Amigos míos, queridos amigos,
ustedes no anduvieron en bici.
Se nota en todo lo que hacen,
hasta en su forma de moverse.
Les faltó pedalear
y nunca seremos iguales.
Vengo de una infancia en que la bici
justificaba el aire en los pulmones
y el haber ido nueve meses a la escuela.
La avidez de cruzar con ella
los límites del mundo conocido,
de atravesar las famosas columnas del mito,
la siento todavía con solo oír en la calle
la vuelta en el vacío de la cadena
cuando un ciclista suelta los pedales.
No es el idioma lo que nos divide,
como creía. Eso lo he paliado
con algunos libros, malos o buenos
que sean. Son las ruedas de la bici
que giran aún en mis oídos
lo que me excluye, amigos, de su círculo
íntimo y los excluye, cuánto lo siento, del mío.
Ustedes no anduvieron en bici, o anduvieron
pedaleando el mismo trecho
de su calle y de su parque.
Lo noto en su escasez de cicatrices.
Yo tengo tatuado el cuerpo
de aquel tiempo de salidas clandestinas,
sin decir nada a nuestros padres,
hacia el mundo campesino en las afueras
de la gran ciudad, solo accesible
a las bicis, oculto a las arterias
de la gran moda de Milán.
Aparecíamos en grupo, rara vez solos,
coincidiendo con las cosechas
de esos eriales condenados a extinguirse,
de hecho ya extintos, con vacas
fuera de contexto, gallinas surreales,
caballos hartos de no hacer nada.
Llegaron los chicos de las bicis, sigo oyendo
una voz de mujer proveniente de los pisos altos
de la alquería aquella. ¡Los chicos de las bicis!
Qué frase, que resume toda una estación del año,
o mejor dicho de la vida. Fui un chico de esos,
esas palabras han sido mi mejor regalo.
La bici era el primer amor, así de escueto.
¿Y para ustedes? Un gran juguete, nada más.
Ahora saben el porqué de esa zanja casi invisible
que deja en nuestros brazos,
cuando nos abrazamos, un resquicio
irrellenable. Dirán que exagero,
que la bici es una etapa, nada más,
del crecimiento. Puede ser. No me hagan caso.
Me aparecí de pronto y me acogieron
con generosidad; me considero
asimilado, uno de ustedes, y no vuelvo
la cabeza a lo pendejo en busca
de quién sabe qué perdido. Y sin embargo,
desde entonces, no me subí a ninguna.
¿Para qué? ¿Para dar una vuelta estúpida
a la cuadra, o peor, para hacer ejercicio?
Para eso está la estática, un buen invento.
Porque la bici no era solo una, eran las bicis,
el pedaleo que nos unía como después
no me he sentido unido a nadie, las ruedas
entremezcladas, mezclados los estilos:
el fanfarrón, el discreto, el alerta, el descuidado.
El sol era el de las vacaciones largas,
pero no olvido una excursión
a solas, con la nieve, en pleno invierno,
huyendo de los gritos de mi casa.
Qué huida esa, mi huida por antonomasia,
con una bicicleta que me quedaba chica,
porque acababa en esos meses
de dar el estirón, ese que todos
esperábamos con ansia,
y me lancé a lo loco por los mismos rumbos
del verano, en pos de aquella granja, la misma,
pero en invierno tan distinta, casi irreconocible,
sin campesinos a la vista ni animales,
y, pasando las columnas por primera vez,
fui a dar a la laguna helada, en donde
poco me faltó para perder la vida
y poco me faltó para perder la bici.
Y esa es la bicicleta, yo lo sé, azul cobalto,
que me espera una vez más para llevarme
a algún lugar helado, a otra huida,
y desde ahora puedo oír ese sonido que me trauma,
la vuelta en el vacío de la cadena
cuando yo suelte los pedales. ~
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