Los mexicanos según Garizurieta

A diferencia de otros autores del grupo Hiperión como Jorge Portilla, Emilio Uranga o Luis Villoro, la obra de César Garizurieta resulta prácticamente desconocida. Escritor singular, al que debemos una de las frases más repetidas de nuestra política, buscó retratar el carácter nacional en un breve tratado, que responde a la sociedad oportunista de aquel momento.
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Un día de mi tardía adolescencia leí deslumbrado dos poemas de Efraín Huerta (“Sílabas por el maxilar de Franz Kafka” y “Barbas para desatar la lujuria”), y un ensayo que me marcó para siempre, y sigo fascinado por él, de Jorge Portilla, sobre la Fenomenología del relajo. De aquella tarde recuerdo la violencia, la inteligencia y la seriedad con que Portilla trataba algo que hasta entonces –yo y algunos amigos– considerábamos solo la suspensión temporal de la seriedad. El fragmento de Portilla me impresionó muchísimo y me apresuré a buscar el libro completo en Ediciones Era, a interesarme en la fenomenología y a rastrear textos de o sobre otros ensayistas cercanos al tema. Hace poco encontré un pequeño libro antológico sobre El Hiperión, grupo de filósofos que se dedicaron en México al tema de la fenomenología; conocí y disfruté, aunque brevemente, de la amistad de Emilio Uranga, gracias a Edmundo Valadés; y he leído a Leopoldo Zea, a Salvador Reyes Nevares y he admirado a Ricardo Guerra, a quien también saludé aunque me quedé casi mudo ante él; disfruté en cambio de la amistad del admirable Fausto Vega, de generosidad e inteligencia impagables.

El libro El Hiperión1 tiene una introducción de Guillermo Hurtado, acerca del grupo, su breve historia, sus componentes y sus logros. Y allí encontré, y no salgo de mi asombro, la mención a un escritor ahora prácticamente desconocido, César Garizurieta; mejor dicho, mal conocido, porque su perenne popularidad no se debe a sus escritos, sus pocos libros, ahora inencontrables porque aparecieron en Los Presentes (una de las colecciones con las que Juan José Arreola lanzaba a escritores jóvenes) o debido a su circulación limitada. De hecho, Garizurieta sobrevive por una frase pronunciada no sé cuándo y en qué contexto (“Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”; no hay que pasar por alto que era un político y funcionario a lo mejor eficaz, pero no muy popular) y por su sobrenombre, “el Tlacuache”, al que menciona Efrén Hernández en su excelente relato “Tachas” (publicado en 1928 por la Liga Nacional de Estudiantes, con epílogo de Salvador Novo; incluido en las obras de Hernández, publicadas por el Fondo de Cultura Económica, y en varias antologías de cuentos mexicanos). Es un saludo amistoso, sin ninguna referencia explícita.

Pero Hurtado menciona en su introducción un no muy extenso pero tampoco breve ensayo de Garizurieta acerca del mexicano, publicado en otra colección de corta existencia, México y lo Mexicano, de Porrúa y Obregón, S. A. La colección, dirigida por Leopoldo Zea, incluyó textos de Alfonso Reyes, el propio Zea, Jorge Carrión, Emilio Uranga, José Moreno Villa, Salvador Reyes Nevares, José Gaos y el propio Garizurieta, y anunciaban textos de Mariano Picón Salas, otro de Gaos, uno de Luis Cernuda, de Silvio Zavala, y otros en preparación que desconozco si aparecieron, de Samuel Ramos, de Agustín Yáñez, María Emilia Bermúdez, Ramón Xirau y uno de Fausto Vega, que se perdió en una inundación.

Me llamó la atención lo que dice Hurtado: que Garizurieta pone como ejemplo del carácter, del lenguaje, de la conducta del mexicano, nada menos que a Mario Moreno “Cantinflas”. Me llamó la atención porque en un texto de mediados de los sesenta Carlos Monsiváis elogiaba a Manuel “el Loco” Valdés por sobre Cantinflas, al que catalogaba de mal humorista y mal contador de chistes malos, mientras que Valdés contaba chistes malos pero con sentido del humor.

Pude conseguir Isagoge sobre lo mexicano. Isagoge significa “introducción”, dice Manuel Seco; y en efecto, Garizurieta, con una pluma no solo correcta sino agradable, se da a la tarea de hacer una breve (90 páginas) descripción de la conducta del mexicano promedio. Puedo inferir que Monsiváis no conoció ese texto, al menos antes de emitir su opinión contra Cantinflas, entre otras cosas porque no hablan del mismo personaje. Garizurieta habla del peladito alburero que irrumpe en una comisaría en donde lo hacen policía (nada más contrario a su carácter); gorronea comida en la fonda de su suegra; se entromete entre delincuentes (y se autonombra “el Gaucho Veloz”, en una de las dos menciones de ese personaje de la picaresca en el cine mexicano); sin querer es bombero y héroe accidental; alburea a la patrona de su pretendida noviecita, de quien consigue una cena; de casualidad es aviador héroe que no sabe conducir un avión; alburea a sus jefes, a cuanta mujer se le atraviesa en su camino, espía la ropa íntima de sus vecinas guapas y liga con una cabaretera; habla con frases de doble sentido; atrapa asaltantes porque es su única manera de gorronear comida; es héroe involuntario de muchos casos, y es torero porque pretende a mujeres guapas; sus cómplices son otros excelentes actores cómicos, como Fernando Soto “Mantequilla” (sobrenombre que se ganó por resbaloso) o un muy serio Ángel Garasa, quien lo acompañó en varias cintas.

El Cantinflas que critica Monsiváis es un señor doctor, un maestro respetable, un sacerdote juvenil que endereza a los villanos de un pueblo que buscan que los rediman. El Cantinflas de los años sesenta es bien portado aunque no deja de lanzar miradas lúbricas a estrellas y extras; el que estudia Garizurieta es pícaro, libidinoso no solo de miradas sino también alburero, de doble sentido.

Pero Cantinflas es un pretexto; Garizurieta hace mofa de los héroes patrios, de los símbolos religiosos, de los políticos abusivos, de los corruptos, de los que abusan de los demás. El mexicano medio que observa Garizurieta es oportunista, trepador, no es víctima de las circunstancias, y sí victimario. Ese personaje vive en una época de esplendor para el país; ha salido de una etapa pudibunda del gobierno de Manuel Ávila Camacho, y se beneficia del derroche económico, social y político alemanista; la calle central es el Paseo de la Reforma que recibe el lujo que comienza a surgir en las Lomas de Chapultepec, donde viven políticos, diplomáticos que rentan mansiones lujosas, y nuevos ricos; uno de los símbolos de Reforma es la Diana, que ya no es la representación de la lujuria a la que le pusieron calzones artificiales, más bien insinúa que se utilice como símbolo de una campaña contra la desnutrición, y se luce como lo erótico de la desnudez.

Garizurieta resalta las obras de arte expuestas en el Palacio de Bellas Artes, beneficiadas por generosos estímulos oficiales, y también por donativos de particulares que prestan estatuas y cuadros. Además, dice, patrocinan relatos y poemas (y sí, es una época de obras notables en todos los géneros literarios, y de esplendor plástico, una de las etapas más creativas de los Tres –cuatro– Grandes: Orozco, Rivera, Siqueiros, y un tímido Tamayo que no se atreve a manifestarse cubista).

Una década después de Garizurieta el mexicano no se toma en serio, pero carece de sentido del humor, dice Portilla; todo lo convierte en un instante de dispersión, de distracción, el ambiente se relaja y se pierde el objetivo de una obra, de una plática, de un trabajo. Es incapaz de la seriedad o de la formalidad, pero también del sentido del humor. Desde luego, Portilla conoció el trabajo de Garizurieta, aunque no lo menciona, porque formaron parte del mismo equipo.

Garizurieta estudia al mexicano de clase media para arriba, mediante obras literarias, que analiza con seriedad aunque no a profundidad; menciona a muchos de los escritores conocidos en esas épocas: Mariano Azuela, Gregorio López y Fuentes, José Revueltas y el ahora desconocido José María Dávila, autor de una novela elogiada por Enrique González Martínez pero nunca reeditada; estos autores, cercanos al mexicano promedio, usan un lenguaje “popular” y describen actos comunes; por el contrario, otros autores tuvieron que aprender el español de España para describir a personajes mexicanos, como lo hicieron, dice, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Rubén Romero o Jaime Torres Bodet. Desde luego, esa visión maniquea ahora se ve rara porque ninguno de estos autores es extranjerizante.

Más curiosa es la relación del mexicano común retratado (aunque no era su intención) por la canción vernácula, “juglares contemporáneos” les llama, como Pedro Infante, Luis Aguilar, Jorge Negrete (fallecido el año en que apareció este libro), Luis Pérez Meza, Miguel Aceves Mejía, y “esas juglaresas llenas de graciosa armonía, en las que el amor se vuelve música de carmín en los labios”: María Victoria, Esmeralda, Flor Silvestre, Dora María, Lucha Reyes y aun se atreve a citar el “silencio eterno de la ‘Tongolele’, con el vientre libérrimo y ubicuo, cuyo centro de moneda de oro gira y canta como rueda de juego pirotécnico” (trece años después, Yolanda Montes fue elogiada y piropeada por Carlos Fuentes en Bellas Artes).

Garizurieta resalta que el pueblo canta, que habla de la muerte como única solución posible a la desesperación erótica, se la desafía “con un conformismo y una resignación a la Séneca”.

No es el único filósofo citado: aparece, como en Portilla, Jean-Paul Sartre; pero hay algo más medular: la embriaguez al cantar, y se canta al amor nuevo, al amor perdido, al desencanto, a la desesperación; hace algunos señalamientos curiosos: mientras que el sabio mexicano (y cita a Carlos Graef Fernández y a Manuel Sandoval Vallarta), cuando logra dominar el método científico, se coloca en el mismo plano que los sabios de otros países, no sucede lo mismo con los hombres de letras porque estos manejan un lenguaje que no es el propio y no logran dominar las caprichosas formas gramaticales del español. Garizurieta se atreve a calificar a escritores de otras épocas con símbolos contemporáneos a él; así, dice que Cervantes es un escritor de izquierda por la innovación de su lenguaje y su acercamiento a las clases populares, mientras que el lenguaje de Quevedo es clásico, hombre del Renacimiento, humanista de cultura grecolatina aprendida en la Universidad de Alcalá.

Garizurieta hace un apunte curioso pero que suena convincente: califica de corresponsable de la conquista de México a doña Marina, no tanto por sus aptitudes que la convirtieron en la primera secretaria trilingüe de la historia (como la califica Salvador Novo) sino por sus habilidades amatorias cuando escucha a Jerónimo de Aguilar y los elogios que en voz baja le susurra Hernán Cortés mientras comparten el lecho “nupcial”. Teoría muy plausible.

Al contrario de lo que muchos estudiosos llamaron “sentimiento de inferioridad” del mexicano, Garizurieta lo cree humilde, y no dejará de serlo hasta que crezca la economía que era raquítica, con agricultura atemporal y de aluvión; mientras el comercio era de estanquillos donde su principal fuente de ingresos era el teléfono (lo sigue siendo: gran parte del trato comercial en las tiendas “de ocasión” es la recarga de teléfonos y las transferencias a cuentas particulares); el mexicano era humilde, inseguro, y su literatura era sencilla, titubeante, sin vigor pese a que eran los años de los Contemporáneos y de los deslumbrantes inicios de Octavio Paz; elogia los “clásicos” de Vasconcelos pero pide que lleguen obras en que prevalezca el lenguaje popular, con toda su riqueza de expresión y de matices; pone como ejemplo la actitud de las damas ricas “que se organizan para pedir la ayuda de los pobres”.

Este pequeño pero curioso libro que pretende estudiar al mexicano medio es muy exacto en ciertas observaciones y muy arriesgado en otras; y hace que uno desee conocer sus obras literarias, seguramente bien escritas y audaces.

Solo queda hacer un apunte: el Tlacuache Garizurieta tiene semejanzas con un Jorge Portilla ahora más famoso: ambos eran católicos en una época en que se proclamaba el ateísmo como una cualidad intelectual, y ambos “dispusieron de su vida”, como le llamaba el cine mexicano al suicidio, cuando estaban en plena edad productiva. ~

  1. El Hiperión. Antología, compilación e introducción de Guillermo Hurtado, Ciudad de México, UNAM, 2006, 212 pp. ↩︎
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