En 1930 yo tenía diecisiete años y era un fervoroso lector de poesía. En esos años un grupo de escritores mexicanos editaba una revista literaria, Contemporáneos. El título aludía al propósito que los animaba: abrir puertas y ventanas para que entrase en México el aire fresco de la cultura del mundo. En el número correspondiente al mes de agosto de 1930 apareció un extenso y extraño poema que yo leí con asombro, desconcierto y fascinación: The waste land. Lo precedía un inteligente prólogo del traductor, un joven poeta mexicano que murió pocos años más tarde: Enrique Munguía. Nunca lo conocí y hoy repito su nombre con gratitud y con pena. No es difícil imaginar el azoro que me produjo esta primera lectura; azoro, pero también curiosidad, seducción. Leí el poema una y otra vez; me procuré otra traducción, publicada en Madrid; leí los otros poemas de Eliot vertidos al español (fue muy traducido en esos años, sobre todo en México); finalmente, cuando progresé en el aprendizaje del inglés, me atreví a leerlo en su idioma original. A medida que pasaban los años, cambiaba mi imagen del poeta, tanto por los sucesivos cambios de su escritura y de su pensamiento como por los míos. Cambió mi imagen del poeta, no la atracción por su poesía. A través de tantos años y mutaciones, The waste land siguió siendo para mí un obelisco cubierto de signos, invulnerables ante los vaivenes del gusto y las vicisitudes del tiempo.
¿Por qué un adolescente mexicano aficionado a la poesía experimentó una pasión tan repentina y duradera por una obra de lengua inglesa, erizada de dificultades? Apenas si es necesario responder a esta pregunta. El imán que me atrajo fue la excelencia del poema, el rigor de su construcción, la hondura de la visión, la variedad de sus partes y la admirable unidad del conjunto. ¿Nada más la excelencia? No: también su novedad, su extrañeza. La forma del poema era inusitada: las rupturas, los saltos bruscos y los enlaces inesperados, el carácter fragmentario de cada parte y la manera aparentemente desordenada en que se enlazan (aunque dueña de una secreta coherencia), la amalgama de distintas figuras y personajes, la yuxtaposición de tiempos y espacios –el siglo XX y la Edad Media, Alejandría y Londres, los ritos de fertilidad y las guerras púnicas–, la mezcla de frases coloquiales y citas de textos poéticos y religiosos en griego y en sánscrito. El poema no se parecía a los que yo había leído antes. Se me ocurrió que su verdadero parecido no estaba en las obras literarias, sino en la pintura moderna, en alguna tela cubista de Picasso o en un collage de Braque. No me equivoqué. Unos años después comprobé que el método de composición de The waste land –lo mismo puede decirse de los Cantos de Pound y de otros poemas de ese periodo– obedece a los mismos principios que habían inspirado a los pintores cubistas: la yuxtaposición de fragmentos destinada a presentar una realidad pictórica nunca vista, pero que intercambia reflejos de complicidad con la realidad real. ~