Claudina Domingo
La noche en el espejo
Ciudad de México, Sexto Piso, 2020, 256 pp.
Conforme avanza la lectura de La noche en el espejo, nos vamos preguntando dónde están el principio y el final, si la protagonista llegará a alguna parte, si la trama progresará hacia algún desenlace que nos ponga los pies en la tierra. Poco a poco nos daremos cuenta de que es inútil hacerse esas preguntas, las usuales cuando se lee una novela: la novela está y no está, aparece y se esconde como el conejo de Alicia en el país de las maravillas y aun Alicia tuvo un destino: al principio estaba despierta, luego soñó y al final volvió a despertar en el regazo de su hermana. ¿Podría el lector pensar, entonces, que este es un libro de relatos? No, porque la protagonista sigue ahí, con una persistencia incluso sufrida: es un libro de sueños y ella –que en algún momento se llamará Samarcanda, en otros tendrá el cabello negro, o rubio, o castaño, y será delgada o tendrá grandes senos– es siempre La que Sueña, así se le podría llamar. Se parece a la autora, pero luego no. Pinta a la acuarela y luego recuerda que no se dedica a eso. Es poeta pero nunca escribe poemas aquí. Es una excelente nadadora, pero luego no. En sus sueños le suceden cosas angustiosas, violentas, se desplaza por ciudades, mares, playas, derrumbes y catástrofes, pero también vive escenas exquisitas, luminosas, en las que no cree, pues, aunque no sabe quién es, reconoce perfectamente quién no es: por ejemplo, una mujer rubia y delgada en una ciudad como de Ray Bradbury: “¿Y ella a dónde iba o de dónde venía? ¿Qué haría al terminar el día? Eso era lo que estaba mal: ella no pertenecía a este sitio. ‘La habían puesto allí’ por error. Pero ¿cómo algo o alguien podría ponerla por error en cualquier lugar? Si tenía emociones y pensamientos, y hasta podía entender el idioma que le hablaban los otros, ¿de dónde venía la sensación de vacía monstruosidad que le escupían todas las cosas y las gentes?”
La que Sueña a veces incluso no tiene cuerpo, o su cuerpo se transforma en el de un animal. Cae, nada, vuela, camina, corre, es asesinada y regresa; acaricia, monta y desgarra a los amantes con los que se acopla en lugares rarísimos como un sarcófago, pero también es amada y violada, y regresa. Eso sí, bebe mucho; licores distintos que se antojan. Los ambientes son a cada capítulo cambiantes, incluso opuestos. Y tienen títulos, como si fueran las escenas de una obra que ella actúa en las páginas del libro. Hay una riqueza de imágenes a ratos subyugante, a ratos exasperante, nunca hay calma ni paz, y la escritura es siempre rica, siempre sugerente, cerca de la poesía pero también generosa con quien pide una narración que avance, aunque nunca sabemos a dónde puede ir y al final, aunque intenta un poco recuperar la idea de las acuarelas, quizá no importa demasiado porque ya nos llevó muy lejos.
A veces, un poco perdidos, buscamos un asidero. Por ejemplo: esta escena corresponde a la madriguera del conejo, los cerdos que devoran niños son un reverso del bebé que se transforma en cerdito, el encuentro de escritores podría ser un paralelo con la mesa de té del Sombrerero Loco, quizás el pueblo de turistas con la enana podría representar aquel parque donde los criados juegan críquet con los flamingos de cabeza y pintan las rosas, y la enana la Reina de Corazones… pero es forzar las cosas demasiado. Las ciudades están junto al mar, por los ríos corren troncos de árboles que son también troncos humanos y la muerte acecha todo el tiempo pero ella, La que Sueña, buscará la forma de salvarse o morirá también para revivir en otro sueño. Una noche, incluso, soñaremos con olas gigantes a punto de caer sobre nuestra ciudad, todo por culpa de habernos quedado dormidos con la ¿novela? en el regazo, igual que Alicia. ¿Y de verdad es una novela?, ¿importa que lo sea? Eso sí, como en el libro de Lewis Carroll, a un sueño sigue otro, en rigurosa locura. Podríamos leerla en desorden –la misma autora lo dijo en alguna entrevista–, como a la famosa Rayuela de Cortázar, y no pasaría nada. Pero por algo, pensamos, por algo ella eligió un orden determinado y, sí, hay una tensión que no se rompe, como señala Fabio Morábito en el texto de la contraportada, y un en- cantamiento también. Y si termina así, por algo es. Quizás un personaje peculiar, Arpad, hablando de las famosas acuarelas que capa tras capa podrían ir revelando alguna cosa, sugiere que “hay algo que tiene que ver, en primera instancia, con lo brumoso […] no es que no se quiera revelar, sino que se revela lo necesario para que cada persona que mira formule diferentes significados a partir de la obra”.
Esto lo dice Arpad subido en un banco, junto a una olla de caldo de mejillones que va sirviendo en platos hondos. Mientras se nos antojan los mejillones buscamos otro asidero, por ejemplo El otro lado de Alfred Kubin; Kafka, por supuesto, y esforzándonos por encontrar un antecedente mexicano, Efrén Hernández. Quizás. O Adriana Díaz Enciso, otra narradora y poeta. Y el Primero sueño de sor Juana, ya puestos. Y agradecemos muchísimo, dando giros, brazadas y saltos en un agua imaginaria que se convertirá quién sabe en qué cosa, una novela así ahora, en la literatura mexicana escrita por mujeres, hombres o lo que sea, da igual. Una novela que es un acertijo, extraordinario y angustioso también a ratos, y en especial una prosa sobresaliente, rica, la prosa de una poeta. Yo, La que Lee, lo agradezco. ~
(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.