Ángela Gurría: descubrir en la piedra la ternura

Ángela Gurría, cuya obra se exhibe en el Museo de Bellas Artes, logró resignificar la dureza de los materiales y la inmovilidad de las formas a través de la escultura.
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Escribo “Ángela Gurría”, una y otra vez, como quien busca en la repetición la certeza. Como si insistir en su nombre me ayudara a convertir la impronta de sus esculturas en texto. Como si entre la Á y la G cupiera la monumentalidad de sus piezas, la poética de sus búsquedas y sensibilidad para hablar sobre la naturaleza. Repito “Ángela Gurría”, ahora queriendo entablar una conversación entre ella, desde la plenitud de su oficio escultórico, con Susana Villalba pues ambas, a su manera, lograron modificar la dureza del material pétreo. Gurría a través de las manos y Villalba desde la poesía: “Quizá belleza / es esa colisión / eternamente fugaz. / Con el mar el deseo / es movimiento / que comienza donde parece / acabar. / Inútil seducción y sin embargo / la piedra se transforma.”

Me pregunto si existe una palabra para hablar sobre esa sensación que produce volver a ver aquello que nos causa fascinación. No para referirnos a la maravilla de ver algo por primera vez sino de reencontrarse con aquello y sentir como si esa fuera precisamente la primera vez que se le ve y donde la pregunta de ¿cómo lo hizo? no encuentre respuesta sino solo a través de una emoción que nos atraviesa el pecho. Esa palabra que busco es justamente lo que me ha producido ver el trabajo de Ángela Gurría (1929-2023) en la exposición Señales en el Museo del Palacio de Bellas Artes. La muestra, curada por Joshua Sánchez, está dividida en cuatro ejes: CuerposPaisajesUmbrales y El jardín místico, a través de los cuales se hace una revisión profunda del trabajo de la artista, quien produjo obra en mármol, piedra, hierro, vidrio y madera; también se integran bocetos, dibujos y acuarelas. Las más de cien piezas expuestas abarcan cincuenta años de producción y la museografía en las salas de este museo permite ir encontrando hilos que conectan unas con otras, desde la sutileza pero también desde la claridad de quien insiste en el oficio, ya sea a través del tema, el material o la impronta personal de la artista.

Hay muchas anécdotas alrededor de la figura de Gurría pues, tanto conceptual como formalmente, se relacionó con los materiales desde una sensibilidad absoluta; ella decía que la fortuna de su escultura radicaba en que las formas que desarrollaba eran sugeridas por los elementos mismos. Si no lograba escuchar lo que necesitaba cada piedra, no la trabajaba: durante quince años tuvo en su taller un bloque de piedra en bruto ya que no sabía cómo acercarse a él hasta que un día su nieta llegó con una mariposa y fue ahí cuando supo qué forma habría de darle a ese mármol rojo. De ahí nació “Mariposa nocturna” (2002-2003), obra presente en esta exposición. Otro caso parecido sucedió con “Nube” (1973), una pieza que pesa una tonelada y fue hecha en un mármol cuyas vetas guiaron los contornos etéreos de la nube: “encontré una piedra que esperaba ser nube”, dijo al respecto.

En la historia del arte hemos visto obras en piedra que destacan por la fuerza de su presencia y la calidad en la técnica, pero hay algo distinto en la manufactura de Gurría y que, pienso, tiene que ver con la aproximación que tiene hacia el material pétreo porque no lo modifica desde la imposición sino desde el diálogo y la escucha, desde la sensibilidad y la ternura. Es desde ese lugar que Gurría logró escuchar y comprender las posibilidades de sus medios de producción para generar obras a mediana y gran escala, abordando temas como la naturaleza o el cuerpo femenino, en atención constante hacia las necesidades de la escultura y su encuentro con el público. En su trabajo hay, además, un cruce de dos lenguajes, por una parte el impulso experimental y el abstraccionismo y, por otra, el recurso de lo figurativo y las técnicas escultóricas más tradicionales.

Al mirar las piezas de Gurría siento un profundo agradecimiento hacia ella y su trabajo, como si en el encuentro con cada obra pudiera decirle “qué bueno que eso llegó a ti; qué bueno que tuviste ese encuentro con la piedra”. No deja de sorprenderme el aparente contraste entre la volatilidad de las formas –nubes, vuelos, mariposas– y la permanencia del mármol o la cantera, y digo aparente porque en realidad la disparidad entre una sensación y la otra se complementan: Gurría logró resignificar la dureza de los materiales, así como la inmovilidad de las formas a través de la escultura.

Los ejes curatoriales en esta exposición permiten leer las piezas a partir de la visión que Gurría tenía de su trabajo o de los intereses que fue explorando a lo largo de su carrera. En Umbrales, por ejemplo, se reúnen piezas de los años ochenta y noventa, época en la que la artista exploró nuevas dimensiones temáticas y técnicas para hablar sobre la muerte desde una perspectiva filosófica; Gurría hablaba de estas obras como “mis calaveras”, en las que había representaciones del tzompantli –estructura prehispánica utilizada para exhibir cráneos–. Para ella, hablar de la muerte fue una manera de colectivizar la rabia y la tristeza que se albergaba en la sociedad. Otra colección de obras icónicas se encuentra en El jardín místico, el eje que aborda la conciencia ecológica de Gurría y la manera en que resignifica el lenguaje simbólico de la naturaleza a través de la materia; destacan las piezas creadas en 1993 para la exposición Homenaje al desierto en el Museo Pape, en Monclova, Coahuila, hechas con bronce, cantera, mármol y acero a partir de las formas que le inspiraron las cactáceas.

La artista insistió en hacer del oficio escultórico una actividad viva y colectiva pues las piezas monumentales las hacía con el apoyo de ingenieros, arquitectos y maestros albañiles. Ejemplos son Señales (1968), una pieza de dieciocho metros que forma parte de la Ruta de la Amistad, o el Monumento al trabajador del drenaje profundo (1974-75), cinco torres de catorce metros de ancho por treinta metros de altura en el CETIS núm. 7. En la exposición de Bellas Artes se presentan fotografías de la obra terminada, la maqueta del proyecto e impresiones del proceso de producción de esta gran instalación.

La memoria y el papel de Gurría como pionera en la escultura encarna diversas luchas sociales y feministas de las que somos herederas en el presente: el derecho a hacer las cosas, a dibujar un panorama más allá de las labores domésticas y trabajar por nuestra integridad personal y profesional, entre muchas otras. Este camino, ahora celebrado y honrado, estuvo acompañado de otras escultoras en su época como Helen Escobedo, Geles Cabrera, Lorraine Pinto y Elizabeth Catlett, quienes también sembraron semillas de cambio de paradigma a partir del arte. En sus inicios, consciente del papel que tenía en su contexto, Gurría utilizó el seudónimo masculino de Alberto Urías o Ángel Urría, para participar en convocatorias y concursos; incluso su primera obra monumental titulada “La familia obrera” (1965) y hecha en bronce de cuatro metros de altura está registrada con dicho seudónimo. Afortunadamente esto fue cambiando poco a poco: ahora podemos nombrarla y reconocer su larga trayectoria artística, así como sus avances técnicos tales como la incorporación de materiales nuevos como el aluminio y el hierro forjado.

La obra de Gurría se ha estudiado ampliamente desde la historia del arte, el humanismo, el impacto social y la innovación técnica en la hechura de sus obras, pero sus piezas despiertan sensaciones físicas y emocionales que, afortunadamente, escapan a toda teoría. Por ello, insisto en la importancia del encuentro con su obra. Ojalá las palabras nunca logren hablar de la totalidad de lo que implica el trabajo de Ángela Gurría para que la emoción de encontrarnos con sus piezas una, dos o cinco veces, se traduzca a través del cuerpo y no solo de la mente. La memoria de esta escultora, pionera en el oficio desde su profundo humanismo y creatividad, permanece viva en nuestro imaginario. ~

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es egresada de literatura y ha colaborado en
distintos medios culturales


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