El pasado 7 de febrero, el pensamiento humanista perdió a una de sus voces más lúcidas: Tzvetan Todorov. Escribió de los temas más diversos –el totalitarismo, el encuentro de culturas, el papel del intelectual público, la gestión de la memoria–, sin embargo, un profundo interés por la vida en común y sus conflictos recorre su obra. En homenaje recuperamos una breve entrevista inédita con el escritor que nos advirtió sobre los peligros de abrazar las causas abstractas y pugnó, en cambio, por el bienestar de los individuos concretos.
En usted se advierten dos tradiciones críticas. Por un lado está su comienzo estructuralista y, por el otro, buena parte de su obra muestra un retorno recurrente a la Ilustración. ¿Cómo concilia estas dos herencias? ¿Se puede hablar de puntos en común y diferencias?
Para mí, el estructuralismo y el pensamiento ilustrado no se sitúan en absoluto en el mismo plano y por eso no son incompatibles. El estructuralismo, en el terreno literario, exigía que se tomara en consideración la materia verbal de los textos más que ir directamente a las ideas, a las emociones o a la calidad estética; llevaba a examinar cómo la materia verbal misma conducía a esas ideas, emociones o experiencias estéticas. Una estrategia interpretativa que, en mi opinión, no excluye otras. Analizar en detalle la organización interna de un texto no lleva a desatender su historia literaria o su contexto social y político. Por otro lado, el pensamiento de la Ilustración, más que una estrategia para interpretar textos, es una concepción del hombre y de la sociedad. Hace algún tiempo quise reducir al mínimo las grandes ideas surgidas en ese periodo. En primer lugar situé la autonomía del “yo”, el hecho de reflexionar por uno mismo. A continuación está la finalidad de nuestros actos, que, a decir de los autores de la Ilustración, debe ser el bienestar estrictamente humano. No ofrecemos nuestros esfuerzos a un dios o a varios o a la colectividad, o a abstracciones como el comunismo, la victoria del proletariado, la revolución, sino que nos concentramos en los efectos concretos que tendrán nuestras acciones sobre los seres humanos que somos o que nos rodean. El pensamiento ilustrado es un pensamiento universalista. Postula la igualdad de derechos de todos los seres humanos, de todos los ciudadanos en el interior de un Estado. Se opone al privilegio, a la casta, al nacionalismo exclusivo y agresivo frente a las otras naciones… todo eso no toca para nada al estructuralismo. Así que uno puede muy bien ser defensor de la Ilustración y, al mismo tiempo, un poco estructuralista.
Usted prefiere la búsqueda de la igualdad, de la justicia cualificada a cada caso en lugar de una justicia racional, mecánica, ciega.
Los instrumentos de la justicia, las instituciones, los tribunales, los magistrados, pueden hacernos olvidar a veces que la justicia tiene que estar al servicio de los hombres y no los hombres al servicio de la justicia. Y en consecuencia no basta con aplicar reglas abstractas, siempre hay un juego entre la ley abstracta y la decisión concreta para, por ejemplo, castigar a un culpable. En ese espacio interviene el juez, que es un ser humano, que tiene una cierta latitud, y una cierta libertad para inspirarse en los grandes principios y aplicarlos a casos particulares. Hay una especie de paradoja fundamental constitutiva de la justicia: la justicia no conoce individuos, la justicia se constituye de principios generales, dice: “Si has matado, serás condenado a una pena de al menos veinte años de prisión, o a treinta si hay circunstancias agravantes.” La justicia tiene que ser así, porque si no habría una justicia diferente para los pobres y los ricos, para los poderosos y para los humildes; la justicia es la misma para todos. Pero no basta con decir eso, hay que decir también que en el mundo no hay más que seres humanos individuales y no categorías abstractas. Así, en la aplicación hay que tener en cuenta esto y practicar al mismo tiempo la justicia y la compasión. Es un poco la gran lección tanto del cristianismo como del humanismo profundo laico: combinar esas dos aproximaciones, y esa combinación la hace un individuo que es el responsable de la toma de decisiones, un juez humano, demasiado humano, que puede equivocarse, pero que debe buscar equilibrar esa doble exigencia de respetar la ley y respetar la vida de la persona. No hay justicia científica. La justicia conlleva siempre un juicio humano, un juicio de valores, una apreciación de hasta qué punto el individuo es reformable o no, y esa apreciación no la puede producir una máquina.
Ha escrito sobre el gulag, los campos de exterminio, Camboya y, sin embargo, es optimista: cree en la democracia y en la justicia verdadera. ¿Cómo cohabita en su obra el mal, el bien y la esperanza?
No me considero optimista. Creo, eso sí, que la sociedad y el ser humano pueden corregirse, perfeccionarse. Eso tampoco significa que esa mejora se produzca siempre ante nuestros ojos, en una línea de progreso continuo que comienza en un estado muy malo y que avanza hacia un estado muy bueno. Para dar un ejemplo concreto, estoy convencido de que hace treinta años la democracia liberal establecía un mejor equilibrio que el que tenemos ahora en sus principios fundacionales y sus exigencias de base. Pienso que asistimos a una erosión interna de determinados principios democráticos y que este nuevo peligro no estaba presente en el seno de la democracia en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eso porque en democracia siempre hay a la vez una exigencia social y una liberal; social en el sentido de preocupación por el bien común y liberal en cuanto a libertad del individuo. Pero esas dos exigencias no van todo el tiempo en el mismo sentido, tienen que equilibrarse entre ellas. Si una de las dos domina, la democracia recula. Me da la impresión de que en nuestros días tendemos a olvidar la preocupación por el bien común. Así pues, no creo en el progreso continuo –y en ese caso no soy un optimista– pero guardo una esperanza porque creo que en el ser humano hay siempre fuerzas que apuntan al sentido contrario. Es un conflicto que se conduce de manera permanente, que no parará nunca, así que podemos apelar a la consolidación de determinadas fuerzas. Es un poco lo que procuro hacer en mi trabajo. No somos ni buenos ni malos, pero tenemos la potencialidad de ser lo uno o lo otro. Así, tiene sentido luchar, intervenir en un sentido más que en el otro. ~
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Traducción del francés de Aloma Rodríguez.