Cuando finalmente Luis Cernuda salió de España en 1938, lo hizo pensando en que regresaría pronto a su país. La razón de su viaje fue una serie de conferencias en Inglaterra; en realidad, esta fue una estrategia que Stanley Richardson –alguna vez su amante y su amigo– fraguó para proteger la vida del autor en un contexto de gran riesgo debido al continuo avance del llamado Frente Nacional. Para entonces, el poeta sevillano ya había preparado algunas de las composiciones de Las nubes, una obra fundamental escrita entre España y el exilio; en este libro el poeta enunció las emociones contradictorias que su nación le supo inspirar, esa madrastra que tanto lo incomodó (“¿Por qué pudiendo ser madre querida / quisiste ser madrastra aborrecida?”).
Es posible postular que ningún otro poeta español ha sentido tanto amor y tanto aborrecimiento, al mismo tiempo, por su tierra como Cernuda. Solo hay, según me lo parece, un antecedente de ese apasionamiento o de esa desesperación sin par; y no es extraño que se trate de un indudable romántico de ley: Mariano José de Larra. Luis Cernuda supo valorar, por otra parte, las que pensó que eran las más grandes aportaciones de su patria al mundo, aquellas que colocaban a España como una región exenta de las ambiciones de los países protestantes, de los países que decidieron anteponer, se diría hoy, la productividad frente al espíritu (y, sin embargo, cómo olvidar la secular voluntad expansionista del Imperio español…). En otros términos, al poeta le fue imposible obviar la vocación poética de España, su compromiso con las palabras y asimismo con el espíritu. Hay que decir que para Cernuda nada había por encima de la poesía y de la belleza de los cuerpos jóvenes –y preferiblemente morenos.
La estancia de Cernuda en Inglaterra, en Escocia y en los Estados Unidos puede servir para explicar esa creciente añoranza por un lugar donde la vida sí pudiese reflejar los ideales éticos y estéticos del poeta, donde el hombre fuera en verdad libre, tal y como lo soñó en su juventud al proclamar Los placeres prohibidos. Cuando Luis Cernuda visita por primera vez México, ya había enfrentado el muy hostil clima escocés, la estéril formalidad inglesa y las rutinas más o menos vacuas de las universidades norteamericanas. La primera visita de Cernuda a nuestro país fue durante un periodo vacacional mientras trabajaba en los Estados Unidos impartiendo clases de literatura en un college de la costa este. Para entonces, Cernuda ya era un hombre maduro, de anticipada vejez a sus apenas cuarenta y tantos años, con una notable amargura en el carácter, pero con una obra literaria importantísima tras de sí que tardaría algunas décadas en ser universalmente reconocida. Su condición de exiliado lo había hecho errar por el mundo. Si de joven creyó padecer la incomprensión de sus coetáneos, aun de sus amigos, el exilio solo pudo reforzar en él esa sensación de aislamiento y soledad.
Pues bien, México fue para el poeta el destino que la existencia le había reservado para contrariar su desesperanza. Su personalidad le permitía experimentar los sentimientos más extremosos, tal y como se revela en una carta enviada por Cernuda a su maestro el poeta y profesor Pedro Salinas, con fecha del 24 de septiembre de 1950: “Volví en avión, de noche, y cuando al dejar México vi las luces extendidas de la ciudad que escapan abandonándome, no tengo reparo en confesarle que me saltaron las lágrimas. No sé por qué le he tomado tanto cariño a México, pero la realidad es que desde que salí de España solo allí me he sentido a gusto y solo allí he perdido esta congoja de ser un extraño.” En otra misiva del epistolario editado por James Valender, Cernuda escribió que México le había permitido sentirse otra vez vivo. Las razones fueron varias: el clima tan benigno del Valle de México, la tentación permanente de las arenas acapulqueñas, el reencuentro con el idioma español, claro está, transformado por motivos geográficos e históricos, pero en el cual el poeta podía reconocer algo suyo que cálidamente lo acogía. Por controvertido que pueda parecer, hay que apuntar algo más: un cierto dejo de orgullo nacionalista, rasgo que lo podría emparentar, según la propuesta de Carlos Blanco Aguinaga, con algunos de los propugnadores franquistas del imperio y de la hispanidad por la preferencia de ciertos símbolos y pasajes de la historia. Y en México, por si fuera poco, encontró el amor en uno de sus viajes cuando pensaba que ya no volvería a sentirlo. Con la intrepidez de quien da un salto al vacío, o de quien quema las naves, Cernuda organiza todo lo necesario para mudarse de país en 1952. Con los años, sin embargo, acaso se arrepintió de aquella decisión, sobre todo por la cuestión económica, por el trabajo mal remunerado y por las dificultades prácticas para sobrevivir día tras día.
Quien recorra La realidad y el deseo –título bajo el cual se congregan los poemarios del sevillano– encontrará unos cuantos poemas con las huellas que dejó la estancia de Cernuda en México y de su interés por el país (nada escribió, por cierto, acerca de la literatura mexicana). En los años cuarenta publicó “Quetzalcóatl” en El Hijo Pródigo; este poema lo compone en la ciudad de Glasgow. En los versos escuchamos la voz de un soldado español que narra su experiencia durante el proceso de la conquista y la colonización. En este monólogo dramático, el personaje habla acerca de su país (“Madrastra fuera, que no madre, y aún la quise”) y representa la imagen del conquistador histórico sin olvidar la ambigüedad de su persona (“aquel Cortés, demonio o ángel”). Se puede intuir que el poeta leyó con provecho algunos textos de historia que le permitieron, con notoria plasticidad, imaginar la belleza de la principal ciudad de los aztecas: “La masa nevada de terrazas y torres, / Por la ciudad lejana de innumerables puentes, / Se copiaba en el agua áurea de las lagunas / Como sueño esculpido en luz gloriosa, / Y encima refulgía la corona del cielo.” En el poema presenciamos una reflexión notable que desborda las interpretaciones más simplistas del periodo: “¿Quién venció a quién?, a veces me pregunto.”
Un poema menos recordado, pero no por ello menos significativo, es “El elegido”. Para escribirlo, Cernuda utilizó muy probablemente la obra de fray Bernardino de Sahagún como fuente de inspiración. En este caso, reescribe las fases de un ritual prehispánico. Se solía sacrificar a un muchacho de enorme belleza tras haberle concedido un periodo de máximo agasajo. Antes del sacrificio, lo despojaban de sus lujosos ropajes: era la representación viva de una deidad en un performance sacro. El poema cierra con unos versos que sirven para atraer el pasaje de la crónica colonial al inconfundible mundo poético de Cernuda: “Como una de sus cañas, allí, rota la vida, / Quedaba en su hermosura para siempre.” Puede leerse el cierre del poema como una victoria de la belleza juvenil por encima de la muerte; y también como una consignación, por tanto, del mito y de su verdad.
Ahora bien, la serie de poemas más memorables en este sentido, y que son una consecuencia de sus visitas a México, la hallamos en los Poemas para un cuerpo. No es exagerado decir que allí alcanza Cernuda lo sublime en la expresión lírica. La anécdota detrás de los versos es esta: en un gimnasio de la Ciudad de México conoció a un fisicoculturista de nombre Salvador Alighieri. De aquel encuentro nació una amistad y un amor: “Creo que ninguna otra vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado, como acaso pueda entreverse en los versos antes citados, que dieron expresión a dicha experiencia tardía. Mas al llamarla tardía debo añadir que jamás en mi juventud me sentí tan joven como en aquellos días en México; cuántos años habían debido pasar, y venir al otro extremo del mundo, para vivir esos momentos felices.” En dichos poemas, el poeta eleva la parte corporal de su modelo y la transforma en el símbolo máximo del amor en las dos vertientes clásicas: la pandémica y la celeste, la del deseo y la del puro sentimiento. Este conjunto de poemas es una oración que el poeta eleva desde su cárcel de amor; es también una carta para un destinatario en que el poeta reconoce no solo las posibilidades de su pasión, sino también las del olvido y la transitoriedad: vejez y muerte; es la idealización del ser amado, y la conciencia de su final pérdida. Es el testimonio de una estancia en el infierno, pero asimismo en el paraíso: “Tantos años vividos / En soledad y hastío, en hastío y pobreza, / Trajeron tras de ellos esta dicha, / Tan honda para mí, que así ya puedo / Justificar con ella lo pasado.”
Imposible no hablar de Variaciones sobre tema mexicano cuando se recuerda la relación de Cernuda con México. Se trata de un libro en que el escritor busca resarcir la tradicional indiferencia de España por los territorios que alguna vez fueron suyos, pero también la propia según lo confiesa el autor en el prólogo. Una parte de la crítica ha querido ver en los textos que conforman este libro la práctica de un género determinado: el poema en prosa. En realidad, es un libro más bien misceláneo, inclasificable, en que no falta el ensayo breve, el apunte costumbrista, el soliloquio, la viñeta, el diálogo cuasi socrático, el relato y, por supuesto, las percepciones teñidas por la radiante luz de la poesía. No es propiamente un libro de viajes, pero no por ello se omite en su tesitura el asombro de quien descubre una tierra por vez primera; no es tampoco un diario, pero en sus páginas hallamos las palabras de aquel que hace un registro de sus días para nunca más olvidarlos. La escritura del libro refleja la nostalgia de quien ha descubierto un lugar preferido que todavía, sin embargo, no puede poseer del todo; el poeta lo redacta con la pasión de un enamorado antes de su mudanza definitiva a México.
En sus páginas, Cernuda confronta un problema que no fue ajeno a los escritores exiliados; me refiero a la dificultad que supuso hablar de lo ajeno, de un país que no era el suyo y de una cultura que frecuentemente disponía frente a sus ojos imágenes más o menos familiares, y otras casi incomprensibles. Por aquellos años, muchas páginas se escribieron acerca de la naturaleza del mexicano y de México –El laberinto de la soledad, libro capital en este sentido, es de 1950–. En el caso de los exiliados, escribir acerca de México supuso dar cuenta del país de acogida, con los problemas que esto podía acarrearles. ¿Era buena idea, por ejemplo, integrar en sus textos comentarios más o menos críticos acerca de la realidad mexicana, su política, sus usos y sus costumbres? ¿Decir algo que pudiese incomodar a sus anfitriones? ¿Cómo escapar, por otra parte, del ditirambo y de los lugares más o menos comunes?
Un caso llamativo: Max Aub se permitió con inteligente humor presentar los desencuentros entre los de aquí y los de allá en un magnífico relato: “De cómo Julián Calvo se arruinó por segunda vez”. Cernuda opta por algo muy diferente en la prosa de Variaciones sobre tema mexicano. Escribe un libro en que decide estrictamente hablar consigo mismo. Es decir, los textos le sirven para indagar, por medio de la escritura, en las impresiones que él tiene de esos paisajes, de esos hombres y de esas mujeres, de esas iglesias, conventos, calles, artesanías, pueblos, mercados, plazas, niños, flores; y todo lo que esto despierta en él: admiración, dudas, desasosiego, epifanías, cariño. En cierta medida, es un ejercicio solipsista y que adolece de cierto acartonamiento cuando el autor representa el mundo indígena. No faltan, además, las notas incómodamente nacionalistas: “¿Cómo no sentir orgullo al escuchar nuestra lengua hablada, eco fiel de ella y al mismo tiempo expresión autónoma, por otros pueblos al otro lado del mundo?” De cualquier manera, el libro tiene pasajes, sin duda, encantadores: “En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida.”
En fin, hay que apuntar aquí lo evidente: es imposible conocer un país; vivir en él sirve, si acaso, para confirmar las expectativas y los prejuicios, recoger unas cuantas imágenes y con ellas construir las memorias personales y, si se es poeta, crear un puñado de poemas. Para Cernuda, México fue el sitio en donde, según pensó, podía resolver su soledad. En México no solo se reencontró con el idioma en que estaban escritos sus versos, también con algunos de sus amigos de España, a los cuales vio envejecer no solo en el sentido físico. Fue el lugar donde escribió uno de sus libros más influyentes: Desolación de la quimera, donde publicó importantes estudios literarios, donde disfrutó del mar, del sol, de la arena, donde impartió unas clases que él mismo desdeñaba en la UNAM, donde descubrió su capacidad para la ternura al tratar a los nietos de los poetas Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, donde recorrió las calles empedradas de los barrios de Coyoacán bajo la lluvia, donde finalmente murió. La muerte lo encuentra en la calle de Tres Cruces número 11 (fallece de un paro cardiaco casi anunciado). El destino había traído a México a ese “señor de la distancia y de lo imposible”, como lo describió José Ángel Valente tras visitar su tumba en el Panteón Jardín en un poema. Y ya se sabe que carácter –y aún más en el caso de Cernuda– es destino. ~
(Ciudad de México, 1977) es doctor en literatura hispánica por El Colegio de México. Algunos de sus libros más recientes son La llave de plata. Garcilaso de la Vega en la generación del 27 (Bonilla Artigas Editores, 2021) y Tres conversaciones en Nepantla. Poesía, vida y exilio de españoles e hispanomexicanos (UAM-Gedisa, 2023).