Con más de cincuenta años, la mitad de ellos cubriendo conflictos para los principales medios internacionales, A se encontraba hace un año durmiendo en las calles de Bruselas, esperando a recibir ayuda y alojamiento social.
Seguramente tomó alguna decisión errónea al intentar crear su propio negocio, una de las salidas lógicas cuando tienes hijos que alimentar y ya nadie te contrata. Y aunque lo hagan, los salarios no alcanzan. Es difícil encajar que un profesional tan especializado, que domina cinco lenguas, entre ellas el árabe, y probablemente uno de los mejores filmadores de primera línea que he conocido en mi vida, se encontrara en esa situación.
Cuando coincidimos en Estambul hace una década, A formaba parte de uno de los equipos que entraban en Siria desde Hatay, en la frontera, para una conocida agencia internacional. Le bastaba con entrar dos o tres veces al año para vivir con mucha dignidad y bastantes lujos en un apartamento con terraza y vistas a la bahía del Cuerno de Oro. Se jugaba la vida y, sin ser una estrella mediática, cobraba en consonancia.
Pasamos muchas noches en su terraza admirando en el horizonte el palacio Topkapi, Santa Sofía y la Mezquita Azul mientras él iba procesando sus traumas con buenas charlas, música, whisky on the rocks y marihuana. Tenía tanto estrés postraumático que yo lo bauticé como Coronel Kurtz, el papel que interpretaba Marlon Brando en Apocalypse Now (1979). Personaje casi literario, con la debida formación militar, ideal para la cobertura de conflictos, era un gusto escucharlo y aprender de él. Casi todo lo que sé sobre seguridad en conflictos y cómo filmar con calidad lo aprendí de él.
Los traumas acumulados por tantas guerras no le impedían mantenerse en forma y afrontar con gran entusiasmo y profesionalidad cada nueva misión. Merecedor de un premio Rory Peck y nominado al Pulitzer, A era el perejil de todas las guerras: desde los Balcanes y Palestina a Libia, Irak o Siria, pasando por Liberia, Sierra Leona, Congo, hasta, más recientemente, Ucrania. Era parte de ese grupo de profesionales del conflicto, amigo y querido por todos ellos. ¿Dónde estaban ahora esos amigos?
Me produjo una profunda tristeza su situación. Apliqué el reparto de la pobreza a la que estamos sometidos quienes no estudiamos en la Ivy League. Hablé con el resto de amigos, algunos de ellos ya en puestos directivos en sus respectivos medios. No sé si alguien más le ayudó. En un sector anglosajón altamente competitivo la pobreza se entiende como una enfermedad que uno mismo se ha buscado. La piedad y la empatía solo son parte, y ni eso, del método periodístico.
Por supuesto, el veterano ha resucitado. Y como el gran superviviente de orígenes humildes que es, sigue trabajando tanto para medios como para organizaciones humanitarias y empresas privadas. La historia de A y la de tantos otros debería ser conocida por todos los estudiantes de periodismo. Tomen nota: trabajar para los mejores medios, no una vez, no un día, sino durante décadas, y ser el mejor dentro de un grupo altamente especializado, no garantiza la permanencia.
“Si tuviera que empezar ahora como periodista, no podría, los salarios son más bajos que cuando yo inicié mi carrera”, me comenta Tim, un cámara y periodista con casi tres décadas de experiencia que trabaja para una de las principales cadenas británicas. No es que paguen menos proporcionalmente respecto a la inflación, es que pagan menos que en el año 2000, literalmente. “No podría sobrevivir con eso, no entiendo cómo los más jóvenes lo aceptan”, reflexiona. La cadena para la que trabaja está anunciando despidos.
Estos profesionales eran algunos de los mejor pagados en su ámbito hasta hace poco. Para filmar bien se necesita algo más que para escribir bien. Se requieren mucho autocontrol y calma en situaciones de alto estrés. Es necesario mucho temple para mantener la cámara al menos cuatro segundos cuando hay explosiones, bombardeos y tiros. Es un trabajo duro y arriesgado físicamente, muy técnico y exigente. Los días de filmación terminan con largas horas de edición, y los preceden largos días de preproducción: hay que pedir permisos en localizaciones, confirmar que los entrevistados acceden a ser grabados, anticipar problemas climáticos, ausencias, accidentes, seguridad y evacuaciones. Ahora también se exigen planos aéreos con dron. El camarógrafo parece hoy en día un arbolito de Navidad, con tantas maquinitas colgando. El peso de los equipos doblega cualquier columna vertebral. La enfermedad laboral común son daños crónicos en espalda, caderas y articulaciones.
Mientras las vedettes del periodismo, el plumilla y el fotógrafo están durmiendo a pierna suelta tras un día de cobertura, el cámara sigue trabajando: hay que almacenar las imágenes, editarlas y preparar las baterías y la cámara para el día siguiente. Anticiparse a lo que se filmará. Si es una entrevista, hay que saber quién es esa persona a la que se va a entrevistar, a qué se dedica, porque en vídeo no basta con la cabeza parlante de la que viven los divos, hay que explicar con imágenes todo lo que sea de interés para la noticia: su trabajo, su vida cotidiana o familiar. Todos esos detalles deben quedar plasmados, documentados. Hay que conseguir visuales del lugar, de las calles y sus gentes, y planos generales de la población. Y cada uno de esos elementos debe ser una pequeña obra de arte. Casi todos estos maestros de la luz tienen experiencia en cinematografía.
Cuando los presupuestos en el periodismo empezaron a encoger por la competencia desleal y gratuita de internet a finales de la década de 1990, los primeros en caer fueron los más prescindibles. Si algo ha salvado a muchos medios y agencias en las últimas tres décadas ha sido el vídeo. Es irónico que sean los cámaras y los videoperiodistas, los profesionales más denostados, los anónimos, quienes han conseguido más ingresos para los medios que los fotógrafos y los redactores, en los que suele recaer el prestigio de los premios.
En este contexto, los prescindibles redactores tuvieron que aprender a fotografiar y luego a filmar, siguiendo el dinero. Son talentos muy diferentes y casi siempre incompatibles. Pero con eso lo único que se ha conseguido es que sigan bajando los contratados y los salarios y que la calidad de las imágenes en muchos medios sea hoy deplorable. Entrevistas desenfocadas, sin sonido o con sonido ambiente, con los cables del micro colgando del entrevistado, planos secuencia interminables porque quien filma no tiene ni idea ni sabe editar, filmaciones sin trípode o con el trípode en pleno plano. Alimañas que violan con su micro la entrevista que otro ha conseguido. O el despreciable conflicto de intereses que supone poner a tu pareja en cámara. La lista de insultos visuales, éticos y estéticos, es larga. La calidad no importa. A mi querido A podía sustituirlo cualquiera por poco dinero, y eso es exactamente lo que ha sucedido. No llegan los mejores, sino los más baratos. Por eso no es de extrañar que en la modalidad más fácil del periodismo, la de la escritura, haya faltas de ortografía, de sintaxis y un 90% de refritos de agencia, porque los redactores ni van sobre el terreno ni son testigos de la historia. Eso es caro.
El caso es que durante todos estos años los recortes se han aplicado sobre quienes estaban en contacto con la noticia y muy poco sobre los directivos. En algunos medios, la pirámide invertida es una cuestión de recursos humanos: hay más editores y jefes de sección que periodistas. He tenido coberturas en las que éramos tres sobre el terreno y siete los editores que nos pedían historias y detalles diferentes. Mientras a nosotros nos pagaban solamente el avión, con llegada antes de la salida del sol y partida a medianoche, para ahorrar un hotel de coste tercermundista, al directivo de turno se le aloja en un hotel de cinco estrellas para una reunión.
Ninguno de estos detalles aparece en los estudios recientes que he leído sobre la precariedad de los salarios en el periodismo. El del Instituto Reuters titulado “Una vía cada vez más estrecha: Diez jóvenes periodistas cuentan su lucha por conseguir un empleo en el periodismo” generó bastantes bromas entre los proletarios, porque alertaba de que con salarios tan bajos solamente los jóvenes de familias ricas, con acceso a las universidades más caras del mundo, podían aceptar esos puestos. Hace veinte años que advertimos de que la profesión estaba siendo tomada por la élite. Irónicamente, el reportaje está firmado por una alumna de Oxford. Asegura que consiguió trabajo por “suerte”.
Un becario español se queja en ese reportaje de que le pagan quinientos euros, sin poner en contexto que si consigue una colaboración (más posible en un 75% que un contrato), no ganará mucho más que eso en un mes. Necesitará dos o tres colaboraciones, para las que hay otros diez posibles candidatos. Sin mencionar que durante décadas las prácticas no se han pagado. En otro párrafo se explica que el salario medio de un periodista en Estados Unidos era de 56.000 dólares en 2022, sin poner en contexto que el salario medio ese año era de 77.000 en ese país. Al contrario, indica que es una cifra “relativamente alta” con respecto a otros mercados. Lo cierto es que se trata de un salario muy bajo. Y si no baja más es porque al menos allí existe un sindicato.
Por supuesto, es loable que dicho instituto esté estudiando la precariedad laboral del periodismo dos décadas después de que se iniciara. Menciona el estudio que muchos se han arruinado para estudiar un máster, pero no explica el día siguiente: tengo compañeros en puestos intermedios que después de veinticinco años como profesionales aún no han conseguido devolver el crédito de Columbia University. La cosa varía mucho cuando se alcanza un puesto directivo, casi siempre reservado al pedigrí.
Hace pocos meses que vivimos en Europa manifestaciones de campesinos. Recuerdo a uno francés que se quejaba de que sobrevivía con quinientos euros al mes. Pensé: pues toma, como muchos periodistas. Solo que nosotros no podemos ni manifestarnos. Hace décadas que fuimos uberizados y ahora somos “empresarios”. Los medios no contratan, exigen que el periodista se pague sus impuestos y su seguridad social: de lo contrario no se le dan colaboraciones.
Tras la crisis de 2008, un grupo de valientes fotoperiodistas, incluidos contratados y freelancers, intentaron pactar un precio mínimo para vender sus contenidos, a la manera en la que se trabaja en Francia, porque los medios seguían bajando sus tarifas y los estaban asfixiando. Las empresas mediáticas se aliaron y llevaron a estos pobres periodistas muertos de hambre a los tribunales bajo la ley antimonopolio. Los medios ganaron el caso. Y los periodistas tuvieron que pagar miles de euros cada uno como penalización.
Un estudio reciente en Alemania sobre diferencias salariales entre mujeres y hombres periodistas desveló que casi el 30% de los periodistas rara vez o casi nunca pueden cubrir sus gastos de subsistencia con sus ingresos del periodismo, y más del 50% de los encuestados no puede cubrir gastos imprevistos. Solamente un 25% de los encuestados tenía un contrato a tiempo completo. Aunque las mujeres sufrían más precariedad y tenían que recurrir a otros empleos a tiempo parcial, esta situación era común entre todos los periodistas autónomos. Repito, en Alemania. Y eso que los ingresos medios de los periodistas alemanes pasaron de los 2.000 euros en 1993, qué tiempos aquellos, a los 2.900 en 2015. En el caso de los españoles y de los freelancers, se han reducido a menos de la mitad.
¿Adónde fue el dinero con el que antes se hacía el periodismo? La publicidad, que durante décadas fue la principal fuente de financiación, se desplazó a las redes sociales en el último lustro. Los medios de mayor influencia internacional, como el Washington Post, se han convertido en calderilla para bolsillos billonarios como el de Jeff Bezos. O, como Al Jazeera, son financiados como propaganda por dictaduras del petrodólar. La información veraz, que es un pilar de las democracias, está desapareciendo.
Es inquietante que los jóvenes que quieren dedicarse al periodismo, que consiste en documentar la realidad, desconozcan la realidad del periodismo. Como dice uno de mis editores favoritos, los hijos tontos de las familias ricas se dedican ahora al periodismo o al arte. Así que quienes dicen tener la “la inquebrantable vocación de buscar la verdad” deberían invertir su energía juvenil en explorar más formas inventivas y modelos de empresa periodística, como el excelente estudio de Eduardo Suárez sobre las suscripciones “How to build a good reader revenue model: lessons from Spain and the UK”, en vez de al arduo trabajo de documentar la realidad de manera objetiva que tan bien saben llevar a cabo sus experimentados mayores con hijos que alimentar. ~
Es periodista. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian