¿Nos echamos una cascarita?

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No creo que en el mundo exista otra relación bilateral, como la que se da entre México y Estados Unidos, en la que ambos países sean tan vitales para su prosperidad, bienestar y seguridad respectivas. De manera creciente, y guste o no escucharlo en cualquiera de los dos lados de la frontera, el destino de cada nación está creciente e íntimamente interrelacionado. Las sinergias detonadas gracias al vertiginoso intercambio comercial, al son de 1.4 mil millones de dólares al día en ambas direcciones; las cadenas de producción y de proveeduría integradas entre las dos naciones y que son el resultado de veinte años del TLCAN; y el impacto sociodemográfico derivado de la diáspora mexicana en Estados Unidos, están haciendo que nuestras naciones converjan cada vez más. Por ende, la pregunta que los gobiernos, sociedades y sectores privados de ambos países tendrían que estarse haciendo es cómo asegurar que en todas las esferas de interacción públicas o privadas, sociales o culturales, México y Estados Unidos pasemos de ser cómplices del fracaso a socios del éxito.

La relación entre México y Estados Unidos, siempre multifacética y fluida, con frecuencia compleja y en ocasiones polarizante, vive un momento dicotómico. Incluso, hay momentos en que podría reflejar nítidamente la manera en que Charles Dickens abre su Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.” Por un lado, la relación diplomática de gobierno a gobierno vive –a pesar de los retos singulares inherentes a una relación como la nuestra y de los ocasionales e inevitables desencuentros– quizá su mejor momento. La agenda bilateral tiene tracción y ha adquirido tono muscular y madurez, y está lo suficientemente institucionalizada como para evitar grandes bandazos. Ello no quiere decir que no existan diferendos; los hay y los habrá en una relación de poder tan asimétrica como la nuestra, pero no hay duda de que la relación hoy ya no es aquella tan disfuncional que describió hace casi tres décadas Alan Riding en su libro Vecinos distantes. Pero, por el otro, las percepciones públicas a cada lado de nuestra frontera a veces van a contracorriente de este cambio estructural y de paradigma. Si bien hay tanto en la opinión pública de Estados Unidos como en la de México un mayor grado de pragmatismo cuando se trata de evaluar la importancia que un país tiene para el otro, las percepciones –provenientes tanto de las élites de opinión como del público en general– siguen dominadas por la convicción de que la otra nación es la fuente de una serie de males que aquejan a la propia.

Por ello, uno de los mayores retos que enfrentan las diplomacias –y los esfuerzos de diplomacia pública– de Washington y de la ciudad de México es cómo convencer a las dos sociedades de que cada una debe asumirse como coaccionista de la otra. Y en estos esfuerzos por capturar las mentes y corazones de otra sociedad, pocas herramientas lo pueden hacer de manera tan efectiva como el futbol. Bill Shankly, el legendario entrenador del Liverpool a fines de los años sesenta, comentó alguna vez que para muchas personas el futbol era un tema de vida o muerte, pero que, en realidad, era mucho más importante que eso.

Creo que el futbol tiene el potencial de hacer maravillas por la relación entre México y Estados Unidos, y una candidatura conjunta para el Mundial de 2026 sería el gol olímpico. Sí, me queda claro (y antes de que los lectores empiecen a argumentar por qué no es posible, deseable, relevante o realista, o por qué es descabellado, frívolo, impráctico o innecesario) que no será fácil convencer a las respectivas federaciones de futbol, a las grandes corporaciones que patrocinan el Mundial, a la FIFA y a la plétora de intereses que orbitan el mundo del futbol. Muchos justificadamente pensarán que México en particular no puede darse el lujo de gastar recursos en instrumentar una campaña de esta naturaleza e invertir en la modernización de infraestructura necesaria.

Pero veámoslo desde esta óptica. De arranque están los flujos comerciales y la sinergias económicas a las que aludí al principio y que un Mundial solo potenciaría. Pero más allá de estas profundas y poderosas megatendencias, existe el antecedente de un Mundial organizado por dos países, también con una relación de vecindad compleja y un pasado turbulento y asimétrico: Corea del Sur y Japón. Pero, a diferencia de esas dos naciones, hay una gran comunidad mexicana en EU y en México vive el mayor número de ciudadanos estadounidenses fuera de su país, lo que le imprime a la propuesta un valor e impacto sociales relevantes; el principal destino turístico de los estadounidenses es México y el de los mexicanos es Estados Unidos. La comunidad hispana –y la mexicanoestadounidense– representa el sector en EU cuyo poder adquisitivo ha crecido más y lo seguirá haciendo en la próxima década. A diferencia de Brasil, Rusia (2018) y Qatar (2022), que tuvieron o tendrán que construir la mayoría de los estadios para sus campeonatos, Estados Unidos y México, en el peor de los casos, solo tendrían que modernizar y adecuar los estadios existentes. Nuestra infraestructura fronteriza y nuestras respectivas redes de transportación, claramente inadecuadas para el siglo XXI, se modernizarían e integrarían. Por razones distintas, ambos países requieren, para sus respectivas “marcas País” y su llamado “poder blando” en el mundo, volver a organizar eventos de la magnitud de una Copa del Mundo. Estados Unidos, que no organiza un evento de este calado desde los ataques terroristas del 2001, tiene que romper la narrativa de la “América fortaleza”; México requiere demostrar que, más allá de la narrativa de la inseguridad, hay un país con enorme potencial y cuyo futuro puede ser promisorio. El mensaje que una candidatura conjunta enviaría a mexicanos y a estadounidenses –y juntas las dos naciones al resto del mundo–, el de un destino mancomunado donde el éxito de uno es el éxito del otro, tendría hondas repercusiones bilaterales y globales. Un Mundial conjunto es mucho más importante que solo futbol. ¿Jugamos? ~

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(Ciudad de México, 1963) es consultor internacional y embajador de México. Fue el embajador mexicano en Estados Unidos de 2007 a 2013.


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