Era apenas la primera semana de clase y el curso ya estaba perdido. Brooklyn, 1932: Él era un niño de diez años y acababa de comenzar quinto de primaria. La profesora quiso recitarles un soneto de Elizabeth Barrett Browning y desplegó delante de toda la clase una gesticulación desmesurada, más propia de un malo de cine mudo, a la vez que arrastraba las sílabas en las que encontraba un sentido más dramático. Los niños miraban estupefactos. Uno entre ellos, Milton, se echó a reír. La profesora, humillada e indignada, lo envió al despacho del director. Milton ya no pudo remontar el curso, y a partir de entonces cargó con las culpas de cualquier desaguisado que se diese en su clase. Lo cuenta Milton Klonsky en Annus mirabilis, un breve texto en el que rememora su infancia y ese curso al fin y al cabo fantástico.
¡Marcado por la poesía desde los diez años! Por la bofetada de la poesía. ¡Milton Klonsky! Oí por primera vez su nombre de estrépito y conjuro al encontrar su antología Speaking pictures, donde recoge un poema y un dibujo de Jaime de Angulo, que había dejado suelto el hilo del que tiré. El dibujo es esquemático y muy gracioso, y el poema, en francés, va acompañado de la traducción al inglés de Ezra Pound. Me gustaron el dibujo y el poema (“lo sorprendí / en las lindes del bosque / al alba / el licántropo que cambiaba de forma…”, si lo traduzco desde el original, o bien “Hombre lobo en la floresta vi / en el alba del día cambiando de forma…” si mi traducción es desde la de Pound, como si yo fuese él traduciendo a los chinos). Me doy cuenta ahora de que el poema tiene el aire mallarmeano de la siesta del fauno, con un toque oriental en su sencillez. Mallarmé es otro de los poetas compilados, con la tirada de dados, porque el libro está dedicado a los poemas inseparables de la imagen, desde los libros de emblemas hasta la pintada en el baño de chicas de un instituto que cierra la selección.
El título está sacado de una cita de Simónides de Ceos, inventor de la mnemotecnia en el siglo de Pericles: “la pintura es poesía muda, la poesía una pintura parlante”. En su introducción, Klonsky explica cómo esa tradición se ha desarrollado desde el Renacimiento, bajo la tutela de Hermes. En el siglo XV llegaron desde Constantinopla a Florencia antiguos manuscritos griegos, entre ellos la Hyerogliphyca de Horapolo y el Corpus hermeticum, y desde ahí, de sincretismo en mezcolanza y de combinación en concurrencia, fueron apareciendo multitud de poetas convencidos de que se podía avivar el rescoldo de la era antigua en que había un único lenguaje, poetas concentrados en la “mágica reciprocidad entre las palabras impresas con forma de imágenes y las ideas que ambas contenían o reflejaban”. “El potencial mágico de los nombres y las imágenes para conjurar lo que representan les resulta a los niños de cualquier época histórica o sociedad tan propio de la naturaleza de las cosas como se lo parecían esos nombres al hombre primitivo”, escribe también Klonsky, con una maravillosa intuición sobre las palabras, como la percepción de su sistema nervioso, que aún hoy podemos compartir y que se puede asimilar a la sinestesia de músicos y pintores.
Y me incorporo a esta carrera de testigos haciendo una selección a partir de la antología. De Geoffrey Whitney, primer antologado, hay una serie de poemas y grabados dedicados a Hércules, Sísifo, Narciso o Tales de Mileto, pero lo que traigo aquí es el título completo de su libro: Una selección de emblemas y otros dibujos, en su mayor parte tomados de varios autores, anglizados y aleccionados, y otros dibujados a propósito, por Geffrey Whitney. Una obra adornada con variedad de materias, tan agradable como provechosa: en la que aquellos a los que plazca podrán encontrar sus inclinaciones: Porque aquí, por el trabajo del ojo y del oído, la mente puede cosechar un verdadero deleite a través de saludables preceptos, apoyados en agradables dibujos: tanto para alentar a los virtuosos como para prevenir y reformar a los malvados. En las páginas dedicadas a George Puttenham encontramos caligramas mucho antes de llegar a las de Apollinaire. Un poco más adelante vemos cómo un gato le hinca el diente a un gallo al que acusa, en el poema, de ser un poco rijoso, y a las explicaciones del gallo contesta que “no hay duda de que nadas en razones, pero yo estoy en ayunas y ya no oigo nada”. Más allá un cuadro de Watteau que ilustra un poema de Thomas Campion: este caso parecería más de acompañamiento o adorno que de verdadero vínculo entre imagen y palabra, pero en todo caso contribuye al encantador batiburrillo de las antologías, que sin duda permite cosechar un verdadero deleite.
Está por supuesto William Blake, quizá el más alto ejemplo de pintor-poeta, y al que Klonsky dedicó al menos un par de libros. ¿Lewis Carroll? Está, con su poema “Jabberwocky” escrito en alfabeto shaviano. Página a página, mientras nos vamos acercando a nuestro tiempo, se acumulan las variaciones y tendencias que nos permiten reconocer las épocas en unos pocos rasgos. Está un “Homenaje a Seurat”, de Ian Hamilton Finlay, que consiste en una lámina para unir los puntos. Yo creo que el cuadro que saldría, una vez unidos, es la Tarde de domingo en la Grande Jatte, que en francés se llama precisamente Un dimanche après-midi à l’île de la Grande Jatte, que nos conduce de nuevo a Mallarmé y por tanto a Jaime de Angulo y genera de pronto un camino laberíntico que anticipa los nuevos deleites que traerá el encuentro con Milton Klonsky y que prueba que, cuando uno se pone a reunir las cosas que le gustan, estas tienden a juntarse solas. ~