Manuel Álvarez Bravo: entre luz, sombra y realidad

El interés de Álvarez Bravo por el estudio de la producción de otros artistas resuena en la exposición “Manuel Álvarez Bravo. Pesquisas de la lente”, que reúne obra del propio fotógrafo y de su colección personal.
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Fue el refugio ante una tormenta. La exposición Manuel Álvarez Bravo. Pesquisas de la lente en el Museo de Arte Moderno (MAM), desde la pequeñez de la sala, logró apaciguar la potencia con la que caía la lluvia afuera del museo para crear un tiempo y un espacio más bien cercano al de su fotografía: tiempo de pausa, detenimiento y contemplación. “No quisiera que lloviera / te lo juro / que lloviera en esta ciudad / sin ti / y escuchar los ruidos del agua al bajar / y pensar que allí donde estás viviendo / sin mí / llueve sobre la misma ciudad”, escribía Cristina Peri Rossi, quizá pensando en momentos así en que la ciudad se diluye con la lluvia y quedan solo algunos rincones para resguardarse del agua y de la memoria.

Al entrar a la sala del MAM, inmediatamente llama la atención que las fotografías están montadas en cúmulos o grupos, como panales sobre la pared, estableciendo un ritmo para el recorrido. Al mirar con mayor detalle cada sección aparecen las coincidencias temáticas o formales que comparten las imágenes, entre las que destacan detalles arquitectónicos, personas, paisajes o situaciones cotidianas que van hilando puntos en común entre ellas.

La muestra está conformada por 62 fotografías en blanco y negro que dan cuenta del acervo fotográfico del MAM, mismo que comenzó con la obra de Álvarez Bravo y su colección personal en 1973, año en que el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura adquirió cuatrocientas obras de su autoría junto con 886 fotos de su antología personal. Esta decisión permitió posicionar a la fotografía como disciplina fundamental de la modernidad artística en México desde aquella época.

Cincuenta de las fotografías de esta exposición son de la autoría de Álvarez Bravo pertenecientes a diversas etapas de su carrera y las otras doce imágenes –que formaban parte de su colección– son de distintos autores y autoras como Tina Modotti, Edward Weston, Daniel Masclet, Henri Cartier-Bresson y Wynn Bullock. Algunos motivos –como texturas, repeticiones y elementos que aparecen en estas imágenes– funcionan como una suerte de homenaje a la mirada de Álvarez Bravo y a su interés por coleccionar fotografías que hicieran eco con su propia producción artística: son una manera de leer el mundo a través de intereses o inquietudes compartidas.

La decisión curatorial por parte del equipo del MAM de no colocar las fichas técnicas en cada grupo permite al espectador observar las imágenes en su totalidad sin relacionarlas inmediatamente con sus autores o autoras ni cargarlas de significado al ver los títulos o las fechas en que fueron capturadas. De las exposiciones de fotografía, y de esta en especial, me interesa la sensación que da mirar las imágenes sin tener información en el entendido de que el retrato, en tanto fragmento de vida, encarna su universalidad.

Con la costumbre de llenar los espacios en blanco de las obras con historias, detalles y anécdotas, la relación que se entabla con las imágenes fotográficas suele estar mediada por el lugar desde el que nos posicionamos frente a ellas y la cantidad de información paratextual que oscila en las salas de museo. En el museo, tanto la disposición de las imágenes que pone en segundo plano la autoría de cada una como el efecto que causa mirarlas en un espacio tan pequeño –un encuentro cercano e inmediato– encaminan la contemplación a un estado corpóreo: no es necesario buscar el significado o la historia en cada fotografía ni en los elementos que en ella aparecen, sino reconocer cómo y desde dónde las contemplamos.

A Manuel Álvarez Bravo le interesaba la fotografía como elemento cinematográfico y prestaba especial atención al juego de luces que se producía conforme transcurría el tiempo en sus escenarios. Fue, además, un artista que aprendió a mirar a través de los otros, de ahí la importancia de su colección de ferrotipos y daguerrotipos. Por ello, Álvarez Bravo ocupa un lugar central en el panorama de las artes plásticas mexicanas: no solo por ser pionero en el campo de la fotografía, sino por su capacidad de dialogar con las corrientes artísticas y sociales que moldearon el arte mexicano en el siglo XX. Además, este artista logró posicionar la fotografía como una forma de arte legítima y no meramente documental; se convirtió en uno de los principales cronistas visuales de la transformación del país después de la Revolución mexicana, pues produjo imágenes de un país posrevolucionario desde una perspectiva íntima y poética, consciente y sensible frente a la realidad social.

Una de las fotografías que más llamó mi atención captura a dos mujeres recargadas sobre un muro recibiendo el sol sobre sus cuerpos. Ambas visten con faldas: una con rebozo y la otra con suéter. Los rostros no se identifican por completo: a una la tapa su cabello y a la otra el gesto de la mano cubriéndose de los rayos. Del lado derecho de la imagen hay un poste de luz en primer plano y del lado izquierdo aparece el número 51 en la columna de la construcción sobre la que están paradas. Es una imagen que, supe después, se titula “La mañana” y es de Álvarez Bravo, aunque se desconoce la fecha de producción. Detrás (o encima) de ellas se dibuja la sombra de un árbol como si fuera su propia sombra proyectada. Al notar la presencia del árbol, comencé a mirar con detalle los juegos de opacidad que aparecían en el resto de las imágenes para encontrarme con una constante: más allá de las sombras, el reflejo que se colaba en las fotos era el de quien las miraba.

Los motivos formales del por qué pasaba esto tenían que ver con los vidrios del enmarcado y la iluminación de la sala. No obstante, más allá de eso, descubrí en la exposición un juego de transparencias a través de las fotografías en las que el espectador o la espectadora aparecía también ahí. Los cuerpos del público de pronto estaban entre los troncos de “De los bosques de pino” (1970-71), una foto de Manuel Álvarez Bravo; en las olas de “Domingo de mar” (s/f), también de Álvarez Bravo, o sosteniendo la estructura del edificio en “Arquitectura con cielo negro” (s/f) de Daniel Masclet.

La lectura contemporánea de una colección de fotos fechadas entre 1924 y 1972 que retratan cuerpos femeninos en su mayoría desnudos, arquitectura y paisaje convierte al museo en un medio que posibilita una política de la presencia al mismo tiempo que transforma y cuestiona el papel de la mirada y el cuerpo en la sala de exhibición. El interés de Álvarez Bravo por pensar en la otredad, en el estudio de la producción de otros y otras artistas, resuena en la experiencia de la exposición al reconocerla como una dinámica grupal en la que las espectadoras y los espectadores, al cruzarse en el reflejo de las fotografías, resignifican la imagen con su movimiento y presencia.

Las fotografías que retratan el cuerpo hacen más evidente la relación entre la corporalidad hecha imagen y aquella que pasa frente a ella, pero también en los paisajes se descubre el reflejo de quien la contempla, en los edificios, ventanas e incluso en las imágenes de objetos o detalles más abstractos que forman parte de su estudio de formas. El recorrido por esta exposición permite reconocer la herencia visual y creativa que dejó como legado Álvarez Bravo; además de dar la sensación de estar en una visita íntima al estudio de un artista donde están agrupadas en pequeñas secciones sus inquietudes, búsquedas y técnicas.

Al salir de la sala, noté que la lluvia había parado y que el cuerpo reflejado sobre los vidrios se había trasladado ahora hacia los charcos de la calle, mismos que compartían la gama de blancos y negros de las fotografías de Manuel Álvarez Bravo y colegas. ~

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es egresada de literatura y ha colaborado en
distintos medios culturales


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