En uno de sus ensayos de El camino de los sentimientos (1990) Héctor Manjarrez postulaba la existencia de los autores secretos en la vida de un lector, ya sea porque su misma celebridad (Shakespeare, Sófocles, Chéjov) no deja más espacio que el íntimo para hablar de y con ellos, o porque llegan a la biblioteca personal casi por accidente (Lu Xun, Georg Büchner o Katherine Mansfield).
También se podría hablar de los escritores deseados, esos que se vislumbran en películas como Reprise, del noruego Joachim Trier; El ciudadano ilustre, de los argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat; o El peral silvestre, del turco Nuri Bilge Ceylan; filmes sobre novelistas ficticios que aparecen como un anhelo más propio de los lectores que del mercado: encontrar a un autor (con la carga de género propia de este vocablo, tan querido y auscultado durante el siglo XX) cuya actividad en la farándula y palmarés –aunque tenga décadas de haber obtenido todos los premios– pesen menos que los encuentros que propician sus libros. Lo más importante, y lo que de hecho pone en marcha el deseo por esta clase de escritor, es que por definición tiene una obra discreta pero siempre disponible, publicada con disciplina por una editorial independiente, aparecida sin decir agua va y en la que cada librito o librote se vive como una celebración en el fuero interno.
Todo esto para decir que en pleno siglo XXI y en la Ciudad de México, uno de esos escritores deseados existe y es Héctor Manjarrez, cuya entrega más reciente, La prisión en invierno, sigue con la racha de novelas narradas por Gullivers ocupados en reconstruir, siempre de manera conjetural, un pasado casi sin nostalgia, que se dispersa como un sueño.
En esta ocasión, pone en escena –el subtítulo del libro es (Teatro en prosa)– a Juan Cristóbal, corresponsal mexicano en Londres que está de visita en la Caspaña del franquismo tardío. Matudo, veinteañero y poeta-dramaturgo en ciernes, no tiene más planes que hacer el amor con su novia catalana, María, y recorrer Barcelona, Madrid, Andalucía e incluso Marruecos guiado por la brújula de algunos poetas (Quevedo, Unamuno, León Felipe, Machado, Blas de Otero) que lo reencuentran con su lengua materna, aunque esta no tenga casi nada que ver con la de aquel pueblo hipercatólico que de todos modos se caga en dios y la hostia. Pero sucede que es noviembre de 1969 en un país en el cual, en realidad, los sesenta nunca ocurrieron y Juan termina en la Prisión Provincial de Burgos tras un arresto más kafkesco que kafkiano: sin motivo pero sin metafísica.
Ya encerrado, Juan Cristóbal se gana la simpatía de los demás presos, criminales de poca importancia, y dos apodos: El Melenas y El Mejicano.Sus amigos son dos vascos, el etarra Leo y el asaltabancos Iñaki; Jorge El Fino, especie de líder moral; y Daniel, El Majara, gigantón que grita incoherencias por la noche; por no mencionar a los otros echeómos que se juntan en el patio a escucharlo como a un gurú o fenómeno de circo, siempre bajo la presencia fantasmal y fisiológica de Francisco Franco, capaz de cimbrar las paredes de la cárcel tan solo con los rumores de su mala salud. Con todo y la arbitrariedad del sistema judicial franquista, nunca despojan a Juan de su cabellera, tal vez porque es el único mexicano que se ha visto por aquellos rumbos castellanos, a la espera del veredicto de una denuncia que nunca se sabe si es real o inventada. Profano en la cárcel, lo mira todo desde sus referencias a la cultura que ocurre más allá de los Pirineos: Bob Dylan, Bashō, Foucault, Bergman, Romain Rolland, Salvador Novo son algunos de los nombres aventados en la lucha por distraerse de la literalidad que lo rodea, ese espíritu quijotesco que hermana a vascos, murcianos, gallegos y madrileños y que no parece ser otra cosa que “la obstinación sumada a la buena fe y la ignorancia”.
Y, sin embargo, esto es una aventura: Juan Cristóbal de pronto se da cuenta de que mucho de lo que está haciendo –mendigar rayos de sol en el patio, comerciar con aspirinas y naranjas, sopesar acentos ibéricos, escribirle al ilustrísimo alcaide– lo hace por primera y, cosa fundamental en las aventuras, también última vez. Es en la narración de esa experiencia que Manjarrez despliega el estilo tan característico que ha desarrollado en la segunda parte de su obra novelística (al compás de sus cuentos, por supuesto), iniciada hace más de veinte años, y que no ha hecho sino refinarse: la mirada asombrada y casi antropológica sobre la idiotez y belleza humanas (que siempre van juntas), la propensión a fundir vocablos extranjeros con un habla que es tan personal como chilanga; y, de manera más específica aquí, el conflicto del narrador con su “yo dividido”, concepto tan en boga en esas décadas de disidencia y desilusión tanto intelectual como política. Si en La maldita pintura (2004) y Rainey, el asesino (2002), de tema inglés; París desaparece (2014), de tema francés; o El otro amor de su vida (1999) y Yo te conozco (2009), de tema defeño, la ciudad y sus mujeres dan contraste y balance a los narradores de Manjarrez, en La prisión en invierno España no alcanza a ser ni la metáfora de una cárcel –vista aquí como un “útero masculino”– ni la parodia de la novela picaresca, sino tan solo una escenografía, a ratos como las de Samuel Beckett, con algunos visos de la comedia negra de El apando, de José Revueltas (recuérdense aquí las últimas páginas de Pasaban en silencio nuestros dioses [1987], donde Héctor homenajeaba al autor de Los muros del agua). Resuelto a jugar con las formas, Manjarrez demuestra su destreza para incorporar lo que es una de las claves de su narrativa: el teatro –tan querido por este adepto a la Royal Shakespeare Company, amigo y vecino de butaca de Rita Macedo, Ludwik Margules, Juan José Gurrola o Emilio Carballido–, ejercitado en La prisión en invierno por medio de escenas en las que los diálogos, entradas y salidas de los personajes se complementan con el temple ensayístico de quien, como pocos escritores, domina las sutilezas del narrador sospechoso, afín al escondite y el cabo suelto.
“Todos los países son extraños […], y yo soy siempre el mismo, lo cual no me acaba de encantar”, dice Juan Cristóbal,palabras que bien podrían servir de epígrafe a toda una obra que opera sobre la memoria difusa que mientras más lejos ve la juventud mejor la enfoca. A lo largo de los años, Manjarrez ha mencionado su paso por España como un hoyo negro en sus, aunque quizás él no las llamaría así, psicogeografías: él, que vivió en Londres, París, Ankara o Belgrado (ciudades que aparecen de manera más prolija en otros de sus relatos), parecía tener con las urbes o aldeotas españolas un conflicto por resolver. Casi medio siglo después, algo de esa experiencia real se ha soltado con este libreto para un manuscrito hallado en Burgos. Y puede que esa sea, en realidad, la característica fundamental de los escritores deseados, una extrañeza que, no por esperada, deja de devolver a su lector a la verdadera nostalgia: la del primer hallazgo. ~
(Ciudad de México, 1990) es periodista cultural,
traductor y ensayista. Forma parte de la editorial Grano de Sal