José Alvarado, periodismo literario sin fronteras

José Alvarado dedicó 48 años de su vida a una escritura breve, no interesada en la filigrana ni el adorno, sino en la expresión precisa, efusiva y exacta.
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Hay casos en los que escribir pareciera juego de niños. José Alvarado tuvo una inclinación temprana hacia el periodismo cuando a los doce años, con la complicidad de uno de sus hermanos, redacta a mano un periódico en la escuela primaria. La Revolución había hecho migrar a sus padres, ambos maestros, de Lampazos a Monterrey; en esa ciudad del árido norte mexicano, Alvarado da sus primeros pasos en la escritura, vocación a la que dedicará 48 años de su vida.

José Alvarado Santos, entonces un joven alto y desgarbado, curioso y de ojos grandes, nace el 21 de septiembre de 1911 en Lampazos y encuentra, siendo estudiante de bachillerato en el Colegio Civil, el campo propicio para poner en marcha su ideario de juventud. Monterrey, más que una ciudad, era un pueblo de unos cien mil habitantes en el que, apenas llovía, sus calles se llenaban de charcos y lodazales. Muchas fábricas y obreros, pero ninguna biblioteca ni librería. Tan pronto caía la noche, un foco lánguido en las esquinas hacía las veces de alumbrado público.

Entre 1925 y 1930, publicaciones como la Revista EstudiantilEl EstudianteEl Bachiller y Rumbo, son los foros en los que se expresa Alvarado el joven, ya como colaborador, editor o director. No cumple aún dieciocho años y ya alza la voz con relación a temas de política estudiantil, el peligro de la influencia gringa, la importancia de la filosofía, la ruta de la cultura, la inoperancia del marxismo en nuestro país, el reparto de la tierra, los derechos laborales y la autonomía universitaria. Nace en esta época su inquietud por el cine, el teatro, los libros, la opereta y la música. Además, tuvo una inclinación temprana hacia el pensamiento bolivariano y encontró en Juan Antonio Mella y José Vasconcelos los soportes de un pensamiento nacionalista, en una etapa que bien pudiéramos llamar el despertar de una vocación y de una conciencia social. Está convencido de que “la política rebelde es la única actividad creadora de los hombres”, tarea que corresponde solo a los jóvenes.

A la par de la semilla periodística, los cuentos del joven aprendiz de escritor son un detonante de lo que vendrá: economía de lenguaje, estilo directo, una narrativa que se apoya en la crónica para dar soporte a sus historias. Vista a distancia, la prosa narrativa de Alvarado, escrita entre los dieciséis y los veinte años, se compone de bocetos, notas y apuntes apegados al realismo.

Si algo destaca en los escritos de Alvarado, más allá del énfasis estudiantil que tiene como centro la crítica a un sistema de enseñanza obsoleto, es un manifiesto interés por los temas vinculados a la cultura y a sus protagonistas en México. Ve en algunos –José Vasconcelos, por ejemplo– a los maestros más allá de la vida académica. Su formación dentro y fuera del aula le configurará un mapa de personajes en el que ya aparecían –y estarán presentes en momentos importantes de su obra– Alfonso Reyes, Renato Leduc, Salvador Díaz Mirón y Salvador Novo. No solo deja en claro que los ha leído, los admira y les sigue la pista, sus luces y sombras son para el joven bachiller el despertar de una vocación: la escritura sin fronteras.

El nombre de su columna, “Simpatías y Diferencias”, que lo acompañará en su futuro como periodista en varios medios, aparece por primera vez en la Revista Estudiantil cuando Alvarado aún no cumplía diecisiete años. Edad compleja en la que pone los primeros ladrillos de una voz propia, caracterizada por el desenfado, la ironía, la mordacidad y un aire de lo que serían tal vez los últimos suspiros de un periodismo bohemio de cantinas y cafés. Alvarado reflejó de una manera auténtica la identidad de un México en el que se vivía de día y de noche, como relatan sus columnas.

En los textos de entonces hace acopio de una temática híbrida y miscelánea que perfeccionará con los años. Se sigue ocupando de los escritores y los políticos, aunque tenía una habilidad sorprendente para cambiar de tema y de pronto ya estaba con los escritores, el desenfado del pelo largo, los cines y las novedades editoriales. De esta época son sus ensayos breves sobre las pantorrillas, las “deliciosas piernas vulgares” de Greta Garbo y sobre Lupe Vélez, “inquietante mujercita de la alegre pasarela”. También aborda temas un tanto más formales y extensos: el positivismo, el mestizaje, Bolívar, la filosofía, la antropología y la política. Dice en “Síntesis de García Naranjo”: “En este desdichado país de valorizaciones invertidas se ha olvidado su obra.” Sobre Reyes: “Recuerde Alfonso Reyes que en la región donde el aire es más transparente la tierra otorga al hombre el más dramático de los destinos.”

Cabe señalar que la escritura de José Alvarado no está reñida con la poesía. Como en Rulfo, García Márquez, Garro y otros autores emblemáticos, lo poético es parte de una atmósfera y no un simple adorno. Lo poético en Alvarado se da a pausas y está presente tanto en sus piezas periodísticas como en su narrativa. No abusar de lo poético es también un mérito. En el caso de Alvarado lo poético aparece a pinceladas, va de la mano con lo aforístico y es una característica que lo acompañará a lo largo de su trabajo como escritor.

Así describe Alvarado la lluvia en un cuento de sus diecisiete septiembres: “lloviznas noviembrosas ad hoc para suicidios de poetas y arrugas de pantalón”. Lances como “la ciudad se vacía gota a gota en las pupilas” o “fumar es un imperativo esencialmente espiritual” son muy frecuentes en sus inicios. Fumador de un cigarrillo tras otro desde temprano, escribe: “Todavía no se ha descubierto la influencia psicológica del cigarro. El cigarro es como un lubricante espiritual y es, además, el que intensifica en los momentos decisivos la calefacción afectiva.”

Se perfila en esta etapa una práctica de escritura más libre en términos creativos, me refiero a los escritos de Alvarado que alcanzan un tono híbrido que oscila entre el ensayo breve, la divagación, la estampa y el poema en prosa. Esas curiosidades literarias llevadas al papel por Julio Torri y Juan José Arreola, y que practicaran en su tiempo Darío, Nervo, Jules Renard y Francis Ponge, entre otros. Especie de curiosidades con un pie en la literatura y el otro en el periodismo y que suelen tener ingredientes propios en cada autor. En Alvarado, esos breviarios apuntan a la reminiscencia de un pasado entrevisto por una cortina de niebla; podríamos llamarla melancolía. No en el sentido de que todo tiempo pasado fue mejor, sino enraizado en situaciones un tanto intimistas en las que entran en juego la contemplación, la mirada al pasado y la memoria.

Eran días de formación, previos a la partida de Alvarado a la Ciudad de México a estudiar derecho en San Ildefonso, donde entabla amistad con Octavio Paz; incluso comparten una buhardilla en el centro y crean la revista Cuadernos del Valle de México. Es en las calles y lugares del antiguo Distrito Federal donde ampliará su horizonte de sucesos hasta convertirse en una pluma que hizo época. Y escuela. Pero hacer época y escuela implicaba jugársela por el periodismo en mesas de redacción ruidosas, aporrear con dos dedos máquinas de escribir ya muy gastadas, jugar todas las posiciones en la talacha diaria y escribir para un presente que se esfumaba en un día.

Para ser rounds de tanteo, la prosa de juventud de José Alvarado tiene el punch del peso pesado que llegará a ser en los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Las grandes ligas de Alvarado el joven.

A los periodistas de la talla de José Alvarado no les pasaba por la cabeza la fama. Sin redes sociales, la realidad iba mucho más despacio por los caminos de la vida. Escribir columnas periodísticas para ganarse el pan del día no daba tiempo para pensar en hacer libros. No es que el linotipo fuera una camisa de fuerza para el periodismo, sino que exigía toda la atención. Siendo esencialmente periodista, Alvarado apenas se dio tiempo para publicar tres obras: Memorias de un espejo (1953), El personaje (1955) y El retrato muerto (1965), todos de narrativa. Por esas mismas fechas Rulfo publicaba las primeras ediciones de El llano en llamas y Pedro Páramo.

Es hasta 1976, dos años después del fallecimiento de Alvarado, ocurrido en 1974, que la colección SepSetentas hace una primera reunión de su obra, dispersa hasta entonces en las publicaciones juveniles ya mencionadas, así como en Tierra NuevaBarandalTallerRomanceLetras de México, sus trincheras en los años treinta y cuarenta. Tiempo guardado es una especie de prontuario que reúne artículos, columnas y conferencias de Alvarado publicados inicialmente en El DíaExcélsiorEl Nacional y en la revista Siempre!

Alvarado se queda corto cuando se dice “alumno de Antonio Caso, secuaz de Vasconcelos, lector de Samuel Ramos, discípulo de Vicente Lombardo Toledano” y deudor de Ortega y Gasset. Alvarado es ante todo un escritor todoterreno. Lo vemos lo mismo redactando apresuradas y puntuales columnas periodísticas y artículos, que cubriendo la fuente. Le supo a la edición y a la corrección, a la reporteada y a los viajes; es decir, es una pluma calada en las viejas formas de hacer periodismo. Pulcro en su escritura, breve a más no poder en la mayoría de los casos, a Alvarado no le interesa la filigrana ni el adorno, pero sí expresarse de manera precisa, efusiva y exacta. Si le es posible prescindirá del que, en sus escritos, y sin ser oscuro nos deja a los lectores del siglo XXI temas variados y un léxico conciso y eficaz.

Alvarado es el lápiz del adjetivo exacto, la oración breve, la frase intensa sin que el contenido se agriete o pise fondo. Sobre todo, es el lápiz usado con precisión con las dos puntas: con una dispara certeros trazos de Renato Leduc, Alfonso Reyes, Greta Garbo y Porfirio Barba Jacob, y con la otra lija, borra, elimina, si es indispensable, el que. Lo hace con discreción, pero con firmeza. No tiene necesidad de gritarle al mundo: “soy José Alvarado y les voy a demostrar que se puede andar por los caminos del periodismo sin las muletillas del que. Como lo hizo mi paisano Celedonio Junco de la Vega, quien se dio el lujo de escribir poemas sin vocales. ¿Y qué me dicen del ingenio de mi otro paisano, Alfonso Reyes, en los sonetos de Homero en Cuernavaca?”.

Pero Alvarado, aparte de ser del tipo de periodistas que no envejecen del todo, es también tinta. No tinta desparramada, sino simetría en el uso del lenguaje. De ahí que no requiera de “almidón académico” para darle consistencia a sus escritos. ¿Es un idealista? Lo es, en la medida que su prosa no le saca la vuelta a los males del mundo y mantiene casi siempre un tono en el que el futuro existe. ¿Es romántico? Sí, pues nada le es ajeno y su mirada parece girar en un ángulo de trescientos sesenta grados, como la de los conejos. Lo que le permite ver la miel sobre hojuelas y el “desfile de miserias humanas y feria de títeres vestidos, según el caso, de Robespierre con traje adquirido en Laredo, Texas, Casanova de chaqueta prestada, Talleyrand de Pungarabato o Fouché de Cieneguilla; bueno, hasta Kissinger de Santa María la Redonda. Pero todo enseña y tiene algún grano de sal” (“Palabras, palabras, el periodismo”).

Alvarado era curioso. Parecía un hombre tosco que encontró en el detalle, la frase inteligente, el dato relevante, la chispa que hizo de su veta periodística la cereza del pastel. No es un cronista del arrabal, sino un transeúnte que va del callejón de San Camilito en el Tenampa al tequila de perlitas en la plaza Garibaldi, pasa lista a los rincones de la noche en la colonia Guerrero, a los saltimbanquis callejeros, habla de la sociología del taco, los volados y el nacimiento del metro. Da voz al Chiflaquedito, al Chómpira Escandón, al Valedor Lascuráin, se ocupa de la temporada del huitlacoche y las quesadillas, habla de la felicidad de los comales y de los quesos de ayer, de la gente de baja estatura, la aristocracia pulquera y del club de los cacarizos. Como dice Roberto Diego Ortega, la prosa excepcional de Alvarado “borra la división imaginaria entre periodismo y literatura”.

Su lenguaje, sus temas, su enfoque crítico, sus divagaciones líricas, su humor sutil y el gran angular de su mirada cubren casi medio siglo. Y sin duda hacen falta no solo las obras completas de Alvarado, sino también libros de bolsillo y lo mejor de su artillería en formatos electrónicos.

En la cúspide de su trabajo como periodista y escritor, en 1961, José Alvarado es llamado por su amigo Eduardo Livas Villarreal, gobernador de Nuevo León, para hacerse cargo de la rectoría de la Universidad de Nuevo León. A la que Alvarado tan bien conoce, ya que es su fundador y varias veces fue invitado como conferencista y maestro.

Una entrevista de Elena Poniatowska, publicada en la Revista de la Universidad de febrero de 1962 –ilustrada con unos curiosos trazos de Tomás Segovia y Juan García Ponce–, daba cuenta del tema: “Pepe Alvarado ha sido nombrado rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y hace quince días salió rumbo a Monterrey, llevándose toda su casa; sus libros y libreros, a su esposa y a su hija, sus sillones, mesas y recuerdos.” En ese entonces la uanl tenía once mil estudiantes; Alvarado alberga la intención de impulsar la investigación científica, combatir la deserción escolar y de reelegirse si es posible. Elena le cuestiona:

–¿No cree usted, señor Alvarado, que en México lo que más nos hace falta son buenos técnicos?

–Pero no puede haber buenos técnicos,Elena, si no hay buena ciencia. La técnica tiene como base a la ciencia –responde el hijo del Colegio Civil desde su nueva investidura.

Se sostuvo solo un año y medio en el cargo. Un sector poderoso de la economía, la política y la prensa regiomontana lo agarró de su puerquito y el 8 de febrero de 1963 pidió su renuncia. Volvió a la Ciudad de México a seguir cocinando el mejor periodismo del país. ~

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