compatible con el liberalismo. El partido creía en el internacionalismo y, en lo referente a la política interior, se preocupaba bastante –quizás demasiado– por un deslizamiento hacia el autoritarismo. Pero una vez que Trump tomó las riendas, el liberalismo del Partido Republicano ya no pudo darse por sentado. Después de todo, su presidencia estuvo marcada por la cordialidad hacia autócratas como Vladímir Putin y su negativa a aceptar los resultados de la elección de 2020.
Por eso, vale la pena considerar brevemente dos preguntas relacionadas. Primero, ¿cómo fue que el Partido Republicano en la era de Trump se alejó tanto del three-legged stool? Y segundo, si el primer mandato de Trump supuso un alejamiento del liberalismo filosófico, ¿podría un segundo mandato marcar un giro definitivo hacia el posliberalismo?
En retrospectiva, algunos eventos clave precipitaron una crisis de confianza entre los líderes republicanos y sus votantes. La guerra de Irak, por ejemplo, llegó a representar la arrogancia en la política exterior de la administración de George W. Bush. Tanto la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio como la recesión mundial de 2008 les sugirió a los expertos y al público general que un capitalismo globalizado de laissez-faire se produjo a expensas de la clase trabajadora. La legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo por la Corte Suprema en 2015 demostró a algunos conservadores que el Partido Republicano no protegería sus intereses y que una izquierda radical envalentonada podría relegar a los creyentes religiosos.
Algunas tendencias políticas a largo plazo también contribuyeron al ascenso de Trump. La agencia de encuestas Gallup reportó que la confianza en las instituciones democráticas –desde la presidencia y el Congreso hasta el sistema penal y los medios– cayó del 41% de aprobación en 2002 a un 27% en 2022. Aún más notable es el ininterrumpido aumento en la “polarización negativa”, el cual ha sido documentado por académicos como Lilliana Mason y el periodista Ezra Klein. Las identidades políticas se han vuelto tan importantes que la gente no vota tanto por su partido como vota en contra del otro, lo cual da como resultado no solo un mayor rencor, sino también coaliciones más atrincheradas. Este fenómeno explica por qué, de acuerdo con el periodista del New York Times Nate Cohn, incluso esos republicanos que se encuentran a favor de las prioridades del three-legged stool apoyaron a Trump en 2016.
Esta confluencia de eventos y tendencias en ascenso ha dado lugar a un Partido Republicano que desconfía del statu quo anterior a Trump y que se encuentra dispuesto a apoyar a una figura que promete reventar el sistema. Y estos patrones también han coincidido con un nuevo giro intelectual en la derecha, con una visión de lo que debería ser el conservadurismo estadounidense mucho más combativa.
Un grupo de escritores, académicos y activistas pro-Trump han propagado una narrativa maniquea en la política de Estados Unidos. El académico Michael Anton escribió en 2016: “Una presidencia de Hillary Clinton es una ruleta rusa con una pistola semiautomática. Con Trump, al menos puedes darle una vuelta al cilindro y arriesgarte.” Anton después fue miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Trump. Del mismo modo, el periodista Sohrab Ahmari argumentó que los conservadores deberían pelear y ganar las guerras culturales, deberían “derribar al enemigo y disfrutar el botín”. La nueva revista de Ahmari, Compact, ha defendido firmemente a Trump durante sus juicios penales de 2023 (y hasta publicó un artículo titulado “La crucifixión de Donald Trump”).
En este contexto hiperpolarizado y apocalíptico, figuras de la derecha han presentado abiertamente perspectivas y políticas antiliberales. Hace tiempo habría sido inconcebible que un republicano adulara a un país comunista. Sin embargo, en 2023, el expresentador de Fox News Tucker Carlson –cuyo programa pro-Trump se convirtió en el show de noticias más visto en la historia de Estados Unidos con unos 4.33 millones de espectadores diarios– visitó Rusia y habló con Putin. Carlson alabó al país por sus raíces religiosas y por sus precios de abarrotes presumiblemente bajos, mientras que no preguntó sobre la invasión a Ucrania o la persecución política de Alekséi Navalni (quien murió en prisión unos días después).
Asimismo, antes uno de los lemas republicanos era que “el gobierno que gobierna menos, gobierna mejor”. Pero conservadores prominentes en la era de Trump han utilizado el poder de forma más agresiva. El activista Christopher Rufo, quien recientemente fue nombrado miembro de la junta directiva del New College de Florida por el gobernador republicano Ron DeSantis, ha propuesto prohibir programas de estudio que considera demasiado progresistas en temas de raza y sexualidad. Después de escribir un libro exitoso llamado Por qué ha fracasado el liberalismo, el teórico político Patrick Deneen publicó otro libro en el que traza un posible “cambio de régimen pacífico” hacia un sistema populista y posliberal que resta importancia al mercado libre y apoya el conservadurismo social. Cabe mencionar que Deneen es amigo e influencia del compañero de candidatura de Trump, el senador J. D. Vance.
Entonces, ¿acaso no sería el segundo mandato de Trump uno posliberal? Quizá algunos sean más optimistas. A pesar de su retórica descarada, los logros políticos de Trump durante su mandato fueron un recorte de impuestos y el nombramiento de tres jueces conservadores a la Corte Suprema que ayudaron a anular el derecho constitucional al aborto. Trump también ha diversificado a los votantes republicanos: en comparación con candidatos republicanos del pasado, más miembros de sindicatos lo apoyan y también más minorías raciales. Incluso ha dado signos de moderación en cuestiones sociales. Trump se ha opuesto a la prohibición del aborto de seis semanas –aunque, ya que los jueces que nombró a la Corte Suprema anularon el derecho constitucional al aborto, muchos creen que esta postura es solo por conveniencia– y, más recientemente, habló en apoyo a un plan para que los tratamientos de fecundación in vitro sean gratuitos.
Sin embargo, es imposible pasar por alto algunos de los peores escenarios que podrían avecinarse. En materia de inmigración, por ejemplo, Trump se ha mostrado dispuesto a separar familias en la frontera. En caso de ser elegido, se ha comprometido a anular la ciudadanía por derecho de nacimiento mediante una orden ejecutiva. Algunos de sus seguidores más devotos han propuesto un plan detallado para limitar la inmigración. Estos incluyen la eliminación del personal que procesa solicitudes de daca –la protección legal creada en la administración de Barack Obama para prevenir que los hijos de padres indocumentados fueran deportados–, según un reporte del Niskanen Center, un centro de investigaciones en Washington.
Y más que nada, el giro posliberal de Trump podría manifestarse como un ataque frontal a las elecciones libres y justas. Repetidamente durante los últimos cuatro años, Trump no ha reconocido su derrota electoral en 2020.
De nuevo, algunas voces más optimistas podrían señalar que en 2024 existen varias barreras que no existían en 2020. Miembros del Partido Demócrata controlan las gubernaturas en estados donde las elecciones serán bastante cerradas. Ellos, no los republicanos pro-Trump, estarán a cargo de supervisar cualquier irregularidad. Fuera de la presidencia, Trump no tiene el poder para torcer la ley electoral mediante, por ejemplo, órdenes ejecutivas. Como Derek T. Muller, un profesor de leyes en la Universidad de Notre Dame, le dijo recientemente a mi colega John McCormack: aunque Trump tiene habilidad para fomentar la discordia pública, sus intentos por cambiar los resultados de la elección “no tendrían éxito”.
Quizás alguien podría creer este pronóstico más optimista y concluir que, a pesar de su control del Partido Republicano, Trump es demasiado débil para subvertir el sistema electoral y realizar un camino posliberal. Pero ya que hemos visto su voluntad por considerar esta vía como posible –además de haber constatado qué tan diferente es el partido hoy en día comparado con el three-legged stool– quizás la mejor respuesta es: ¿para qué arriesgarse? ~