T. S. Eliot

A sesenta años del fallecimiento del artífice de The waste land, el influyente poeta T. S. Eliot, rescatamos un fragmento de un discurso donde Octavio Paz rememora su primer encuentro con la obra de este autor, texto que apareció en el número 142 de la revista Vuelta en septiembre de 1988.
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En 1930 yo tenía diecisiete años y era un fervoroso lector de poesía. En esos años un grupo de escritores mexicanos editaba una revista literaria, Contemporáneos. El título aludía al propósito que los animaba: abrir puertas y ventanas para que entrase en México el aire fresco de la cultura del mundo. En el número correspondiente al mes de agosto de 1930 apareció un extenso y extraño poema que yo leí con asombro, desconcierto y fascinación: The waste land. Lo precedía un inteligente prólogo del traductor, un joven poeta mexicano que murió pocos años más tarde: Enrique Munguía. Nunca lo conocí y hoy repito su nombre con gratitud y con pena. No es difícil imaginar el azoro que me produjo esta primera lectura; azoro, pero también curiosidad, seducción. Leí el poema una y otra vez; me procuré otra traducción, publicada en Madrid; leí los otros poemas de Eliot vertidos al español (fue muy traducido en esos años, sobre todo en México); finalmente, cuando progresé en el aprendizaje del inglés, me atreví a leerlo en su idioma original. A medida que pasaban los años, cambiaba mi imagen del poeta, tanto por los sucesivos cambios de su escritura y de su pensamiento como por los míos. Cambió mi imagen del poeta, no la atracción por su poesía. A través de tantos años y mutaciones, The waste land siguió siendo para mí un obelisco cubierto de signos, invulnerables ante los vaivenes del gusto y las vicisitudes del tiempo.

¿Por qué un adolescente mexicano aficionado a la poesía experimentó una pasión tan repentina y duradera por una obra de lengua inglesa, erizada de dificultades? Apenas si es necesario responder a esta pregunta. El imán que me atrajo fue la excelencia del poema, el rigor de su construcción, la hondura de la visión, la variedad de sus partes y la admirable unidad del conjunto. ¿Nada más la excelencia? No: también su novedad, su extrañeza. La forma del poema era inusitada: las rupturas, los saltos bruscos y los enlaces inesperados, el carácter fragmentario de cada parte y la manera aparentemente desordenada en que se enlazan (aunque dueña de una secreta coherencia), la amalgama de distintas figuras y personajes, la yuxtaposición de tiempos y espacios –el siglo XX y la Edad Media, Alejandría y Londres, los ritos de fertilidad y las guerras púnicas–, la mezcla de frases coloquiales y citas de textos poéticos y religiosos en griego y en sánscrito. El poema no se parecía a los que yo había leído antes. Se me ocurrió que su verdadero parecido no estaba en las obras literarias, sino en la pintura moderna, en alguna tela cubista de Picasso o en un collage de Braque. No me equivoqué. Unos años después comprobé que el método de composición de The waste land –lo mismo puede decirse de los Cantos de Pound y de otros poemas de ese periodo– obedece a los mismos principios que habían inspirado a los pintores cubistas: la yuxtaposición de fragmentos destinada a presentar una realidad pictórica nunca vista, pero que intercambia reflejos de complicidad con la realidad real. ~

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