Pensar como foráneo

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Iván de la Nuez

Cubantropía

Cáceres, Editorial Periférica, 2020, 376 pp.

El crítico y ensayista Iván de la Nuez (La Habana, 1964) ha reunido sus escritos sobre Cuba, en más de tres décadas de trayectoria intelectual. El volumen, sobriamente editado por Periférica y dedicado a la memoria del fundador de ese sello, Julián Rodríguez, se titula Cubantropía, “barbarismo” que, según De la Nuez, es “útil para definir el remolino que crece entre la antropología y la entropía, la calle y la biblioteca, el antro y el museo, la isla y el mundo”.

En la tradición ensayística cubana, como en la de cualquier otro país latinoamericano, no hay mayor escrúpulo en colocar el nombre del país en el título del libro. Autores que entendían sus escrituras como emblemas de lo cubano (Fernando Ortiz, Cintio Vitier, Guillermo Cabrera Infante, Jesús Díaz) usaron la palabra Cuba en sus títulos. Antonio Ortuño llamó a una de sus novelas Méjico con el fin captar la forma en que los exiliados españoles escribían, pronunciaban y pensaban su país de adopción. Algo parecido ha buscado siempre De la Nuez: hablar de su país como un foráneo.

Lo dice explícitamente en la introducción: “aquí no se explica Cuba al mundo, sino al revés; se usa Cuba como una escala capaz de contener ese mundo y su repertorio de conflictos”. Las razones de esa apuesta se confunden con los orígenes de Iván de la Nuez como crítico, en La Habana de los años ochenta, y con la propia biografía de su exilio, una vez establecido en Barcelona a principios de la década de los noventa.

Desde aquellos primeros ensayos suyos en publicaciones habaneras como La Gaceta de Cuba, que luego integraron su primer libro fuera de la isla, La balsa perpetua (1998), este escritor hizo suya la certeza de que los cubanos de su generación –la nacida y educada en Cuba durante los sesenta y setenta– no formaban parte únicamente de algo llamado “nación cubana”. Llegados a la madurez entre el esplendor y la crisis del campo socialista –al que Cuba pertenecía constitucionalmente– e incorporados a otras comunidades como la “latinoamericana”, la “iberoamericana” o la “cubanoamericana”, esos cubanos fueron siempre algo más que cubanos.

Esa globalidad constitutiva determina el sentido de casi todos los ensayos reunidos. En “Más acá del bien y del mal” (1990), por ejemplo, el autor hace una pregunta todavía incómoda para la élite del poder insular: ¿si durante treinta años se enseñó a los niños y jóvenes que eran ciudadanos del mundo soviético, por qué, de pronto, en muy pocos meses, entre mediados de 1989 y principios de 1990, dejaron de serlo? El tono nietzscheano de aquel ensayo enfrentaba con escepticismo visionario el discurso triunfalista occidental y la conservadora reacción oficial cubana a la caída del Muro de Berlín.

En ensayos posteriores, De la Nuez regresó varias veces a esa otra revolución del 89. Un acontecimiento cuyos efectos para la historia de Europa del Este y del mundo fueron rigurosamente ocultados a la población de la isla. Tan solo habría que recordar que desde aquel verano, publicaciones como Sputnik y Novedades de Moscú fueron sacadas de circulación porque, a juicio del gobierno de la isla, “negaban la historia de la URRS y caotizaban el presente”.

El interés del ensayista en ese hito ha sido central. Un interés que, como crítico de arte, lo llevó a explorar la representación visual de los países poscomunistas y la experiencia de la Ostalgie en Berlín. Desde los noventa, De la Nuez ha insistido en la necesidad de enmarcar el debate cubano en la condición poscomunista. Ese atisbo lo llevó a una interlocución con una zona del pensamiento neomarxista –Slavoj Žižek y Boris Groys, por ejemplo– muy anterior al desembarco masivo de ese pensamiento en los estudios culturales académicos.

Hay, por lo menos, otras tres regiones de esa historia global que acaparan espacio en estos ensayos: las diásporas, las izquierdas y las derechas. Él mismo exiliado en Barcelona, llama a pensar el fenómeno de la emigración cubana y de un enclave cultural como Miami en la línea de los grandes desplazamientos migratorios de fines del siglo XX y principios del XXI. Seguir imaginando el Miami cubano como un bastión del anticomunismo de la Guerra Fría es un equívoco fácil y anacrónico de la ortodoxia habanera y del exilio tradicional.

Repensar la diáspora cubana, en toda su heterogeneidad, permite a De la Nuez cuestionar el excepcionalismo –ese hábito festinado de sacar a Cuba de su entorno caribeño, tan frecuente como la propia retórica latinoamericanista y tercermundista que se superpone a la patética autopromoción de la isla como alternativa global–. Las utopías, nos recuerda De la Nuez, también son diaspóricas, por lo que el insularismo y la teluricidad que se adjudican a los nacionalismos –cuyo mejor símbolo no es otro que el arquetipo de Calibán– resultan reaccionarios en el siglo XXI.

De esta exploración se deriva un cuidado en el registro de mutaciones en izquierdas o derechas, de la mayor relevancia para pensar no solo Cuba sino toda América Latina y el Caribe en el siglo XXI. De la Nuez observa que si bien el sovietismo de la Guerra Fría descontinuó muchas tradiciones de la Nueva Izquierda de los sesenta –Guevara y Fanon, guerrilla y descolonización, panafricanismo y emancipación–, su sustituto bolivariano no ha hecho más que consagrar, por otras vías, el paradigma del progresismo neocolonial. En síntesis, dicho paradigma podría resumirse en la tesis de que países como Venezuela, Nicaragua y Cuba no deben ser democráticos ni prósperos para continuar funcionando como símbolos del antimperialismo.

Mientras no pocos sectores de la izquierda occidental se acomodan a esa variante neocolonial, la derecha se reinventa desde el abandono de la corrección política y las ciudadanías multiculturales de fines del siglo XX. Poco a poco el nuevo conservadurismo recurre sin inhibición a prácticas y discursos que no hace mucho eran asumidos como autoritarios: racismo y homofobia, machismo y xenofobia, fundamentalismo y exclusión.

El trumpismo, escribió De la Nuez en 2016 –cuando buena parte de la izquierda latinoamericana, como sus aliados en el Kremlin, estaba concentrada en evitar que Hillary Clinton llegara a la Casa Blanca–, es el “triunfo, quizá definitivo, de la posdemocracia. El puntillazo a una tradición liberal que ha ido dimitiendo de las libertades en nombre de la economía, y de los derechos humanos en nombre de la seguridad”. Trump, agregaba, vendría siendo “el primer presidente de Estados Unidos que cuenta con el apoyo del FBI, el KGB y el KKK”. De hecho, a juzgar por el pleito con James Comey, el más dudoso de los tres sería el primero.

El pasaje pone al crítico a resguardo del liberalismo autoindulgente que siguió a la Guerra Fría, pero también de los nuevos autoritarismos iliberales, que emergen desde la derecha o la izquierda. No creo que este posicionamiento sofisticado, tan poco común en el campo intelectual cubano y latinoamericano, haya sido posible sin una lectura compleja del año 1989 y sin los riesgos de un pensar en los márgenes de las ideologías colonizadas por la geopolítica del siglo XXI. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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